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domingo, 29 de diciembre de 2013

Dios iba de blanco (y no hablo de fútbol)

Otra vez Navidades. Parece mentira, pero ya hace más de un año que llevo escribiendo en este blog. Procuro hacerlo todos los meses, más que nada por no defraudar a los pocos seguidores que sé que estarán esperando una entrada nueva. Y también porque aquí puedo hacer los comentarios que normalmente haría en la cena con mi familia cuando hay algo que me preocupa o me llama la atención, pero de modo más pausado y reflexivo.
 
El caso es que un año más estamos pensando en la carta de los Reyes, esa que cuesta tanto escribir cuando se hace en nombre de los demás y hay que adivinar sus deseos; preparando la cena de Nochebuena, la que se cocina con más ilusión y ganas porque es la primera (luego ya va estando uno cansado de tanto cacharreo); sacando los discos de villancicos del maletero, y sobre todo esa cinta de casette en la que están todos las canciones de nuestra infancia con "monstruos" como Rafael antes de que le convirtieran en zombi en el anuncio de la lotería, Manolo Escobar, Victor Manuel...En fín, que ya estamos al lío.
Este año me pillan un poco a contrapié las Fiestas. En la familia ha habido una pérdida muy triste, faltará la presencia y el calor de una madre y su ausencia se hará notar entre mis seres queridos. Pero ello no impedirá (más bien al contrario) que el resto nos demostremos nuestro cariño y la voluntad tan fuerte de estar siempre unidos, felices o tristes.
 
Y precisamente ha sido estos días, volviendo del Tanatorio y aún no comenzadas las Fiestas oficialmente, cuando me encontré con Dios viajando en un coche blanco.
 
No era muy tarde, pero sí muy de noche. Iba conduciendo sola camino a casa, con Luis Miguel desgañitándose a cantar villancicos en la radio, que siempre acompaña mucho cuando no sabe una si va a encontrar el camino fácilmente. Pero en esta ocasión no me ayudó mucho...porque me perdí. Absolutamente. El caso es que sabía por dónde andaba, pero era incapaz de encontrar un desvío para coger el camino correcto. Y me asusté, porque no sabía muy bien qué hacer (cosa rara en mí, pero en ese momento estaba afectada por los sucesos vividos y bastante compungida, y no podía pensar con mucha claridad). El caso es que aparecí en una calle grande, adornada de Navidad, y al lado de lo que parecía un principio de línea de autobuses. Le hice gestos a un conductor que estaba allí parado dentro de su vehículo, pero en lugar de ayudarme se puso a insultarme. Por lo que se ve, me había metido en un carril de "sólo bus". Salí de allí como pude al centro de la vía, y ya con lágrimas en los ojos miré a mi izquierda y allí estaba: en un coche blanco, conduciendo, una mujer de mi edad, sola como yo. Bajé la ventanilla, la llamé y le pedí ayuda por favor. Y en ese momento, de verdad que sentí el Amor de Dios enjugar mis lágrimas y guiar mis pasos. Esta mujer que nunca (o nunca se sabe) llegará a leer lo que hoy escribo me indicó el camino, bajó del coche, volvió a subir porque se abría el semáforo y con su mano me fue señalando las desviaciones y las glorietas que tenía que atravesar. Le di las gracias mil veces con gestos y con palabras, y llorando pero ahora de gratitud, enfilé la calle abajo ya por terreno conocido, hasta desembocar en mi carretera de todos los días, la que conozco a ciegas, pero que en ese anochecer tan triste me parecía diferente, amenazadora, como si hasta llegar a casa no estuviera realmente a salvo.
Pero todo el camino fui pensando: tantas veces nos preguntamos dónde estará Dios, no encontramos su huella, todo nos parece sumido en la pena y la miseria...y de repente, en cualquier lugar y sin esperarlo, allí está; dentro del corazón de una persona desconocida, que nos compadece y nos ayuda sin preguntarnos nada y sin esperar nada. De alguien generoso que nos entrega su amor. Y en ese corazón, en ese amor del prójimo, es donde podemos ver a Dios; es donde esta Navidad ha nacido para recordarnos que hacer felices a los demás es muy fácil, que basta con que rompamos esa coraza negra que se nos va pegando al cuerpo día tras día a base de pequeños contratiempos, enfados, disgustos, desengaños...Está dura, durísima esa coraza, pero basta un gesto amable de una mujer conduciendo un coche blanco para que se resquebraje y nos inunde de nuevo el Amor con su luz limpia y cálida.
 
 
 
También dentro de mi casa el niño Jesús está este año "de blanco". Estamos de obras y no hay sitio para las figuritas. Me parecía muy triste no poder adornar la casa, pero a los chicos se les ocurrió que podíamos aprovechar que hay que pintar todo para dibujar el Belén en la pared. ¡Qué gusto da...! Ninguno lo habíamos hecho nunca (mis hijos y yo somos muy formales) y ha sido una experiencia estupenda, aunque muy laboriosa...eso sí, como todos los años ha habido "peleas" a la hora de "poner" las figuras; este año consistían en "quita, que yo pinto el cerdo", "no, tú vete haciendo los pastores", "retoca la cara de San José que parece japonés", "esa oveja parece la borregona del chiste", "vaya lavandera diminuta que has hecho, que ni se vé"...Solo faltó que apareciera mi marido y dijera como todos los años: "A ver, a ver, que lo primero que hay que poner son las luces..."
 
Lo que es seguro es que el lugar donde siempre nace el Niño en Navidad es en el corazón y la sonrisa tan blancos de mis hijos.

 

sábado, 7 de diciembre de 2013

El club de la lucha

Vamos  caminando por  la calle, tomamos el metro o el autobús, entramos en un comercio o en un edificio oficial...cruzándonos constantemente con personas que suponemos sanas, felices y sin problemas, simplemente por el hecho de que no las conocemos. Salvo raras ocasiones en que alguien nos llama poderosamente la atención por su gesto o su apariencia, no nos fijamos en la expresión de sus caras ni en sus movimientos, y aunque lo hiciéramos, la mayor parte de las veces no nos dirían nada. (He de reconocer que alguna vez que me aburría en un viaje o que escuchaba claramente una conversación de móvil sí me he metido un poco en el mundo de algún extraño, pero mis manías o mis rarezas no tienen porqué ser las de la mayoría).
Y sin embargo, todas esas personas anónimas para nosotros tienen su propia vida, con sus alegrías y sus penas, con su sufrimiento y su felicidad. Pero no llevan un cartel colgado en el que ponga "tengo jaqueca", "el hígado me mata" o "me he roto el coxis". Por eso damos por sentado que todo para ellas es normal, o sea, que no tiene alteraciones para bien ni para mal.
Y sin embargo, qué lejos esto de la realidad.
Hay en mi mundo un par de lugares en los que se reúne gente de esa que aparentemente tiene una vida plácida y sin vaivenes y que en realidad sufre y padece.
Uno de ellos es la clínica de rehabilitación. Si miras alrededor en la sala de espera, nada te parece fuera de lo normal, nadie lleva los huesos por fuera de la carne ni un brazo colgando. Y sin embargo, cuando estás en la cabina y escuchas a través de los cristales las conversaciones de otros, te das cuenta de cómo la gente lleva sus dolores en silencio y convive con ellos sin darles mayor importancia, aunque a veces sea difícil y penoso. Hay gente mayor y chavales de instituto, cada cual con su patología y su tratamiento. Y en vez de estar todos quejándose de lo mal que se encuentran, y ser esta consulta un lugar triste y deprimente, por el contrario hay un ambiente risueño, alegre, y cada uno procura contar anécdotas chuscas, y las terapeutas ríen las gracias de los pacientes y cuentan a su vez chistes y hacen chascarrillos, y se habla de todo menos de penas. Así que cuando sales de allí no lo haces cabizbajo, sino con una sonrisa en los labios.
Otro es la clase de gimnasia. En ella estoy rodeada de personas bastante mayores que yo. Se supone que son ejercicios que ayudan a mantener el cuerpo saludable, nada violento ni demasiado aeróbico, sólo estiramientos y movimientos controlados para que los músculos se distiendan. Pues bien, yo que voy un poco "tullida" con mi lumbago y mis dolores de piernas, compruebo que todas estas personas que se mueven junto a mí tienen muchos más achaques que yo, y sin embargo allí están, doblándose como pueden y retorciendo sus cinturas hasta donde llegan. Hay algunas que, por sus conversaciones, averiguo que han pasado o están padeciendo aún enfermedades muy duras, y si no fuera porque las escucho comentarlo, nadie diría lo que llevan por dentro.
Por eso cuando pienso en esos dos lugares me acuerdo de una peli que no he visto, y que nada tiene que ver con ellos salvo su título: "El club de la lucha". Sí, ambos son clubs de lucha. De la lucha por vivir, por estar mejor, por salir adelante a pesar de todo lo que nos oprime y nos aplasta, del dolor, de la tristeza, del sufrimiento. Y de hacerlo con una sonrisa, con normalidad, con esperanza, poniendo buena cara al mal tiempo. A través de las ventanas de la clase de gimnasia casi se tocan las ramas de un plátano, esos árboles tan corrientes en las ciudades y que van marcando las estaciones. Cuando comenzamos el curso las hojas amarilleaban, y ahora han comenzado a caerse y la desnudez del árbol muestra a lo lejos el cielo púrpura del atardecer. Esa imagen, unida a la música suave que pone la profesora, me ayuda a relajarme y olvidar todo lo que me ha ido ensuciando el alma a lo largo del día. A encontrarme conmigo misma concentrándome en mis movimientos y en estirar mis músculos entumecidos. Y a pensar que todavía estoy viva, muy viva, y a desear con todas mis fuerzas pertenecer a ese club de la lucha en que se mueve tanta gente, personas que no conocemos y que se cruzan con nosotros a diario y que llevan en silencio sus penas y sus dolores sin irlos pregonando, porque así son más capaces de hacerlos pequeños y olvidarse de ellos.
Y porque la vida es lucha constante, y sentirnos inmersos en esa contienda nos hace también sentirnos  día a día vivos.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Deseo fugaz

A finales de octubre, unos días antes de que cambiaran la hora, salí de casa a las siete y media, como todos los días, muerta de sueño y con los reflejos a cero. (Menos mal que mi coche se sabe el camino y va el solito hasta el trabajo, porque yo a esas horas soy incapaz.) Era de noche, el cielo estaba negro y a mi alrededor brillaban las luces de los coches que iban conmigo en caravana por el puente que da acceso a la autovía. Yo tenía la radio puesta, como siempre, no sé si con música o con noticias; a esas horas da todo un poco igual, lo importante es que haya voces que le espabilen a uno. Y mientras circulaba despacio por la parte más alta de la carretera, que luego desciende a la principal, vi un fulgor en el cielo, una línea brillante que acababa en un punto más brillante aún y luego se desvanecía.
¡Qué bien! Una estrella fugaz...no había visto ninguna hasta ahora. Me pareció rarísimo que a esas horas las estrellas estuvieran dándose una vuelta por el espacio, a una hora tan poco mágica y romántica como es el momento de ir a trabajar. Un momento totalmente prosaico. Por eso el contraste fue mayor, y me hizo muchísima ilusión.
Fui todo el camino pensando en ese acontecimiento inesperado que había inaugurado mi día de forma tan especial. De hecho, en una de las curvas vi que un objeto se abalanzaba sobre mi vehículo y yo pensé: "Dios mío! Ahora me va a caer encima un meteorito o un fragmento de la estrella que se acaba de morir..." Desde luego, no era nada de esto y ni siquiera hizo ruido al chocar contra el guardabarros delantero. Lo más probable es que fuera un papel en forma de bola que alguien cochinamente tiró desde la ventanilla. Pero el caso es que yo pensaba que algo extraordinario había sucedido en mi día a día tan poco original.
Y así estuve un tiempo hasta que la otra mañana, yendo en el coche con mi marido por el mismo camino, y ya con el cielo azul de la nueva hora otoñal, caí en la cuenta de que mi estrella no fue tal, sino una de esas estelas finitas que dejan los aviones en el cielo. La ciudad en que vivimos es una ruta aérea muy concurrida, y a esas horas de la mañana hay cantidad de ellos surcando las nubes. Con la luz del día pude darme cuenta de que una de esas líneas curvas blancas y centelleantes se había convertido por arte de la oscuridad en mi preciosa estrella fugaz. 
De repente me quedé muy triste, porque después de vivir ese instante único yo había pensado que podían suceder cosas maravillosas, no porque la estrella fuese a concederme un deseo (que yo no pedí), sino porque cuando algo fantástico sucede es que puede suceder cualquier otra cosa inesperada e igualmente fabulosa. Ahora, ese círculo mágico se rompía. Las estelas de los aviones son absolutamente vulgares y cotidianas, y no traen consigo, es seguro, nada excepcional.
Así que me quedé bastante chafada. Eso tan importante que llevo un tiempo esperando no venía atado a la cola de la estrella.
Pero luego cambié de opinión. Y pensé que si para mí esa luz había sido una estrella, ¿por qué no iba a serlo? Y si mi ilusión hace que espere lo mejor, ¿por qué no ha de llegar? Si somos nosotros los que con nuestra esperanza llamamos a la puerta del destino que esconde el premio gordo, ¿por qué no vamos a seguir llamando con un alegre anhelo de que se abra por fin y nos lo muestre en todo su esplendor? ¿Por qué no mantener la fantasía de que una estela es una estrella? Mi buena estrella es la que yo todos los días me construyo con mi trabajo y mi alegría, con el amor de los que me rodean, y esa seguro, seguro, que traerá consigo lo mejor para mí.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Rellenos de ternura

La otra tarde iba andando por una calle muy pija de la ciudad en que vivo. La más pija, podríamos decir. Me gusta pasear por ella, porque sus escaparates están abarrotados de objetos preciosos que me llenan la vista y me hacen sentir bien, aunque no los compre; la mayoría están fuera de mi alcance...esa tarde en concreto sí había comprado algo, de una forma un tanto impulsiva, pero con mucha base de sentido práctico...(era algo que necesito y que me cautivó nada más verlo. Además, me lo podía permitir, así que la decisión fue rápida).
El caso es que iba yo tan contenta con mi paquete, fijándome en todo lo que ocurría alrededor, como siempre: es algo que asombra mucho a mi hija, el que pueda pasar por un lugar y percatarme de todo: carteles, tiendas, indicadores, señales, gente...(eso me ayuda luego a orientarme y a localizar sitios de los que me hablan...) Y de repente, delante de mí aparecieron dos mujeres jóvenes (muy jóvenes), una de ellas empujando un carrito de bebé. Tenían todo el aspecto de ser de ese barrio (no como yo, que iba "de turismo"). El carrito también. Y el bebé...
El bebé, pobre, se desgañitaba a llorar. No tendría más de cinco meses. Iba monísimo, desde luego, con sus pelillos repeinados, digno hijo de su madre (supongo que la que iba empuñando el asa del cochecito). Pero eso, sinceramente, no le servía de mucho en ese momento. No sé si tendría sed, calor (la capota estaba plegada y le iba dando el sol), hambre, o estaría harto de entrar y salir de tiendas donde hacía frío y la muchedumbre se agolpaba a su alrededor, y el olor no era el de su casa ni el de su madre (o el de la nanny). El caso es que lloraba y lloraba. Cada vez más. A grito pelado.
¿Qué hacía su -supuesta- madre? Mirar la Tablet y enseñar lo que veía en ella a su amiga. Las dos muy animadas, muy contentas, muy "ideales". Y muy sordas, por lo que parecía, ya que no oían (o les daba igual) al pobre niñito en su cuco.
Ante esa escena cotidiana, sin importancia, en la que probablemente nadie más había reparado, se mezclaron en mi interior dos emociones contrapuestas pero igual de intensas:
Una, un sentimiento sordo de aversión hacia esas dos personas, esas dos gansas que habían sacado a pasear a su niño como se puede sacar a un perro, qué digo, mucho peor, porque a los perros sus amos les hacen caso y cucamonas, y al pobrecito ni le miraban. Para ellas parecía ser un elemento más de lujo, una posesión más, un simple objeto decorativo. Se podía uno imaginar que la madre había llamado a su amiga para lucir el bebé ante ella y luego atreverse a llevar a cabo, por compromiso,  la incómoda tarea de dar un paseo con él por la calle.
La segunda, mucho más apremiante, una inmensa ternura hacia esa criaturita que reclamaba atención. Me hubiera lanzado sobre el cuco y rebuscado entre las sabanitas un chupete, un juguetito, un biberón con agua...o simplemente le hubiera tomado en los brazos y le hubiera salmodiado un "ea, ea, ea..." de esos que se dicen con la voz hueca, meciéndose atrás y adelante, y que consuelan tanto.

Esta anécdota me impactó bastante, y la retomo ahora al hilo de otra más reciente.

De vez en cuando acudo a un centro de fisioterapia para reparar mis músculos maltrechos y entumecidos. Allí me cuida una muchacha dulce como un arcoíris. Es todo lo contrario a las dos chicas del otro día: una persona amable, delicada,  receptiva, que escucha lo que le cuentas sin perder detalle, y que vuelca también sus sentimientos con la persona que nota que la escucha. Muchas veces me ha relatado historias que demuestran que en ella la ternura rebosa. No hay más que oir cómo habla de los ancianos a los que trata y visita, de las personas mayores de su familia, con un cariño infinito, de los que perdonan las pequeñas faltas en los demás. No la he visto nunca triste, siempre con la sonrisa en los labios y en los ojos. Todo ese amor lo traslada a sus manos, calientes y firmes pero suaves, reparadoras.
Mientras me arregla los desperfectos hablamos de todo un poco, y la otra tarde comentábamos lo vacía que está mucha gente, y cómo para reparar esos huecos abarrotan su vida de cosas absurdas. Lo ideal sería rellenarlas con montones de cosas interesantes, de las que ensanchan el alma y nos hacen mejores. Pero reflexionando sobre el contraste entre la dedicación a los demás de mi fisio y la banalidad de las dos petardas del bebé, pienso que por lo menos todos deberíamos rellenarnos de ternura. Quien posee esa cualidad, ese sentimiento, debe a la fuerza ser bueno, y por ende tener sensibilidad para captar la emoción de la belleza, la grandeza de lo sencillo, la eternidad de lo efímero. No hay que hacer grandes estudios ni acudir al Ateneo para que nos mueva por dentro un ser indefenso, una flor, una mariposa.
Es muy fácil. Dejémonos llevar, rellenémonos de ternura, porque así viviremos más cerca de la bondad, que a fuerza de su dócil carga de razón deshace imperios y conmueve montañas; de la que debería ser el auténtico motor de la Humanidad.

(Gracias, Laura, porque tú ya la tienes en tus dedos y la repartes a manos llenas).

viernes, 13 de septiembre de 2013

El peso de la vuelta

Como quien no quiere la cosa, ya estamos a mediados de septiembre. El verano ha pasado sin sentir, a pesar de que hemos intentado aprovecharlo al máximo,  y el otoño está llamando a la puerta en forma de chaparrones imprevistos, rebequita mañanera y noches de edredón. Es el momento de la vuelta: vuelta de vacaciones, vuelta al cole, vuelta al gimnasio, "Vuelta a España"... y esa vuelta nos pesa.
¡Sobre todo, por los kilos que nos hemos traído de "suvenir"! Hay que ver qué martirio, siempre luchando con los "tres (¡!) kilitos que me sobran". Y que siempre se instalan en el mismo sitio (le han cogido cariño a esa zona de nuestra anatomía y vuelven impenitentes una y otra vez...)
Pero este año he decidido ir zafándome de esos huéspedes de vaivén con filosofía. Sobre todo, porque representan lo mejor del verano: el placer de una cervecita o un delicioso vino blanco bien frío; el maravilloso tour gastronómico en que se han convertido mis vacaciones, en las que he probado desde las más humildes sardinas asadas hasta el más británico roast-beef, pasando por toda clase de postres ultracalóricamente deliciosos; la pereza de la siesta tumbada al sol en la playa; en fín, toda clase de sensaciones maravillosas de las que no estoy dispuesta a prescindir. ¿Hay que pagar luego por ello el peaje de unos meses estoicos bebiendo sólo agua hasta que podamos meternos en esa falda icónica que sólo nos entra cuando estamos en forma? Bueno. Pero la verdad, no estoy nada de acuerdo con un preparador personal, de esos tan de moda hoy día, que escuché el mes pasado en la radio, y que decía que en vacaciones hay que llevar una vida similar a la del resto del año: comida sana, ejercicio, nada de excesos...¡vamos, menudo aburrimiento! Para unos días que tiene una de soltarse la melena...hay que disfrutar de los placeres que podemos permitirnos, porque si los dejamos pasar quizá dentro de un tiempo sean muchos menos, y hayamos perdido la oportunidad de gozar de otros. 
La que no me pesa nada, sino todo lo contrario, es la vuelta al cole. Claro, que no soy yo la que tiene que enfrentarse a nuevos profesores, nuevas materias, el aburrimiento de las clases monótonas...Pero a mí me encanta ese olor de los libros recién comprados, de las virutas de los lapiceros afilados, de la goma de borrar que se quedó olvidada en el estuche...es un olor melancólico y dulce, como la niñez. Me hace una ilusión tremenda volver a pisar el patio, ver a los chavales salir en tropel, reírse y abrazarse el primer día como si no se hubieran visto en años...me da una sensación de familiaridad contemplar a los profesores afanarse en reunir las filas yendo de un lado a otro, chocar las palmas con sus alumnos mayores, besar a los chiquitines. Me trae recuerdos propios, pero sobre todo recuerdos de los años que llevo viendo esa misma escena con mis hijos como protagonistas. Luego vendrá el aluvión de cosas que contar: cómo han visto a sus amigos y compañeros, que el profesor preferido este año no va a darles clase, que "hay uno que es un estúpido y no puedo soportarlo y me va a ir fatal con él", que "este profesor es genial, me va a encantar su asignatura", mamá hay que llevar una foto, comprar material, forrar los libros...La más amable de todas las vueltas es sin duda para mí la vuelta al cole.
Pero no he dicho nada de la vuelta al trabajo...que me espera dentro de dos días...en fín, en esa hoy prefiero no pensar. Cuando llegue el lunes, me tiraré de cabeza a la piscina. Espero que haya agua... 

jueves, 22 de agosto de 2013

La prisa

Hoy es quince de agosto. La Virgen de agosto en casi todos los pueblos de España. También en Madrid: la Paloma. Verbena, churros, olor a fritanga, sangría de garrafón y charanga y chunta-chunta en las Vistillas. La poca gente que queda en la ciudad está de fiesta. Los que recorren las calles abrasadoras son visitantes, turistas de paso admirando las bellezas (¿cómo se verán la primera vez, con los ojos nuevos del que llega?) que los naturales nos sabemos de memoria (eso creemos, pero casi nunca es cierto...)
 
"Agosto, frío en el rostro"; ya no, eso era antes del cambio climático. Ahora por estas fechas vuelve la ola de calor, y uno aprovecha la fresca para salir a dar un paseo antes de tumbarse a sudar las sábanas. Sin embargo, los días comienzan a acortarse de nuevo y ya no nos despierta el amanecer, sino que vemos el sol saliendo por el horizonte con el café en la mano. Pero lo que parece no haber cambiado aún (no sé cuánto durará) es la sensación de que en agosto todo va mucho más despacio.

Hace muchos años, en Madrid no se encontraba en estas fechas ningún comercio abierto. Recuerdo un verano en que busqué infructuosamente un estanco para comprar sellos con que franquear las cartas que escribía a mi novio (sí; entonces no había móvil, ni ordenador ni nada). Tuve que irme fuera del barrio, andando por calles desiertas... (Ese mismo verano y esa misma tarde encontré por casualidad una tienda de regalos en la que compré unos pendientes de aro de pasta roja que estrené cuando él volvió de viaje y fui a buscarle al aeropuerto; hacían juego con mi vestido, rojo también). La sensación era de absoluta soledad en lugares que en otras fechas siempre estaban muy concurridos. Nadie llamaba al teléfono. No había nada que hacer. El mundo estaba cerrado por vacaciones.
En mi lugar de trabajo, recién estrenado, el calor se deslizaba por las paredes blancas y huía por la ventana, grande, hermosa, que daba a un patio fresco y destartalado. El cuartito donde me instalaron era umbrío y recoleto, y se estaba muy a gusto allí con los papeles que empezaba poco a poco a conocer. El tiempo fluía lentamente hasta la hora de salida. Nada ni nadie parecía querer alterar esa pereza de las horas pasando morosas una tras otra. Todo parecía fácil; no había prisa.
 
Parece como si por ser agosto, aún hoy en que ya cada uno coge las vacaciones cuando quiere y no hay necesidad de irse obligatoriamente este mes, de repente todo pudiera esperar.  Las cosas no son urgentes, ni siquiera la rutina es urgente. No pasa nada si cenamos fiambre tres días seguidos, si se come de lata o de precocinado de la pastelería. Es más, esa sensación de provisionalidad hace que nos sintamos un poco de vacaciones, que rompamos la normalidad del resto del año. El polvo se amontona en los rincones y habría que pasar la fregona, pero nada corre prisa, a los habitantes de la casa parece no importarles convivir unos días más con las pelusas. Es como si de repente nuestra casa no fuera la de siempre, sino un lugar de paso en el que disfrutar sin obligaciones de este mes caluroso. La galbana se apodera de nosotros, y hacemos cosas inverosímiles, como poner una peli después de comer mientras los cacharros nos esperan en la pila o sentarse en el sofá sin hacer nada a la hora en que normalmente estaríamos preparando la cena.

Es maravillosa esta sensación de estar fuera del tiempo y de la cotidianeidad, de permitirnos ser un poco vagos, un poco indolentes, de hacer "lo que nos da la gana"... incluso en el trabajo, donde los cuatro gatos que quedan en cada oficina buscan cualquier excusa para levantarse de la silla, acercarse al compañero y comentar cualquier nadería. Por las mañanas se madruga menos, los horarios se relajan, hay un ambiente como de víspera de fiesta...parece que las preocupaciones y el estrés se han metido debajo de las piedras.

En un curso de relajación al que acudí hace tiempo contó la profesora que un filósofo chino decía algo así como que los europeos siempre teníamos prisa por que sucedieran las cosas: prisa por que llegue el fin de semana, o una cita esperada, o mi cumpleaños, o una fiesta, o las vacaciones...siempre estamos corriendo hacia algo que pasa casi sin sentir para volver a correr hacia la próxima meta...y claro, tanto corremos que acabamos llegando mucho más pronto al final. ¡Qué reflexión tan acertada! Aunque tengamos muchas ganas de que llegue algo, es mejor no despreciar el tiempo que debe pasar hasta ese momento, porque si no lo perderemos por el camino. Así pasa con las vacaciones: aún no me he marchado este año, salvo unos pocos días, y estoy deseando que lleguen, pero sin prisa ninguna, sino intentando disfrutar de este tiempo de estío dorado y lento que sólo tenemos una vez al año. Y no me lo pienso perder.

sábado, 6 de julio de 2013

Escuela de calor

Hace calor. Mucho calor ¿Ola de calor?
 
Estamos a 6 de julio. Son las cuatro de la tarde. El termómetro de mi salón marca 30 grados. La ventana está entornada, el toldo echado, la persiana bajada y el visillo corrido, pero aún así puedo escuchar a los pájaros que cantan afuera. El aire tórrido de la calle entra filtrado por esas capas sucesivas que han inventado hace cientos de años personas que vivían en lugares mucho más cálidos que este. La penumbra es sumamente agradable e invita a la siesta y al descanso. La sensación en la piel es de un enorme confort, de una desidia deliciosa. La sensación en la mente es que todo puede esperar; que todo es tranquilo, que nada va a suceder que rompa esta quietud laxa y amplia.
Es momento de disfrutar de lo que nos trae el verano: esa sensación de abandono que cantaba Gershwin en su Porggy and Bess (summer time and the living is easy). Un tiempo fácil, relajado, en el que todo se consiente, en el que los amantes se acercan a mezclar sus sudores porque la desnudez llama a la desnudez. Y es un tiempo corto...con el que nuestro planeta y el astro rey nos regalan cada año y que cuando queramos darnos cuenta habrá dado paso al otoño anaranjado.
Desde hace milenios los hombres se alegran y celebran este tiempo nuevo en el que el sol marca nuestras vidas: saltan hogueras, se bañan desnudos en el mar a la luz de la luna para atraer la fertilidad, cantan a la siega y a la trilla, recogen las hortalizas con sus manos para preparar platos refrescantes que alivien su trabajo, comen frutas reventantes de colorido, que con solo verlas hacen la boca agua (qué deliciosa sandía chorreando al morderla...)
Toda esta sensualidad, esta exaltación de los sentidos y de la vida, es lo que nos trae el verano. Calor también, claro está. Igual que el invierno trae el frío y la primavera y el otoño lluvias y viento. Es así desde que existe la Tierra que habitamos.
 
Pero en la tele nos alarman hablándonos de alertas amarillas y naranjas, dan avisos a la población como si se acercara un ataque nuclear. Se empeñan en hacer noticia de la normalidad, porque a ver si no es normal que en julio haya 40 grados en Sevilla y 25 en Santander. (lo raro sería lo contrario, ¿no?) Que el sol apriete a mediodía. Que por la noche se duerma destapado, o como mucho, con la barriga liada en una sábana arrugada a modo de toga romana. No sé, puedo estar equivocada, pero la imagen que tengo del verano desde que soy consciente de él es de casas desarropadas, en las que se guardan las alfombras, las mantas y los edredones, se recogen las cortinas, se limpian los suelos de madera con agua y vinagre y se ventilan los cuartos con la fresquita mañanera para enseguida ir cerrando gradualmente hasta llegar a esta semioscuridad vespertina. Una época en la que se come gazpacho, ensalada de patata, pimientos, pisto, se hace limonada para los niños y los mayores beben palomitas de anís, y en la que hay muchas señoras con exuberantes escotes dándose aire (y a veces auténticos golpes de pecho como actos de contrición) enérgicamente con un abanico.
 
Todo esto que yo escribo lo hace mucho mejor Manuel Vicent en su libro Son de Mar. Allí describe un paseo por el Montgó a la hora de la siesta, cuando más pega el sol, pero es capaz de disfrutar de todo lo que sus sentidos reciben: olores, paisaje, color...si podeis leerlo os lo recomiendo. (Además transcurre en Denia, un lugar rabiosamente mediterráneo tanto en su mar como en su campo).
 
Por todo esto me da bastante rabia que nos anuncien el canto de las chicharras como si fuera una sirena de los antiaéreos. Que no hagan más que salir personas en los telediarios diciendo que pasan mucho calor. Que los hombres y mujeres del tiempo nos adviertan de los peligros del verano. ¡anda ya! ¿No teneis más cosas que contarnos? Dejadnos vivir esta época tan especial en paz. Y sobre todo, no alimentéis la última moda: el maldito aire acondicionado.
 
Sí, reconozco que en invierno hay que poner calefacción, y en verano el airecito fresco de los centros comerciales se agradece. El "airecito". Porque cuando vas a comer o cenar a un restaurante y te ataca un chorro de aire gélido te dan ganas de marcharte a casa y comerte un tomate viudo. ¿Y el cine? Hay que llevar una chaqueta o un pañuelo para evitar congelarte...claro, que ahora casi nadie ya va al cine. ¿Y que hay de esos probadores especiales para la sección de bañadores de los grandes almacenes? Dan ganas de salir corriendo a por un anorak en vez de mirarse en el espejo tiritando con la carne blanca y de gallina y esa luz macilenta que nos hace prometernos que no iremos a la playa ni a la piscina este año.
 
Pero lo peor son las discusiones sin solución y sin fín en los trabajos. Unos se asan y otros se pelan de frío. No hay término medio. Yo reconozco que soy friolera, y prefiero mil veces sudar que tener un cuchillo helado atravesándome la riñonada. Pero tengo que soportar estoicamente vivir en la sección de yogures, como dice una compañera, porque los calurosos, aunque son menos, son mucho más pesados y ruidosos, protestan más y al final consiguen que todos vivamos en una permanente cámara de frío que mantendrá nuestros cutis tersos durante muchos más años...
 
¿Es tan difícil que comprendamos que las estaciones existen, que en invierno hace frío y en verano calor? Nos hemos convertido en una especie de robots que solo funcionan en invierno a veinticinco grados y en verano a diecinueve, cuando debería ser lo contrario: que en invierno hubiera diecinueve y en verano veinticinco. O puestos a pedir, veintitrés todo el año...eso lo tienen más fácil los canarios, desde luego. 
 
En fín; desafío a todo el que me lea a disfrutar del verano y del calor como se merecen, y dejar ya de quejarse una y otra vez de las temperaturas como si fueran un castigo divino (o humano) que ha llegado súbitamente del cielo como una de las siete plagas de Egipto.
 
Además, ¿alguien se ha parado a pensar que verano es igual a vacaciones...? Pues hala, hala, a pensar.

domingo, 9 de junio de 2013

"Hasta el cuarenta de mayo..."

Estamos a cuarenta de mayo. Durante ese mes no he podido escribir nada nuevo; circunstancias contrariadas que requerían toda mi atención y mis energías me han ido absorbiendo y no he tenido un momento tranquilo para sentarme delante del ordenador. Pero, como licencia, consideraré que esta entrada pertenece al mes de las flores, ya que como digo hoy es cuarenta de mayo.
Pero seguimos sin quitarnos el sayo...
Este invierno ha sido para mí uno de los más fríos que recuerdo. Probablemente no haya sido así; seguramente las temperaturas han estado dentro de la normalidad. Pero yo he pasado frío y tristeza de cielos grises. Frío en el trabajo, arropada por chaquetas gordas de punto que nunca creí que me pondría para ir a la oficina, envuelta en chales de lana que igual sirven para proteger el cuello que para echarse por los hombros con un ademán de abuela, dando una imagen a los ciudadanos de oficina de posguerra, de carencia, de cutrez. Y cielos grises, pesados y tristes que no nos quieren abandonar aún, desesperanzados e insustanciales. Por eso  he deseado más que nunca que llegara la primavera, y ahora el verano; pero parece que no quieren venir del todo. Sale el sol un día e ilumina el cielo vistiéndolo de ese azul vibrante, tenso, que nos llena de energía, y todos corremos a por las sandalias y las blusas de manga corta. Pero al día siguiente otra vez tenemos sobre nuestras cabezas ese toldo plomizo que nos entristece.
Y así llevamos un par de meses: con un vaivén incierto. Yo, que necesito el calor para funcionar, me he puesto con afán a guardar la ropa de abrigo, a ver si así atraigo al buen tiempo. Me he cansado de los colores oscuros, de los tejidos densos, de las camisas puestas una y otra vez durante todo este tiempo y que ya aburren de tan vistas. Así que aunque parece que no ha llegado aún el momento de hacer el "cambio de armarios", como decía un presentador del tiempo de hace muchos años, yo me he puesto afanosa a la tarea.
Me encanta arreglar la ropa para guardarla en condiciones y dejarla "veraneando" en su armario oscuro y oloroso hasta que llegue de nuevo el momento de sacarla. Así que para mí este ejercicio de renovación es largo y pesado. Primero reviso todas las prendas para desechar las que están ajadas o no me he puesto en todo el año y ya no me quedan bien; esto siempre es un buen augurio de otras nuevas que habrá que comprar. Luego quito paciente y concienzudamente las bolitas a los jerseys, bufandas, abrigos y prendas de punto; separo los que se pueden lavar de los que hay que llevar a la tintorería. Cuando ya está todo arreglado, limpio a fondo los armarios, los refresco y pongo antipolillas de olor. Entonces cubro las prendas con bolsas para que no cojan polvo y las voy colgando lo más huecas que puedo para que no se deformen ni arruguen. Limpio a fondo los zapatos, los nutro y coloco hormas para que pierdan las arrugas formadas durante toda una temporada de caminatas. Los guardo en sus cajas tapados con papel de seda. Y los coloco en el fondo del armario, donde no estorben a los bajos de los vestidos.
Toda esta labor me lleva mucho tiempo, y a veces me da el mes de julio. Pero me encanta, cuando empieza de nuevo a hacer frío, rescatar las prendas de su exilio y que luzcan como nuevas, y que apetezca vestirlas, como si fueran recién compradas, olvidadas ya durante los meses de verano.
Me gusta mucho este trabajo, pero a veces también me pone nerviosa, me produce ansiedad, cuando veo que la tarea es larga, que el tiempo no ayuda a secar las prendas gruesas, que quiero ir deprisa y no tengo un momento de tranquilidad para ponerme a ello. Me saca de quicio abrir el armario y ver toda la ropa mezclada, la que se va sacando los días de buen tiempo y la que aún no ha podido guardarse pero ya no se utiliza. Seguramente será mi manía perfeccionista del orden la que me impulsa a hacer todo esto y hace que me sienta mal hasta que todo está acabado. No tengo mucho remedio.
Mientras limpio los zapatos o plancho con sumo cuidado las prendas delicadas me gusta que me hagan compañía. Mi hija aprovecha la coyuntura y se viene conmigo para relatarme los temas que está estudiando y de los que se examinará próximamente. Yo a veces la escucho con interés y otras desconecto y me pongo a pensar en mis cosas. Pero la mayoría del tiempo presto atención, porque casi siempre me gusta lo que me cuenta. El último día, mientras daba betún a los zapatos, y como colofón a sus lecciones, le dije: "igual que el viento es el aire en movimiento, el pensamiento es la idea en movimiento". A ella le encantó, aunque en realidad es una greguería un poco pueril.
 
También este blog querría ser la idea en movimiento, pero no lo conseguirá nunca si no es de ida y vuelta, es decir, si no hay respuesta o comentario a lo que en él voy contando. Veo en las estadísticas que sí tiene visitas (desde luego es minoritario), pero me causa mucha tristeza ver que nadie tiene nada que comentar a lo que pienso y a lo que siento. Simplemente una palabra me haría ilusión, ya sea para animarme o para disentir de lo que escribo. Pero por lo menos así sabría que mis palabras tienen eco, que no caen en saco roto, que gustan o que parecen cursis o ñoñas o pasadas de moda.
 
Por favor, seas quien seas y hayas encontrado este blog por casualidad o por recomendación, ponme un comentario. Si no, mis palabras, mis ideas, se quedarán congeladas en la pantalla, y cada vez me dará más pena ponerme a escribir, porque su sentido es compartir lo que pienso, y el pensamiento, ya lo he dicho antes, es "la idea en movimiento".
 

domingo, 28 de abril de 2013

El derecho a la Felicidad




La semana pasada vi una película en la tele que se me había quedado en la lista de las pendientes: "Feliz Navidad". Podría parecer que la habían programado fuera de temporada, pero no es así, a pesar del título. Recrea un hecho real: en la Nochebuena de 1914, en plena Primera Guerra Mundial, los soldados alemanes, británicos, franceses, que estaban en el frente, en las trincheras, muy cerca unos de otros, decidieron hacer un alto el fuego y celebrar juntos la fecha.  Pero la película no se queda en la anécdota: relata sin sentimentalismos el absurdo de que unos hombres que no tienen nada en contra de otros se vean en la obligación de matarlos porque así lo han decidido algunos que no están allí ni estarán, sino en habitaciones confortables desde las que dirigen los destinos de miles de personas que tienen sus propias vidas, preocupaciones y anhelos, y que los ven todos rotos por la contingencia de la guerra. En la película se contraponen los sentimientos de un militar que está comprobando la crueldad innecesaria de la batalla, la miseria del hambre, la suciedad y el frío, el absurdo de verse arrancado de la realidad cotidiana y arrojado a la turbulencia de un lugar en el que puede ocurrir cualquier cosa, y de otro militar (su padre), oficial de los que habitan los despachos y deciden las maniobras. Ambos ven la situación desde lugares muy distintos. Sería interesante analizar cuál de los dos obra de modo más conveniente o es más consecuente consigo mismo; pero ahora prefiero centrarme en el que se arrastra por el barro en la trinchera, en sus compañeros de la misma nacionalidad y en los que hasta aquel momento eran sus enemigos.
Cuando el soldado alemán empieza a cantar Noche de Paz, y sin miedo alguno sale fuera de la trinchera portando un árbol adornado, y lo coloca allí en medio, entre el cementerio desnudo que todos habían contribuido a  crear, los demás lo escuchan y lo siguen con su música de gaitas o con sus gargantas. Y de repente, todos a una, precedidos por sus mandos, deciden salir y encontrarse cara a cara. Como hermanos. Como seres humanos, seres sufrientes arrastrados a la muerte por algo que no comprenden ni comparten.
Y es en ese momento, en el que han recuperado su identidad de personas, cuando la felicidad ilumina sus rostros. Son inmensamente felices en ese instante, (que se prolongaría un día, o varios), aunque están rodeados por sus amigos muertos en el suelo con los fusiles abandonados junto a ellos; aunque saben que ese horror no se va a parar aunque ellos se paren. Pero en ese momento pueden ser los hombres más felices, porque han decidido borrarlo de sus vidas y disfrutar de la alegría de estar junto a sus semejantes, de compartir sus pocas pertenencias, de disfrutar de una Noche de Paz. Todos estos soldados estaban ejerciendo un derecho primordial para el ser humano: el Derecho a la Felicidad.
 
No sé qué filósofo dijo en algún momento que la primera obligación del hombre era buscar la Felicidad, ser feliz. (Ni siquiera sé si fue un filósofo o un anuncio de la CocaCola, soy así de inculta). Pero en cualquier caso, creo que es cierto. Leo que Bután, un pequeño país asiático, ha promovido en Naciones Unidas una moción que fue aprobada en julio de 2011 según la cual se reconoce la búsqueda de la felicidad como un objetivo humano fundamental. Sin embargo, parece que la realidad que nos rodea se empeña en obligarnos a estar tristes, preocupados, ansiosos...y en hacernos sentir culpables si por un momento, como los soldados de la película, somos terriblemente felices.
Me rebelo desde aquí contra esa corriente de negatividad que quiere arrebatarnos la esperanza y la alegría. Porque no es cierto que debamos ser continuamente seres desgraciados, porque no lo llevamos en nuestra naturaleza.
 
Comprendo que hay muchas personas en situaciones límite. Que estamos en un momento de caída libre. Que el vértigo se instala en nuestras casas. Y no sólo en estos tiempos oscuros puede uno estar inmerso en la pena: siempre al acecho nos acosan la enfermedad, el desaliento, la derrota... Pero estoy segura de que hasta en los peores momentos, en las más tremendas situaciones, todos y cada uno de nosotros puede sentir ese torbellino de alegría que de repente, sin darnos cuenta, nos atrapa y borra todo lo demás.  Por lo más nimio, por lo menos esperado: una sonrisa de nuestros hijos, un beso, un amanecer, las hojas de los árboles que van brotando en esta primavera loca, una nube graciosa, el ruido de las olas, una flor perfecta entre la hierba, una canción que nos trae un recuerdo alegre, una declaración de amor. Cuando nos rodea el hastío, la desazón, la desilusión, puede ocurrir que nos asalte una tremenda ansiedad por ser felices, por salir de ese pozo de amargura y disfrutar de las calles soleadas, de sentirnos vivos, al fin y al cabo. Es entonces cuando tenemos que dejarnos llevar por ese impulso y disfrutar  sin vergüenza, sin culpa, con la alegría de haber encontrado el camino para alcanzar el objetivo fundamental de nuestra vida: la Felicidad.
Como dice Benedetti en su canción: "...mi paraíso, es decir, que en mi país la gente viva feliz aunque no tenga permiso..."
Por favor, seamos felices, tengamos o no permiso para ello.



sábado, 20 de abril de 2013

Las edades del Hombre (y de la Mujer...)

Ver fotos es muy entretenido, pero también algo arriesgado.
Si son modernas, la mayor parte de las veces no nos encontramos bien: el pelo, los ojos, el gesto, el tipo, siempre hay algo en ellas que no nos gusta. Nos decimos, "yo no soy esa, yo no soy así". Si son antiguas, y más si las vemos acompañados de alguien que no nos conoció en ese tiempo, corremos el riesgo de que no nos reconozcan: "Uy, pero si no pareces tú, qué jovencita". Es realmente difícil que nos hagan una foto con la que estemos agusto, conformes. Normalmente, porque la imagen que tenemos de nosotros es la nuestra, no la que da la cámara, ni siquiera la que se han construido los demás.
Pero no es esto lo que quiero comentar hoy: el tema de la imagen propia es tan complicado que prefiero dejarlo para otro momento. No, hoy voy a hablar sobre la edad. La que tenemos en el presente, la que tuvimos en esas fotos que repasamos con cariño y a veces con sorpresa. Sobre todo, la que sentimos por dentro.
Soy una mujer de mediana edad. (Muy muy mediana: casi la mitad, vamos). Hace algunos años, cuando era más joven y veía a señoras que tenían los años que tengo yo ahora, me parecían viejísimas. Sin embargo, ahora que yo las he alcanzado, no me siento vieja. La verdad es que a veces hasta me parece que soy algo infantil. En cada situación, en cada momento, la persona que soy yo por dentro puede ser una anciana, una niña, una adolescente, una mujer joven...según los sentimientos o los recuerdos que me despierte el hecho en concreto que estoy viviendo.
Si miro fotos de hace muchos años en las que estoy con mis hijos, contemplo el cambio físico que yo he sufrido, y si fuera una obsesa de la estética diría ¡qué horror, como estoy de cambiada, me he estropeado un montón! Pero no tengo más que mirar a esas dos preciosidades de la foto para darme cuenta de que no soy la única que ha experimentado cambios. De hecho, en ellos es aún más evidente: han pasado de ser bebés, niños, a convertirse en adolescentes y jóvenes. Y eso no significa que estén "estropeados": estaban maravillosos entonces y hoy lo son aún más. ¿Por qué en mi caso utilizo el adjetivo "estropeada" y en el suyo no? ¿Es que vivir es estropearse?
Si damos por hecho que el final de la vida es la culminación de un proceso degenerativo a nivel orgánico, fisiológico, es lógico que nos asuste ver que la mitad de ese proceso se ha cumplido ya. Pero no podemos tomarnos la vida como si fuéramos verduras metidas en la nevera que se van poniendo pochas día a día. Las personas somos algo más. Y la vida, muchas veces, y de una forma brusca y dolorosa, interrumpe el proceso a medias: no da lugar a que se llegue a término arrugadito y desgastado por dentro y por fuera.
Entonces, ¿por qué ese afán de estar siempre "joven", lozano y rozagante como una lechuga, con la piel tersa, los músculos en su sitio, ni un solo michelín colgando sobre el borde del pantalón? Se supone que el ideal de belleza es el de alguien en la veintena, recién salido de la turbulenta pubertad y convertido en un ser perfecto en la plenitud de su funcionamiento celular. No voy yo a negar que me parezca maravilloso un cuerpo elástico y grávido. Pero el impulso, la emoción que habita ese cuerpo, no se arruga. Se conserva: si queremos que se conserve, claro. Si no nos dejamos llevar por la cuenta de los años o el aspecto de nuestras ojeras. Ahí está el secreto: primero, en no olvidar cómo fuimos, y segundo, en mantener las ilusiones y las ideas de entonces igual de vivas.
Estos últimos días han repuesto en la tele una serie muy "vieja": Anillos de Oro. Yo la veía en su momento; me gustaba mucho, y ahora la he estado viendo a trompicones y a retazos. En ella salía Imanol Arias, jovencísimo (Era mayor que yo cuando la veía entonces, aunque en la actualidad yo soy mayor de lo que era él cuando la rodó: otra carambola del tiempo y la edad). Comparo su físico con el del Imanol Arias de las noches de los jueves en "Cuéntame..." y también me viene a la cabeza la expresión "cómo ha cambiado, qué viejo está, parece otro". Pero si miro atentamente sus ojos, su expresión, su forma de hablar, sus gestos, me doy cuenta de que son los mismos: los de ayer están en el Imanol de ahora. ¿Es menos bello este que aquel? Yo diría que no; es una opinión personal. A mi me gusta más el presente que el pasado. Pero no por sus canas o porque su edad se acerque más a la mía. Me gusta más porque lo veo más lleno de vida, de lo que la vida le ha ido aportando.
Si contemplo una foto mía actual y la comparo a alguna de mi adolescencia, me ocurre lo mismo. En un principio diría: no es la misma persona. Pero luego me doy cuenta de que mi sonrisa sí es la misma, de que mi mirada tiene el mismo alcance y el mismo calibre; aunque quizá no la misma profundidad.
¿Dónde está aquella chica? ¿Dónde están mis bebés? Ya no existen, ni la una ni los otros, aunque puedan convivir todos a la vez en las imágenes congeladas, y ser los tres de la misma edad por arte de la magia fotográfica. No; se fueron, pasaron a la vez que el tiempo que los ha ido modificando. Pero, ¿no queda nada de ellos?
Pues claro que sí. La realidad de hoy es la suma de todas las realidades anteriores. Yo soy la persona que vive en abril de 2013 porque viví en los años 80, y en los 70...y fui todas y cada una de las chicas y mujeres sucesivas que vivieron esos días.
Esa es la cuestión. Dentro de mí vive una muchacha de diecisiete años y una mujer de treinta y cinco. En cada momento me puedo sentir como cada una de ellas. Por eso no me siento vieja por dentro, porque no llevo en mí alguien derrotado, cansado, agotado. Llevo una niña que juega a la comba, que sufre por las injusticias que la vida tiene con los niños; llevo una adolescente que no se entiende, que quiere cosas que le parecen lejanas, que se cree en posesión de la verdad, que quiere cambiar lo que la rodea; llevo una joven que se encuentra a sí misma, que halla su lugar en el mundo, que tiene la plenitud de las manzanas; llevo una mujer que fructifica y produce la belleza de dos nuevas vidas. Pero en cada persona sucesiva permanece la anterior. Así la madre se recuerda cuando jugaba en el parque, cuando tenía miedo; cuando era adolescente y pretendía burlar todas las normas y las prohibiciones.
Si ahora mismo me preguntaran, "¿cuántos años tienes?", podría contestar una cifra concreta; pero si me dijeran, "¿Cuál es tu edad?", ya no sabría qué decir. Me siento atemporal, porque estoy en todos los tiempos a la vez. Y desde luego, mi alma o mi pensamiento no tiene X años. Quizá la vida nos va lastrando con muletillas, con pequeños tics, con absurdas manías. Pero nuestro espíritu vuela libre y sin edad por encima de las arrugas, los michelines o la piel descolgada.
 
 
 
 

viernes, 29 de marzo de 2013

Los Pasos de la Primavera

Tiempo inestable de primavera. Así definía mi profesor de Geografía de Segundo los modelos meteorológicos que indicaban borrascas y lluvias en esta época en la que el jet stream está cambiando de posición respecto a la del invierno. Siempre nos decía que no existía mal tiempo ni buen tiempo, pues para cada persona lo bueno o lo malo podía ser distinto. Simplemente había tiempo inestable y tiempo estable.
La verdad es que en nuestro clima la normalidad en esta época son las lluvias, seguidas a menudo por un sol picante que se asoma entre las nubes con una fuerza que presagia el verano. En esos episodios de tranquilidad tras el aguacero surge un cielo azul, brillante y vibrante, que lo invita a uno al paseo y a la alegría. Buscamos atentamente si en las ramas desnudas de los arbustos surgen yemas de las que saldrán nuevas hojas y flores. Y aspiramos con deleite el aroma de la tierra mojada y la hierba fresca. Es un privilegio estar tan cerca de la Naturaleza, pues así se vive de primera mano el paso de las estaciones, que en la ciudad sólo se notan porque de repente hace más calor o más frío. Aquí se sienten de cerca los primeros pasos de la primavera, que todos esperamos anhelantes para disfrutar de una época de renovación.

Pero estos no son los únicos pasos que surgen como la hierba nueva en estos días. Hay otros, con mayúscula, que inundan nuestras calles en las fechas de la Semana Santa. Los Pasos procesionales en los que se turnan Vírgenes Dolorosas, Verónicas y Magdalenas, Cristos en la Cruz, orando bajo los olivos, atados a la columna o repartiendo la Sagrada Cena, Cruces desnudas y solemnes nazarenos que se esconden bajo unos imponentes capirotes componiendo una sinfonía de color, ayudados por los sobrecogedores acordes de las Bandas formadas por niños y viejos, todos unidos y emocionados desfilando cada año con la misma o mayor ilusión que la primera vez.

A lo largo de mi vida he conocido muy diferentes Semanas Santas. Cuando era pequeña, en plena Dictadura, eran unos días tristes y lúgubres en los que no se escuchaba en la radio más que música sacra, y en los cines los estrenos y reestrenos eran todos de romanos. (Aún me gusta ver esas películas clásicas estos días, como una tradición: Ben-Hur, Espartaco, Quo Vadis...) A los niños nos compraban huevos de Pascua, que estaban forrados de papel brillante de colores y dentro traían un bombón: eran los precursores de los archiconocidos y disfrutados por nuestros hijos huevos Kinder. También nos regalaban carracas, un aparato un tanto rústico compuesto por una lengüeta que iba deslizándose por una rueda dentada al impulso del mango que teníamos que mover con energía. Al pasar por los dientes de la rueda, la lengüeta hacía un sonido característico: cracracracracrarrrrrrrrrr, que era el sonido de esos días. Estos aparatos, pero mucho más grandes, sustituían a las campanas en este tiempo de luto en las iglesias, que se recorrían haciendo estación y viendo los monumentos que se levantaban al Santísimo Sacramento. Y así vivíamos nuestra Semana Santa.
A mis padres les encantan las procesiones, así que durante mi infancia hice un auténtico periplo por toda la geografía española acompañándoles, cada año a una localidad famosa por sus desfiles. Visitamos Sevilla con mala suerte, pues diluvió todo el tiempo, tuvimos que ver los Pasos dentro de sus iglesias y casi sólo recuerdo de aquella vez mucho frío y humedad, y la subida a la Giralda. También fuimos a Murcia, donde los nazarenos reparten comida con alegria y la cara descubierta  a los amigos y a los forasteros. A Valladolid, donde las procesiones castellanas alcanzan su máximo nivel de seriedad, orden, colorido y belleza escultórica. Y a Cuenca, donde ví por primera vez la Procesión de Paz y Caridad del Jueves por la tarde, sin saber entonces que la vería tantas veces años después y se convertiría en mi preferida.

Hoy en día la Semana Santa es para casi todo el mundo una época de vacaciones que se aprovechan para descansar, cada uno como mejor puede o le parece: yendo a la playa, al pueblo de la familia, haciendo un viaje relámpago...pero aún hay gente a la que le gusta ir a su lugar de referencia, revivir las emociones que sintió siendo niño al paso de los desfiles, de los tambores, de los clarines, de los hachones que chorrean cera en los inmaculados guantes de los Hermanos Mayores que dirigen la Procesión con su alto estandarte, que pican en los adoquines haciendo un ruido sordo y penetrante para que el desfile se pare o prosiga.

Para mí, desde que comencé mi juventud y mi noviazgo, y después con mi ya marido y mis niños pequeños, la Semana Santa siempre ha significado Cuenca: una Cuenca primaveral en la que a veces nos recibía un sol radiante y otras (como aquella tarde de jueves en la Taberna de Pepe en que decidimos la fecha de nuestra boda ), la lluvia y el frío. Pero siempre, invariablemente, el amor de mi querida Carmen hecho torrijas, potaje, bacalao con tomate, ensaladilla rusa y chuletas de cordero, y de mi querido Bernardo, acompañándonos por las calles empinadas para alcanzar los mejores sitios desde los que ver las Procesiones. Mis hijos han vivido muchos años con sus abuelos rodeados de estas piedras altas e imponentes en cuyo tajo se yergue la ciudad, abrazada por dos ríos, el Júcar y el Huécar, más doméstico, que riega las calles adoquinadas y desde cuyo pretil se cayeron al agua los zapatitos de mi hija, que los vió alejarse confundida.

Desde mi casa, lejos hoy de allí, y después de varios años sin visitar esa ciudad en estas fechas, siento una tremenda emoción cuando me acuerdo de todas esas mañanas y tardes parada en la acera, esperando la llegada de una marea de colores vivos y puros: turquesas, morados, blancos, verdes, granates, negros, en mil combinaciones a cada cual más bella. Bernardo nos explica el significado de los Pasos, nos introduce y da el título de los himnos que va desgranando la Banda, que resonarán luego en nuestra cabeza. En la casa que huele a canela, desde debajo de las mantas, cuando la luz se filtra por la ventana cerrada, se oye claramente el reloj de Mangana dando las horas, y de fondo el rumor cada vez más fuerte de los tambores que llevan toda la madrugada sonando por las calles de piedra, y que nos dicen: levántate, corre, ven a nuestro encuentro! He visto mil veces los Pasos castellanos combinados con los tambores de la vecina Teruel en la Procesión más significativa de esa ciudad: Las Turbas, o Camino del Calvario, en la madrugada del viernes y también en la mañana: he visto el estruendo de los turbos morados hacerse silencio profundo al llegar a los Oblatos, escuchar el Miserere, y al final romper de nuevo en un trueno frenético que baja rodando Alfonso VIII. He visto bailar a San Juan con su capa verde al compas de los tambores y los clarines. He visto entrar en El Salvador a la Soledad con su palio acompañada del Himno Nacional y de los tambores que se rompen en el último furor de su emoción.

Cuánto siento hoy que este año las Turbas no hayan salido por la lluvia y mi hijo no haya podido ir con su abuelo y sus primos a ver ese desfile emocionante; cuánto siento no estar allí, escuchando los tambores al otro lado de la ventana.
Pero desde aquí lo recuerdo y lo revivo, y me prometo a mí misma mientras frío las torrijas que mi marido va rebozando en azúcar y canela, visitar mi querida Cuenca el próximo año, o el siguiente, y disimular las lágrimas cuando vea esas imágenes talladas por el amor de un fervoroso creyente bajar por las calles estrechas y repletas de almas enardecidas por la emoción. 

martes, 26 de febrero de 2013

Los funcionarios geniales

Soy funcionaria de un gran Ayuntamiento español. Decir esto hoy en día tiene muchas connotaciones negativas para los demás y para nosotros mismos. Para los demás, porque nos ven como unos privilegiados que en épocas de vacas flacas seguimos teniendo horarios y sueldos de otros tiempos (a pesar de los inmensos bocados que nos están pegando). Para nosotros, a causa de esos mismos bocados que trastocan nuestra arcádica monotonía laboral y hacen tambalearse las patas del enorme mastodonte que es la Administración.
Lo soy, y nunca quise haberlo sido. Desde muy pequeña me horrorizaba el trabajo de oficina: me parecía gris y vulgar. En un principio mi intención era ser "escritora y periodista", y así se lo recitaba cursi a quien me preguntaba qué iba a ser de mayor. No sé si se lo creían...yo sí. Cuando llegó el momento de elegir, mi camino se truncó. No estudié periodismo, sino Historia Contemporánea. Me hubiera encantado dedicarme a la investigación, ser un ratón de biblioteca y archivo que fisga en los documentos que nos han dejado otros y buscar explicaciones inéditas para los grandes interrogantes de nuestro tiempo y el pasado. No pudo ser. Así que algo había que hacer para ganarse las lentejas y poder casarse y salir por fin del nido. (Sí, esto suena arcaico pero lo hemos vivido muchos...otra generación). Yo hubiera querido ser dependienta de una tienda de moda, o recepcionista en una clínica...nadie me quiso. Así que no tuve más remedio que enfrentarme a la que Ortega llamó "segunda Fiesta Nacional": las oposiciones.
Me parece tan injusto, tan sinsentido, tan fuera de la realidad este sistema anticuado y absurdo...un modo de encontrar trabajo en el que ni el esfuerzo ni la valía personal garantiza el conseguirlo; en el que no triúnfa el mejor para el puesto, sino el que aguanta más la presión y aprende a aprobar el examen. Hay que competir con miles de personas, todos metidos como borregos en unas naves inmensas en las que se pasa frío, calor, nervios y miedo, sentados en unas estúpidas sillas plegables a unas mesas ridículas que casi siempre cojean. Hay que esperar luego la benevolencia del Tribunal, (palabra que suena a todo lo más temible, como la Inquisición o la Justicia implacable que cae ciega sobre el inocente),  y sobre todo hay que esperar con paciencia las pocas noticias, siempre hurtadas y escondidas, que van llegando sobre cuándo habrá un resultado. Y si al final este es negativo, hay que reparar luego la autoestima destrozada y decidir si seguimos en el empeño o no. En este proceso se van años. He visto personas desencantadas después de dejarse la juventud en una mesa de estudio y no lograr su objetivo, ir probando de Juez a Técnico, a Administrativo, hasta llegar a conseguir un puesto de Auxiliar. La injusticia de no poder encontrar directamente un trabajo sabiendo que se es perfectamente válido para ello sin pasar por este calvario, sólo por haber estudiado una carrera de letras, y no Económicas, o Derecho, es algo que nunca he digerido.
Este sufrimiento es el que enarbolan todos los que dicen a aquellos que nos critican por nuestros privilegios: "que hubiera hecho una oposición..." Como si la injusticia de la selección pudiera justificar nuestras muy especiales (hasta ahora) condiciones laborales. Ni lo uno ni lo otro: no creo en el modo de ingresar en la función pública ni creo que todo ese horror justifique que nos creamos superiores al resto de la población activa española. Tampoco creo en el modo en que funciona la Administración, en su anquilosamiento, en su falta de agilidad, en su excesiva burocracia, en la nula motivación de sus trabajadores, que no pretende en la mayor parte de los casos dar un servicio público, sino cumplir el horario con justeza y salir pitando a casa.
No voy a ponerme estupenda y decir que no me alegro de tener un horario cómodo, un montón de días libres (ahora ya no), vacaciones para repartir a lo largo del año, un trabajo "relativamente" relajado...y la seguridad (al menos por ahora) de no perderlo, y además estar bien pagada por todo ello. Pues claro que me parece muy bien. Ya que he llegado hasta aquí asumo el modelo, porque cambiarlo es muy difícil salvo en el propio trabajo de cada día, intentando hacerlo lo mejor posible, eso siempre, y siendo honesta conmigo misma y con los demás, jefes y compañeros. No está en mi mano reformar la estructura de la Administración, eliminar cargos políticos para que la imparcialidad que da sentido y origen a la función pública se mantenga intacto y repartir los medios para optimizar los resultados. Eso depende de otras personas con mucho más poder e influencia que yo.
La especial idiosincrasia del trabajo de los funcionarios, sin embargo, es muy positiva en otros aspectos. Y a esto me quiero referir. Porque precisamente la flexibilidad de horarios y las tardes libres nos permiten, a quienes no nos dedicarmos a este oficio de forma vocacional, aunque lo hagamos dignamente (de todo hay en la viña del señor, y conozco algunos funcionarios que disfrutan con su trabajo y se sienten muy realizados con él; tienen mi respeto) tener otra vida, la real, la que de verdad nos ocupa, nos llena y nos interesa. Es ahí donde a veces surge la genialidad.
Estos últimos días he sido testigo de ello. Una compañera nos ha mostrado su trabajo, un precioso trabajo artesano,  hecho a mano y con todo el amor posible. Unos objetos maravillosos, perfectos, únicos... primorosos, como los que añoraba en otra entrada de este blog ("Lo bien hecho bien parece") Me pregunto, y pregunto a mi compañera, pero ¿tú qué haces aquí, cuando tu sitio está al lado del costurero? Deberías dedicarte sólo a esto...Y luego reflexiono y me doy cuenta de que detrás de muchos de nosotros late otra persona diferente a la que vemos cada mañana: creativa, llena de intereses y de posibilidades...En alguna ocasión, esta vis cobra potencia y rompe el molde rígido de la función pública, y así han surgido portentos como Almodóvar o Muñoz Molina, que seguían ocupando su puesto administrativo mientras desarrollaban esa otra faceta que  al final y definitivamente ha ocupado el lugar que merecía. En estos ejemplos gigantescos pienso mientras robo minutos a mi otra tarea, la de madre, que me ocupa casi toda la tarde y parte de la noche, para escribir en este blog que leen cuatro gatos y mandar correos a todas las editoriales que se me van ocurriendo ofreciéndoles mis trabajos.
Me encantaría que mi amiga pudiera hacer sólo lo que le gusta, que pudiera expresar su fantástico sentido estético, su sensibilidad, todo lo que siente, a través de sus pequeños animalitos decorados. Como me parecería estupendo que otra de nuestras compañeras pudiera dedicarse a grabar discos y dejar que todo el mundo conozca su preciosa y  afinadísima voz. Como me gustaría poderme dedicar yo misma  a lo que toda la vida he querido hacer, abandoné durante un tiempo y ahora he retomado con brío y con ilusión: escribir. Me gustaría que hubiera cada vez más casos de "funcionarios geniales": aquellos que se atreven a romper el molde, que salen del armario de la Administración y se reconocen a ellos mismos como seres especiales, paso previo para que todo el mundo les reconozca también su valía, y por fín puedan mostrar lo que llevan dentro.
Pero aún me gustaría mucho más otra cosa: que no hubiera que dar un paso atrás para luego adelantarse; que no fuera necesario encerrarse con expedientes para luego salir a la vida real; que cada uno pudiera dedicarse a lo que de verdad le importa, y convertir su "afán (con el sentido que Landero da a la palabra en su primera novela y que le persigue en todas) en su profesión, en su medio de vida; ganarse la vida con lo que de verdad es "lo nuestro", lo propio e intrínseco de cada uno.

(Va por tí, Raquel).
 

domingo, 3 de febrero de 2013

A través de la ventana


Para nadie resulta agradable estar en un Hospital. Si es como enfermo, uno está deseando que le quiten los tubos y los botes y salir corriendo para casa donde poder comer algo razonable y dormir sin que una horda de enfermeras interrumpa su sueño cada dos por tres. Si lo que hacemos es acompañar y cuidar a un familiar, la tarea es agotadora, a veces (contradictoriamente) por lo inactiva. Cuando ya se han terminado todas las faenas matutinas y el paciente está tranquilo no hay mucho en qué entretenerse, salvo en darle conversación, pero quizá quiera dormir o esté desanimado o preocupado y no le apetezca hablar de nada. Entonces se generan enormes vacíos en los que el tiempo parece detenerse y uno espera la hora de la merienda como un gran acontecimiento.

En esos momentos siempre nos queda el recurso de las ventanas. (Tengo que reconocer que desde muy pequeña ejercen sobre mí una enorme fascinación, y podría estar las horas muertas mirando a través de ellas cómo el mundo transcurre y se agita). A lo largo de mi vida he mirado por numerosas ventanas de Hospital. Algunas daban a patios sin grandes movimientos, simples zonas de paso entre edificios contiguos, pero aún así interesantes, porque se puede indagar sobre lo que en ellos se almacena, contemplar los tejados, las chimeneas o los sótanos de la maquinaria, o ver cristales brillantes a lo lejos, lugares habitados por otras personas con vidas tan simples o complejas como las nuestras. En una ocasión tuve frente a mí la azotea de un Colegio Mayor, donde los estudiantes jugaban al baloncesto casi siempre a la misma hora, y eso me hacía pensar en las rutinas de unos jóvenes dedicados en cuerpo y alma a la creación de su propia  identidad.

Estas últimas semanas he tenido como compañera a una ventana muy grande, una puerta de balcón, más bien, que daba a una tranquila calle dentro de un barrio muy céntrico y lleno de vida. Por la noche, cuando ya las enfermeras habían hecho la última ronda y no volverían a interrumpir hasta la madrugada, el recuadro de luz que se filtraba de la calle me acompañaba en el duermevela. Me gustaba antes de ocupar mi provisional cama de centinela comprobar la quietud de las aceras, el cierre echado de las tiendas, la ausencia de tráfico, la luz artificial en las salas apenas veladas por visillos ligeros, adivinando una familia, un anciano, una tele encendida, niños jugando, alguien que remolonea antes de ir a dormir. Aunque la habitación no estaba en una planta muy alta, las casas de ese barrio antiguo y tradicional tienen una dimensión razonable, por lo que podía ver los tejados, las buhardillas parecidas a las mansardas que veíamos este verano por todo París. De noche, cuando el Hospital se disponía a dormir, me consolaba en mi angustia esa quietud transitoria, de tarea finalizada, que trascendía de la calle silenciosa. Luego, durante los frecuentes desvelos nocturnos, la luminosidad que remarcaba la ventana me acompañaba y hacía más llevaderas las largas horas de vigilancia.
Por el balcón, con su persiana levantada, me llegaba la primera luz del alba, y con ella el aviso de que pronto las enfermeras irrumpirían con sus aparatos en la habitación dormida, anunciando un nuevo día en que seguir luchando por recuperar la salud deteriorada. Entonces, mientras mi madre dormitaba más tranquila con su medicación recién puesta, me gustaba mirar hacia fuera, hacia la vida que se agitaba en la calle. (Tuvimos la gran suerte de que nos asignaran un cuarto que da al sur, así que el sol nacía por un extremo y se ponía por el otro, siempre acariciando las sábanas blancas y limpias como lienzos). No sé porqué desconocida razón me emocionaba la aurora, con los rayos del sol deshaciendo la bruma matutina tras los edificios de color pastel. Todo parecía recién puesto, como un regalo nuevo de la vida para los que estábamos en esa casa tan llena de melancolía y dolor. Y entonces surgía el bullicio de los portales: la cafetería abría sus puertas y pronto algunos madrugadores entraban a desayunar; la portera de la casa de enfrente barría una y otra vez la acera, tenazmente, como si su única misión en la vida fuera mantener esas cuantas baldosas libres de polvo y residuos. Se veía a niños de la mano de sus padres con la mochila colgada a la espalda dirigiéndose al colegio, y a otros mayores y solos, también con mochilas, quizá de camino al instituto o la Universidad. La tienda de juguetes aún no había abierto, y a esa hora temprana no había tráfico, ni ruido apenas; sólo el de las personas que se apresuraban a sus trabajos seguramente lejos de allí. Al fondo, calle abajo, se vislumbraba en una gran avenida el tráfago denso del latido de la ciudad.

En este breve espacio de calle que nos pertenecía por un tiempo limitado a los huéspedes de la habitación de Hospital había muchas cosas, como ya he enumerado; pero había algo más, algo inusual por lo escaso en estos tiempos: un campanario que a cada rato nos avisaba de la hora. Hay personas a las que les incomoda y pone nerviosas el oir los compases de un reloj. Pues aquí se habrían descompuesto, porque este campanario, que pertenece a una iglesia que forma parte del propio complejo hospitalario, da los cuartos, la media, los tres cuartos y la hora, y luego una por una las campanadas que correspondan. Pero además, al mediodía, celebra el ángelus con un repique jubiloso y lleno de orgullo. Para alguien podría haber sido molesto tanto tintineo; para mí era una delicia el alegre sonido de las horas transcurridas.

Afortunadamente no he podido disfrutar de la cotidianeidad de esa calle durante mucho tiempo; nos íbamos turnando para descansar (qué dulce es la rutina que de costumbre tanto nos pesa cuando podemos volver a ella haciendo un paréntesis dentro de la subversión que supone en nuestra vida un acontecimiento repentino y amargo como es la enfermedad), y además pronto volvimos a casa. Pero me llevo en el recuerdo algo hermoso, y quiero verlo así: hasta en las situaciones más tristes hay siempre algún detalle que nos toca el alma, que nos consuela el espíritu, como esos cristales relucientes bajo los recién nacidos rayos del sol.
 

sábado, 19 de enero de 2013

Recogiendo los bártulos

Se acabó la Navidad. Estoy saturada de roscón con nata y con cierto cargo de conciencia y bastante fastidio por haber recuperado casi todos los kilos que milagrosamente había ido perdiendo durante el otoño. Pero también contenta, pues las fiestas han sido tranquilas y familiares y los Reyes como siempre han acertado.
Y llega el día ocho, y hay que volver al trabajo. (El siete ha sido fiesta para todos, no solo para los niños; pero no he ido de rebajas como acostumbro...¿cuándo sacaré un rato para ir de compras, este año que no tenemos apenas días libres para emplear en nosotros mismos?) Parece que con los tiempos que corren fuera un delito o un agravio hacia aquellos que tienen la desgracia de estar en su casa a la fuerza; pero qué caramba, da una pereza tremenda volver a madrugar, llegar a la mesa y pensar "tengo que estar aquí sentada hasta las tres y media, organizando la documentación que entra, la que sale, revisando papeles e informes, colocando expedientes, pensando en cómo compaginar el trabajo que hay pendiente con el nuevo y si podrá estar todo a su tiempo según el calendario previsto". ¡Uf! Con lo agusto que he estado yo en mi casa, sin hacer nada especial, pero con el pequeño regocijo de estar a mi aire, entrando y saliendo cuando quiero, disfrutando de mi gente, viendo pelis, leyendo, escribiendo... y sin que suene la odiosa alarma del móvil a las seis y media de la mañana. Vagueando un poco después de comer o a primera hora, acostándome tarde, y también disfrutando de la ciudad como si fuera una turista más, mientras otros están atareados en sus quehaceres cotidianos, y las calles y los edificios aparecen a la vista como si fueran nuevos, recién descubiertos, fijándonos en los detalles que normalmente pasan desapercibidos por la prisa: una placa conmemorativa, un letrero con información interesante, o una tienda antigua de libros, o un bar con buena pinta...caminar mirando al cielo radiante o a la noche iluminada por las luces navideñas, mirar con susto la  multitud que nos aguarda cuesta abajo y perderse luego en ella y dejarse llevar por ella hacia donde todos vamos.
Pero pasa la primera mañana, y ya es la hora de irse; y así una y otra hasta que de repente ya es viernes, y al final no ha sido tan tremendo, tan gris y tan triste como parecía el primer día: esta rutina forma parte de mi vida, de la normalidad cotidiana.
Y así empieza también la temporada en la que el fin de semana se convierte en un auténtico acontecimiento, los únicos días de asueto en los largos meses del invierno sin ninguna fiesta que haga más llevaderas las jornadas de trabajo.
Cuando llego a casa el viernes, ¡no quiero ni pienso hacer nada! Qué maravillosa sensación la de poder sentarse en un sillón a leer, a dejar que la tarde transcurra lentamente mientras se va haciendo de noche (cada vez más tarde a partir de ahora) con una taza de café al lado, contemplando las idas y venidas de los chicos que andan atareados o distraídos con sus cosas, hasta que llega la hora de la cena y de reunirse todos para charlar, para contarnos nuestras anécdotas o los pésimos chistes de mi hijo, que de tan malos hay que reírse. Estrenamos la noche como si fuera la primera o la única, y miramos el despertador con una pícara sonrisa de venganza: ah, mañana tú no sonarás!
Y resulta que al día siguiente el cielo es azul, y la ciudad está limpia, y cuando sales a la calle para dar un paseo el aire te acaricia la cara y aunque hace frío es como si una gasa limpia y fresca borrara de nuestra mente los problemas y la pereza.
Y parece que un simple sábado es un día especial, un día como los primeros días en que no trabajaste cuado empezaste a trabajar, un día que duraba como tres y que sabía como cien.
No obstante, hay que ocuparse también de una tarea pendiente, que nunca debe retrasarse mucho tiempo o cada día que pase dará más pereza: guardar los trastos de Navidad. Desmontar el Belén envolviendo cada figurita de barro en el papel de periódico  que después de tantos años ya está suave y maleable, y en el que se leen noticias ya olvidadas como un libro de Historia; desprender las bolas doradas del árbol que al final va a acabar en la basura, pues cada temporada se desprende una de las ramas y ya no tiene remedio (habrá que acordarse el año que viene de comprar uno nuevo); descolgar el calcetín de Papá Noel y guardar las velas especiales rodeadas de adornos brillantes.
Y mientras envuelvo una de las figuras cuidadosamente, de pronto me asalta un pensamiento que me ronda ya todas las Navidades: cuando el diciembre próximo volvamos a sacar estos bártulos de sus cajas, ¿qué habrá sido de nosotros? ¿faltará alguien? ¿qué nos depara el destino en estos doce larguísimos meses? Los adornos siempre nos reciben igual, no han cambiado de un año a otro, permanecen intactos e imperturbables. Pero nosotros somos mudables, nos salen arrugas, engordamos, adelgazamos, cambiamos de peinado y de gafas, enfermamos, nos deslizamos por las pendientes del desastre o recibimos novedades sorprendentes y gratas que dan un giro a nuestra vida.
Pero no quiero saberlo, no quiero adelantarme a lo que tenga que vivir. Las próximas Navidades llegarán pase lo que pase, y nosotros las recibiremos tal como nos encontremos entonces.
Después de este pequeño ataque de melancolía, me atrapa un furor de renovación. Recoloco los adornos habituales del salón para darle otro aire, y encuentro que tengo más sitio del que pensaba; me meto a saco en el cuarto de mi hijo y entre los dos hacemos una tremenda batida ayudados por una enorme bolsa de basura y un clásico trapo del polvo: los libros que parecían no tener acomodo en la estantería han quedado perfectos, y la habitación está preciosa, acogedora, risueña, lista para que su dueño viva en ella y la disfrute.
Entonces miro mi casa de arriba abajo y me parece también que la estreno: aunque es la misma, aunque los objetos no han cambiado, es nueva, como el fín de semana; y me parece adecuada, suficiente, agradable; me reconcilio con sus paredes de goma que se adaptan a múltiples usos (escritorio, comedor, sala para recibir visitas, salón para recibir múltiples celebraciones familiares) sólo con mover un sillón y un par de trastos; y me dispongo así a comenzar un nuevo año, con la esperanza de que sea propicio, y en la alegría de disfrutar de lo cotidiano.

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