Lo auténtico

Hace muchos años, caminaba un día cuesta arriba hacia la Laguna Negra. Acababa de dejar Covarrubias, era verano y llevaba puesto un vestidito de flores, un jersey de algodón y unas merceditas marrones, bastante machacadas porque me resultaban comódísimas para caminar y no me había calzado otra cosa desde que las compré a principio de temporada.
La mañana estaba tranquila y fresca. Los pinos altísimos parecían las columnas de una inmensa antesala, se oía cantar a los pájaros y el aire era limpio y quieto. Caminando por el sendero, parecía comulgar con una religión antiquísima y solemne, participar del misterio de un rito sagrado: la vida del bosque, que me acogía silencioso y secreto.
Y de repente...
De repente, una horda de excursionistas nos alcanzan a mi marido y a mí, perturbando la magia del momento, embutidos en sus chándales de colores y sus deportivas de última generación, corriendo más que andando por la empinada cuesta, a ver quién llega antes, sin detenerse a mirar a lo lejos el horizonte, o de cerca las cortezas, blancuzcas de liquen, de los árboles.
En ese instante pensé que toda esa gente estaba profanando un lugar único y auténtico con sus disfraces de domingueros. Yo no iba vestida para la ocasión; iba vestida de mí. Cómoda, integrada con todo lo que me rodeaba, porque me sentía tan única como las piedras, el cielo y los guijarros del suelo, sin pensar en más que en mi naturaleza de mujer adentrándose en un bosque.

Durante mucho tiempo guardé en el cajón de recuerdos esta imagen que tan gran impacto me causó. Y al cabo de los años la rescato, al hilo del último viaje familiar por Francia, porque me vuelve a asaltar el pensamiento de que no somos capaces de disfrutar de lo auténtico.
Visitando la Conciergerie en París, mi hija Paula se encuentra incómoda: le molesta la presencia de los turistas impertinentes en aquellas salas que contemplaron una vez el terror, la desesperanza y la desolación. ¿Cómo imaginar, recordar todo lo que estas paredes han vivido, rodeados de personas interesadas únicamente en recoger con su aparato de última generación una imagen para enviarla en tiempo real a montones de conocidos? Es necesario el silencio para que las piedras hablen. No pueden hacerlo entre gritos, carreras, sudor y empujones. Casi se las ve sufrir si uno se fija bien, porque su mensaje, lo que tienen que decirnos, no se escucha bajo el tremendo fragor del turista. No pueden expresar todo lo que llevan dentro, lo que ha estado calando su existencia, los olores antiguos y las palabras pronunciadas con amor o con odio o con ira o con miedo, los pasos resonantes en las losas y los roces de los vestidos en las esquinas. El vértigo del tiempo, de la Historia, no puede atravesar una fila de resignados visitantes que leen obedientemente el folleto editado por la Oficina de Turismo. En el calabozo de María Antonieta, siento que estamos profanando un lugar que debía haber sido conservado con sumo respeto para que todo el dolor que se vivió en él impregnara al que volviera a atravesar sus puertas.
Pienso en las pirámides de Egipto, que no he visitado, o en la Acrópolis de Atenas. Y casi me alegro de no haber estado allí, si para ello tenía que compartir el momento con cientos de personas que gritan y corretean entre las ruinas toqueteando las piedras como si visitaran un parque temático. Todo el misterio, toda la liturgia se habrá perdido. Y por mucho que se intente, ¡qué difícil resulta abstraerse de esa agitación desinhibida e ingenua que se apodera de los turistas cuando llegan a su destino!
¿Habrá que concluir entonces que es mejor mantener en secreto las maravillas que nos aguardan en cada rincón del mundo? Difundirlas equivaldría a mancillarlas, a ponerlas a los pies de los caballos...y perder así la ocasión de encontrarlas íntegras, puras, en su autenticidad; de poder pasear entre los bosques sin la incómoda presencia de los clientes de Decathlon que atraviesan los senderos sin mirar donde pisan ni qué sombra los refresca, y de escuchar lo que las paredes, las piedras, las telas o las ventanas nos cuentan sobre quién las construyó, las vivió, las tocó o miró a su través.
Pero seamos sinceros; si otros no nos hubieran advertido sobre la belleza de aquellos parajes o estancias, posiblemente nunca hubiéramos llegado a visitarlos, y quizá, con los tiempos que corren, si no dispusieran del importe que supone el pago de una entrada para su mantenimiento, estarían arruinados, rotos, olvidados y llenos de la pátina del abandono. Eso, ahora lo recuerdo, lo pude comprobar en Ribadeo, donde un bellísimo palacio modernista se desmoronaba triste y vencido por los años, sin que nadie lo habitara y le diera un hálito de vida.
 
¿Cómo compaginar entonces el ansia y la emoción de conocer, la generosidad de entregar un tesoro para su admiración por los que vendrán, con la vulgarización de lo más bello, de lo más trascendente? Creo que como siempre hay que buscar la clave en nosotros mismos. Debemos ser los visitantes los que con nuestra actitud respetuosa preservemos aquello que queremos, que admiramos. Con un silencio humilde y sobrecogido, que haga resaltar la importancia del lugar en el que estamos, ya sea una montaña, un río, un desierto o un palacio. 
 


Y sobre todo, como diría José Luis, "madrugando muchísimo..."

Comentarios

  1. Los recuerdos de los viajes juntos y de los momentos vividos contigo hacen que tenga una razón más para sonreír. Gracias por dedicar al mundo tus felices recuerdos.
    Gracias por estar al lado de tus seres queridos, Ernicine.

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