Los Pasos de la Primavera
Tiempo inestable de primavera. Así definía mi profesor de Geografía de Segundo los modelos meteorológicos que indicaban borrascas y lluvias en esta época en la que el jet stream está cambiando de posición respecto a la del invierno. Siempre nos decía que no existía mal tiempo ni buen tiempo, pues para cada persona lo bueno o lo malo podía ser distinto. Simplemente había tiempo inestable y tiempo estable.
La verdad es que en nuestro clima la normalidad en esta época son las lluvias, seguidas a menudo por un sol picante que se asoma entre las nubes con una fuerza que presagia el verano. En esos episodios de tranquilidad tras el aguacero surge un cielo azul, brillante y vibrante, que lo invita a uno al paseo y a la alegría. Buscamos atentamente si en las ramas desnudas de los arbustos surgen yemas de las que saldrán nuevas hojas y flores. Y aspiramos con deleite el aroma de la tierra mojada y la hierba fresca. Es un privilegio estar tan cerca de la Naturaleza, pues así se vive de primera mano el paso de las estaciones, que en la ciudad sólo se notan porque de repente hace más calor o más frío. Aquí se sienten de cerca los primeros pasos de la primavera, que todos esperamos anhelantes para disfrutar de una época de renovación.
Pero estos no son los únicos pasos que surgen como la hierba nueva en estos días. Hay otros, con mayúscula, que inundan nuestras calles en las fechas de la Semana Santa. Los Pasos procesionales en los que se turnan Vírgenes Dolorosas, Verónicas y Magdalenas, Cristos en la Cruz, orando bajo los olivos, atados a la columna o repartiendo la Sagrada Cena, Cruces desnudas y solemnes nazarenos que se esconden bajo unos imponentes capirotes componiendo una sinfonía de color, ayudados por los sobrecogedores acordes de las Bandas formadas por niños y viejos, todos unidos y emocionados desfilando cada año con la misma o mayor ilusión que la primera vez.
A lo largo de mi vida he conocido muy diferentes Semanas Santas. Cuando era pequeña, en plena Dictadura, eran unos días tristes y lúgubres en los que no se escuchaba en la radio más que música sacra, y en los cines los estrenos y reestrenos eran todos de romanos. (Aún me gusta ver esas películas clásicas estos días, como una tradición: Ben-Hur, Espartaco, Quo Vadis...) A los niños nos compraban huevos de Pascua, que estaban forrados de papel brillante de colores y dentro traían un bombón: eran los precursores de los archiconocidos y disfrutados por nuestros hijos huevos Kinder. También nos regalaban carracas, un aparato un tanto rústico compuesto por una lengüeta que iba deslizándose por una rueda dentada al impulso del mango que teníamos que mover con energía. Al pasar por los dientes de la rueda, la lengüeta hacía un sonido característico: cracracracracrarrrrrrrrrr, que era el sonido de esos días. Estos aparatos, pero mucho más grandes, sustituían a las campanas en este tiempo de luto en las iglesias, que se recorrían haciendo estación y viendo los monumentos que se levantaban al Santísimo Sacramento. Y así vivíamos nuestra Semana Santa.
A mis padres les encantan las procesiones, así que durante mi infancia hice un auténtico periplo por toda la geografía española acompañándoles, cada año a una localidad famosa por sus desfiles. Visitamos Sevilla con mala suerte, pues diluvió todo el tiempo, tuvimos que ver los Pasos dentro de sus iglesias y casi sólo recuerdo de aquella vez mucho frío y humedad, y la subida a la Giralda. También fuimos a Murcia, donde los nazarenos reparten comida con alegria y la cara descubierta a los amigos y a los forasteros. A Valladolid, donde las procesiones castellanas alcanzan su máximo nivel de seriedad, orden, colorido y belleza escultórica. Y a Cuenca, donde ví por primera vez la Procesión de Paz y Caridad del Jueves por la tarde, sin saber entonces que la vería tantas veces años después y se convertiría en mi preferida.
Hoy en día la Semana Santa es para casi todo el mundo una época de vacaciones que se aprovechan para descansar, cada uno como mejor puede o le parece: yendo a la playa, al pueblo de la familia, haciendo un viaje relámpago...pero aún hay gente a la que le gusta ir a su lugar de referencia, revivir las emociones que sintió siendo niño al paso de los desfiles, de los tambores, de los clarines, de los hachones que chorrean cera en los inmaculados guantes de los Hermanos Mayores que dirigen la Procesión con su alto estandarte, que pican en los adoquines haciendo un ruido sordo y penetrante para que el desfile se pare o prosiga.
Para mí, desde que comencé mi juventud y mi noviazgo, y después con mi ya marido y mis niños pequeños, la Semana Santa siempre ha significado Cuenca: una Cuenca primaveral en la que a veces nos recibía un sol radiante y otras (como aquella tarde de jueves en la Taberna de Pepe en que decidimos la fecha de nuestra boda ), la lluvia y el frío. Pero siempre, invariablemente, el amor de mi querida Carmen hecho torrijas, potaje, bacalao con tomate, ensaladilla rusa y chuletas de cordero, y de mi querido Bernardo, acompañándonos por las calles empinadas para alcanzar los mejores sitios desde los que ver las Procesiones. Mis hijos han vivido muchos años con sus abuelos rodeados de estas piedras altas e imponentes en cuyo tajo se yergue la ciudad, abrazada por dos ríos, el Júcar y el Huécar, más doméstico, que riega las calles adoquinadas y desde cuyo pretil se cayeron al agua los zapatitos de mi hija, que los vió alejarse confundida.
Desde mi casa, lejos hoy de allí, y después de varios años sin visitar esa ciudad en estas fechas, siento una tremenda emoción cuando me acuerdo de todas esas mañanas y tardes parada en la acera, esperando la llegada de una marea de colores vivos y puros: turquesas, morados, blancos, verdes, granates, negros, en mil combinaciones a cada cual más bella. Bernardo nos explica el significado de los Pasos, nos introduce y da el título de los himnos que va desgranando la Banda, que resonarán luego en nuestra cabeza. En la casa que huele a canela, desde debajo de las mantas, cuando la luz se filtra por la ventana cerrada, se oye claramente el reloj de Mangana dando las horas, y de fondo el rumor cada vez más fuerte de los tambores que llevan toda la madrugada sonando por las calles de piedra, y que nos dicen: levántate, corre, ven a nuestro encuentro! He visto mil veces los Pasos castellanos combinados con los tambores de la vecina Teruel en la Procesión más significativa de esa ciudad: Las Turbas, o Camino del Calvario, en la madrugada del viernes y también en la mañana: he visto el estruendo de los turbos morados hacerse silencio profundo al llegar a los Oblatos, escuchar el Miserere, y al final romper de nuevo en un trueno frenético que baja rodando Alfonso VIII. He visto bailar a San Juan con su capa verde al compas de los tambores y los clarines. He visto entrar en El Salvador a la Soledad con su palio acompañada del Himno Nacional y de los tambores que se rompen en el último furor de su emoción.
Cuánto siento hoy que este año las Turbas no hayan salido por la lluvia y mi hijo no haya podido ir con su abuelo y sus primos a ver ese desfile emocionante; cuánto siento no estar allí, escuchando los tambores al otro lado de la ventana.
Pero desde aquí lo recuerdo y lo revivo, y me prometo a mí misma mientras frío las torrijas que mi marido va rebozando en azúcar y canela, visitar mi querida Cuenca el próximo año, o el siguiente, y disimular las lágrimas cuando vea esas imágenes talladas por el amor de un fervoroso creyente bajar por las calles estrechas y repletas de almas enardecidas por la emoción.
Pero estos no son los únicos pasos que surgen como la hierba nueva en estos días. Hay otros, con mayúscula, que inundan nuestras calles en las fechas de la Semana Santa. Los Pasos procesionales en los que se turnan Vírgenes Dolorosas, Verónicas y Magdalenas, Cristos en la Cruz, orando bajo los olivos, atados a la columna o repartiendo la Sagrada Cena, Cruces desnudas y solemnes nazarenos que se esconden bajo unos imponentes capirotes componiendo una sinfonía de color, ayudados por los sobrecogedores acordes de las Bandas formadas por niños y viejos, todos unidos y emocionados desfilando cada año con la misma o mayor ilusión que la primera vez.
A lo largo de mi vida he conocido muy diferentes Semanas Santas. Cuando era pequeña, en plena Dictadura, eran unos días tristes y lúgubres en los que no se escuchaba en la radio más que música sacra, y en los cines los estrenos y reestrenos eran todos de romanos. (Aún me gusta ver esas películas clásicas estos días, como una tradición: Ben-Hur, Espartaco, Quo Vadis...) A los niños nos compraban huevos de Pascua, que estaban forrados de papel brillante de colores y dentro traían un bombón: eran los precursores de los archiconocidos y disfrutados por nuestros hijos huevos Kinder. También nos regalaban carracas, un aparato un tanto rústico compuesto por una lengüeta que iba deslizándose por una rueda dentada al impulso del mango que teníamos que mover con energía. Al pasar por los dientes de la rueda, la lengüeta hacía un sonido característico: cracracracracrarrrrrrrrrr, que era el sonido de esos días. Estos aparatos, pero mucho más grandes, sustituían a las campanas en este tiempo de luto en las iglesias, que se recorrían haciendo estación y viendo los monumentos que se levantaban al Santísimo Sacramento. Y así vivíamos nuestra Semana Santa.
A mis padres les encantan las procesiones, así que durante mi infancia hice un auténtico periplo por toda la geografía española acompañándoles, cada año a una localidad famosa por sus desfiles. Visitamos Sevilla con mala suerte, pues diluvió todo el tiempo, tuvimos que ver los Pasos dentro de sus iglesias y casi sólo recuerdo de aquella vez mucho frío y humedad, y la subida a la Giralda. También fuimos a Murcia, donde los nazarenos reparten comida con alegria y la cara descubierta a los amigos y a los forasteros. A Valladolid, donde las procesiones castellanas alcanzan su máximo nivel de seriedad, orden, colorido y belleza escultórica. Y a Cuenca, donde ví por primera vez la Procesión de Paz y Caridad del Jueves por la tarde, sin saber entonces que la vería tantas veces años después y se convertiría en mi preferida.
Hoy en día la Semana Santa es para casi todo el mundo una época de vacaciones que se aprovechan para descansar, cada uno como mejor puede o le parece: yendo a la playa, al pueblo de la familia, haciendo un viaje relámpago...pero aún hay gente a la que le gusta ir a su lugar de referencia, revivir las emociones que sintió siendo niño al paso de los desfiles, de los tambores, de los clarines, de los hachones que chorrean cera en los inmaculados guantes de los Hermanos Mayores que dirigen la Procesión con su alto estandarte, que pican en los adoquines haciendo un ruido sordo y penetrante para que el desfile se pare o prosiga.
Para mí, desde que comencé mi juventud y mi noviazgo, y después con mi ya marido y mis niños pequeños, la Semana Santa siempre ha significado Cuenca: una Cuenca primaveral en la que a veces nos recibía un sol radiante y otras (como aquella tarde de jueves en la Taberna de Pepe en que decidimos la fecha de nuestra boda ), la lluvia y el frío. Pero siempre, invariablemente, el amor de mi querida Carmen hecho torrijas, potaje, bacalao con tomate, ensaladilla rusa y chuletas de cordero, y de mi querido Bernardo, acompañándonos por las calles empinadas para alcanzar los mejores sitios desde los que ver las Procesiones. Mis hijos han vivido muchos años con sus abuelos rodeados de estas piedras altas e imponentes en cuyo tajo se yergue la ciudad, abrazada por dos ríos, el Júcar y el Huécar, más doméstico, que riega las calles adoquinadas y desde cuyo pretil se cayeron al agua los zapatitos de mi hija, que los vió alejarse confundida.
Desde mi casa, lejos hoy de allí, y después de varios años sin visitar esa ciudad en estas fechas, siento una tremenda emoción cuando me acuerdo de todas esas mañanas y tardes parada en la acera, esperando la llegada de una marea de colores vivos y puros: turquesas, morados, blancos, verdes, granates, negros, en mil combinaciones a cada cual más bella. Bernardo nos explica el significado de los Pasos, nos introduce y da el título de los himnos que va desgranando la Banda, que resonarán luego en nuestra cabeza. En la casa que huele a canela, desde debajo de las mantas, cuando la luz se filtra por la ventana cerrada, se oye claramente el reloj de Mangana dando las horas, y de fondo el rumor cada vez más fuerte de los tambores que llevan toda la madrugada sonando por las calles de piedra, y que nos dicen: levántate, corre, ven a nuestro encuentro! He visto mil veces los Pasos castellanos combinados con los tambores de la vecina Teruel en la Procesión más significativa de esa ciudad: Las Turbas, o Camino del Calvario, en la madrugada del viernes y también en la mañana: he visto el estruendo de los turbos morados hacerse silencio profundo al llegar a los Oblatos, escuchar el Miserere, y al final romper de nuevo en un trueno frenético que baja rodando Alfonso VIII. He visto bailar a San Juan con su capa verde al compas de los tambores y los clarines. He visto entrar en El Salvador a la Soledad con su palio acompañada del Himno Nacional y de los tambores que se rompen en el último furor de su emoción.
Cuánto siento hoy que este año las Turbas no hayan salido por la lluvia y mi hijo no haya podido ir con su abuelo y sus primos a ver ese desfile emocionante; cuánto siento no estar allí, escuchando los tambores al otro lado de la ventana.
Pero desde aquí lo recuerdo y lo revivo, y me prometo a mí misma mientras frío las torrijas que mi marido va rebozando en azúcar y canela, visitar mi querida Cuenca el próximo año, o el siguiente, y disimular las lágrimas cuando vea esas imágenes talladas por el amor de un fervoroso creyente bajar por las calles estrechas y repletas de almas enardecidas por la emoción.
Cuánta alegría y añoranza me inspiras, qué recuerdos tan maravillosos. Has vuelto a ayudarme a sacar a pasear mis lágrimas, casi siempre ausentes, y te lo agradezco. Es fantástico poder irse a dormir leyendo cosas tan bonitas. Un abrazo enorme de otra amante de Cuenca y sus Pasos de Semana Santa...
ResponderEliminarP.
Me alegro de que mis palabras te ayuden a llorar. Es muy necesario. Es la forma de dejar de ser por un momento racional y dar cabida a la emoción. Hay que dejarse llevar por las emociones y de vez en cuando gritar, enfadarse y dar portazos. No podemos estar siempre controlándonos, hay que soltarse la melena de vez en cuando.
Eliminar