El club de la lucha
Vamos caminando por la calle, tomamos el metro o el autobús, entramos en un comercio o en un edificio oficial...cruzándonos constantemente con personas que suponemos sanas, felices y sin problemas, simplemente por el hecho de que no las conocemos. Salvo raras ocasiones en que alguien nos llama poderosamente la atención por su gesto o su apariencia, no nos fijamos en la expresión de sus caras ni en sus movimientos, y aunque lo hiciéramos, la mayor parte de las veces no nos dirían nada. (He de reconocer que alguna vez que me aburría en un viaje o que escuchaba claramente una conversación de móvil sí me he metido un poco en el mundo de algún extraño, pero mis manías o mis rarezas no tienen porqué ser las de la mayoría).
Y sin embargo, todas esas personas anónimas para nosotros tienen su propia vida, con sus alegrías y sus penas, con su sufrimiento y su felicidad. Pero no llevan un cartel colgado en el que ponga "tengo jaqueca", "el hígado me mata" o "me he roto el coxis". Por eso damos por sentado que todo para ellas es normal, o sea, que no tiene alteraciones para bien ni para mal.
Y sin embargo, qué lejos esto de la realidad.
Hay en mi mundo un par de lugares en los que se reúne gente de esa que aparentemente tiene una vida plácida y sin vaivenes y que en realidad sufre y padece.
Uno de ellos es la clínica de rehabilitación. Si miras alrededor en la sala de espera, nada te parece fuera de lo normal, nadie lleva los huesos por fuera de la carne ni un brazo colgando. Y sin embargo, cuando estás en la cabina y escuchas a través de los cristales las conversaciones de otros, te das cuenta de cómo la gente lleva sus dolores en silencio y convive con ellos sin darles mayor importancia, aunque a veces sea difícil y penoso. Hay gente mayor y chavales de instituto, cada cual con su patología y su tratamiento. Y en vez de estar todos quejándose de lo mal que se encuentran, y ser esta consulta un lugar triste y deprimente, por el contrario hay un ambiente risueño, alegre, y cada uno procura contar anécdotas chuscas, y las terapeutas ríen las gracias de los pacientes y cuentan a su vez chistes y hacen chascarrillos, y se habla de todo menos de penas. Así que cuando sales de allí no lo haces cabizbajo, sino con una sonrisa en los labios.
Otro es la clase de gimnasia. En ella estoy rodeada de personas bastante mayores que yo. Se supone que son ejercicios que ayudan a mantener el cuerpo saludable, nada violento ni demasiado aeróbico, sólo estiramientos y movimientos controlados para que los músculos se distiendan. Pues bien, yo que voy un poco "tullida" con mi lumbago y mis dolores de piernas, compruebo que todas estas personas que se mueven junto a mí tienen muchos más achaques que yo, y sin embargo allí están, doblándose como pueden y retorciendo sus cinturas hasta donde llegan. Hay algunas que, por sus conversaciones, averiguo que han pasado o están padeciendo aún enfermedades muy duras, y si no fuera porque las escucho comentarlo, nadie diría lo que llevan por dentro.
Por eso cuando pienso en esos dos lugares me acuerdo de una peli que no he visto, y que nada tiene que ver con ellos salvo su título: "El club de la lucha". Sí, ambos son clubs de lucha. De la lucha por vivir, por estar mejor, por salir adelante a pesar de todo lo que nos oprime y nos aplasta, del dolor, de la tristeza, del sufrimiento. Y de hacerlo con una sonrisa, con normalidad, con esperanza, poniendo buena cara al mal tiempo. A través de las ventanas de la clase de gimnasia casi se tocan las ramas de un plátano, esos árboles tan corrientes en las ciudades y que van marcando las estaciones. Cuando comenzamos el curso las hojas amarilleaban, y ahora han comenzado a caerse y la desnudez del árbol muestra a lo lejos el cielo púrpura del atardecer. Esa imagen, unida a la música suave que pone la profesora, me ayuda a relajarme y olvidar todo lo que me ha ido ensuciando el alma a lo largo del día. A encontrarme conmigo misma concentrándome en mis movimientos y en estirar mis músculos entumecidos. Y a pensar que todavía estoy viva, muy viva, y a desear con todas mis fuerzas pertenecer a ese club de la lucha en que se mueve tanta gente, personas que no conocemos y que se cruzan con nosotros a diario y que llevan en silencio sus penas y sus dolores sin irlos pregonando, porque así son más capaces de hacerlos pequeños y olvidarse de ellos.
Y porque la vida es lucha constante, y sentirnos inmersos en esa contienda nos hace también sentirnos día a día vivos.
Es cierto la vida es una lucha, pero una lucha en mi opinión, bonita y de superación(aunque haya a veces piedras o montañas en el camino) que con una sonrisa y acompañado de pequeñas cosas y algunas personas se hace mucho mas llevadera FELIZ NAVIDAD!! un beso. Laura (espero que en el 2014 sigas escribiendo!! jeje)
ResponderEliminarMe has hecho rememorar mi infancia olvidada, cuando las reuniones familiares de mi abuela, sus hermanas, mis tías o mi madre, eran una inteminable retahíla de descripciones pormenorizadas de dolores varios, todas pujaban por ser la que más dolores tenía, la que peor se encontraba o la que tendría la peor vejez. Un psicólogo hubiera hecho el Agosto, en realidad, las mujeres de mi familia eran bastante fuertes físicamente, sólo tenían un desmesurado afán de protagonismo. Ahora, a mi madre, que la pobre está cuajadita de dolores, le tengo prohibido estar siempre quejándose, ¡y la pobre me hace caso!. En fin, quiero decir que me prometí hace mucho tiempo, ser de "ese club de la lucha", donde vas tirando "pa'lante" por mucho que a veces cueste.
ResponderEliminarPrecioso artículo, un besazo, Ana.