Las edades del Hombre (y de la Mujer...)

Ver fotos es muy entretenido, pero también algo arriesgado.
Si son modernas, la mayor parte de las veces no nos encontramos bien: el pelo, los ojos, el gesto, el tipo, siempre hay algo en ellas que no nos gusta. Nos decimos, "yo no soy esa, yo no soy así". Si son antiguas, y más si las vemos acompañados de alguien que no nos conoció en ese tiempo, corremos el riesgo de que no nos reconozcan: "Uy, pero si no pareces tú, qué jovencita". Es realmente difícil que nos hagan una foto con la que estemos agusto, conformes. Normalmente, porque la imagen que tenemos de nosotros es la nuestra, no la que da la cámara, ni siquiera la que se han construido los demás.
Pero no es esto lo que quiero comentar hoy: el tema de la imagen propia es tan complicado que prefiero dejarlo para otro momento. No, hoy voy a hablar sobre la edad. La que tenemos en el presente, la que tuvimos en esas fotos que repasamos con cariño y a veces con sorpresa. Sobre todo, la que sentimos por dentro.
Soy una mujer de mediana edad. (Muy muy mediana: casi la mitad, vamos). Hace algunos años, cuando era más joven y veía a señoras que tenían los años que tengo yo ahora, me parecían viejísimas. Sin embargo, ahora que yo las he alcanzado, no me siento vieja. La verdad es que a veces hasta me parece que soy algo infantil. En cada situación, en cada momento, la persona que soy yo por dentro puede ser una anciana, una niña, una adolescente, una mujer joven...según los sentimientos o los recuerdos que me despierte el hecho en concreto que estoy viviendo.
Si miro fotos de hace muchos años en las que estoy con mis hijos, contemplo el cambio físico que yo he sufrido, y si fuera una obsesa de la estética diría ¡qué horror, como estoy de cambiada, me he estropeado un montón! Pero no tengo más que mirar a esas dos preciosidades de la foto para darme cuenta de que no soy la única que ha experimentado cambios. De hecho, en ellos es aún más evidente: han pasado de ser bebés, niños, a convertirse en adolescentes y jóvenes. Y eso no significa que estén "estropeados": estaban maravillosos entonces y hoy lo son aún más. ¿Por qué en mi caso utilizo el adjetivo "estropeada" y en el suyo no? ¿Es que vivir es estropearse?
Si damos por hecho que el final de la vida es la culminación de un proceso degenerativo a nivel orgánico, fisiológico, es lógico que nos asuste ver que la mitad de ese proceso se ha cumplido ya. Pero no podemos tomarnos la vida como si fuéramos verduras metidas en la nevera que se van poniendo pochas día a día. Las personas somos algo más. Y la vida, muchas veces, y de una forma brusca y dolorosa, interrumpe el proceso a medias: no da lugar a que se llegue a término arrugadito y desgastado por dentro y por fuera.
Entonces, ¿por qué ese afán de estar siempre "joven", lozano y rozagante como una lechuga, con la piel tersa, los músculos en su sitio, ni un solo michelín colgando sobre el borde del pantalón? Se supone que el ideal de belleza es el de alguien en la veintena, recién salido de la turbulenta pubertad y convertido en un ser perfecto en la plenitud de su funcionamiento celular. No voy yo a negar que me parezca maravilloso un cuerpo elástico y grávido. Pero el impulso, la emoción que habita ese cuerpo, no se arruga. Se conserva: si queremos que se conserve, claro. Si no nos dejamos llevar por la cuenta de los años o el aspecto de nuestras ojeras. Ahí está el secreto: primero, en no olvidar cómo fuimos, y segundo, en mantener las ilusiones y las ideas de entonces igual de vivas.
Estos últimos días han repuesto en la tele una serie muy "vieja": Anillos de Oro. Yo la veía en su momento; me gustaba mucho, y ahora la he estado viendo a trompicones y a retazos. En ella salía Imanol Arias, jovencísimo (Era mayor que yo cuando la veía entonces, aunque en la actualidad yo soy mayor de lo que era él cuando la rodó: otra carambola del tiempo y la edad). Comparo su físico con el del Imanol Arias de las noches de los jueves en "Cuéntame..." y también me viene a la cabeza la expresión "cómo ha cambiado, qué viejo está, parece otro". Pero si miro atentamente sus ojos, su expresión, su forma de hablar, sus gestos, me doy cuenta de que son los mismos: los de ayer están en el Imanol de ahora. ¿Es menos bello este que aquel? Yo diría que no; es una opinión personal. A mi me gusta más el presente que el pasado. Pero no por sus canas o porque su edad se acerque más a la mía. Me gusta más porque lo veo más lleno de vida, de lo que la vida le ha ido aportando.
Si contemplo una foto mía actual y la comparo a alguna de mi adolescencia, me ocurre lo mismo. En un principio diría: no es la misma persona. Pero luego me doy cuenta de que mi sonrisa sí es la misma, de que mi mirada tiene el mismo alcance y el mismo calibre; aunque quizá no la misma profundidad.
¿Dónde está aquella chica? ¿Dónde están mis bebés? Ya no existen, ni la una ni los otros, aunque puedan convivir todos a la vez en las imágenes congeladas, y ser los tres de la misma edad por arte de la magia fotográfica. No; se fueron, pasaron a la vez que el tiempo que los ha ido modificando. Pero, ¿no queda nada de ellos?
Pues claro que sí. La realidad de hoy es la suma de todas las realidades anteriores. Yo soy la persona que vive en abril de 2013 porque viví en los años 80, y en los 70...y fui todas y cada una de las chicas y mujeres sucesivas que vivieron esos días.
Esa es la cuestión. Dentro de mí vive una muchacha de diecisiete años y una mujer de treinta y cinco. En cada momento me puedo sentir como cada una de ellas. Por eso no me siento vieja por dentro, porque no llevo en mí alguien derrotado, cansado, agotado. Llevo una niña que juega a la comba, que sufre por las injusticias que la vida tiene con los niños; llevo una adolescente que no se entiende, que quiere cosas que le parecen lejanas, que se cree en posesión de la verdad, que quiere cambiar lo que la rodea; llevo una joven que se encuentra a sí misma, que halla su lugar en el mundo, que tiene la plenitud de las manzanas; llevo una mujer que fructifica y produce la belleza de dos nuevas vidas. Pero en cada persona sucesiva permanece la anterior. Así la madre se recuerda cuando jugaba en el parque, cuando tenía miedo; cuando era adolescente y pretendía burlar todas las normas y las prohibiciones.
Si ahora mismo me preguntaran, "¿cuántos años tienes?", podría contestar una cifra concreta; pero si me dijeran, "¿Cuál es tu edad?", ya no sabría qué decir. Me siento atemporal, porque estoy en todos los tiempos a la vez. Y desde luego, mi alma o mi pensamiento no tiene X años. Quizá la vida nos va lastrando con muletillas, con pequeños tics, con absurdas manías. Pero nuestro espíritu vuela libre y sin edad por encima de las arrugas, los michelines o la piel descolgada.
 
 
 
 

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