El derecho a la Felicidad




La semana pasada vi una película en la tele que se me había quedado en la lista de las pendientes: "Feliz Navidad". Podría parecer que la habían programado fuera de temporada, pero no es así, a pesar del título. Recrea un hecho real: en la Nochebuena de 1914, en plena Primera Guerra Mundial, los soldados alemanes, británicos, franceses, que estaban en el frente, en las trincheras, muy cerca unos de otros, decidieron hacer un alto el fuego y celebrar juntos la fecha.  Pero la película no se queda en la anécdota: relata sin sentimentalismos el absurdo de que unos hombres que no tienen nada en contra de otros se vean en la obligación de matarlos porque así lo han decidido algunos que no están allí ni estarán, sino en habitaciones confortables desde las que dirigen los destinos de miles de personas que tienen sus propias vidas, preocupaciones y anhelos, y que los ven todos rotos por la contingencia de la guerra. En la película se contraponen los sentimientos de un militar que está comprobando la crueldad innecesaria de la batalla, la miseria del hambre, la suciedad y el frío, el absurdo de verse arrancado de la realidad cotidiana y arrojado a la turbulencia de un lugar en el que puede ocurrir cualquier cosa, y de otro militar (su padre), oficial de los que habitan los despachos y deciden las maniobras. Ambos ven la situación desde lugares muy distintos. Sería interesante analizar cuál de los dos obra de modo más conveniente o es más consecuente consigo mismo; pero ahora prefiero centrarme en el que se arrastra por el barro en la trinchera, en sus compañeros de la misma nacionalidad y en los que hasta aquel momento eran sus enemigos.
Cuando el soldado alemán empieza a cantar Noche de Paz, y sin miedo alguno sale fuera de la trinchera portando un árbol adornado, y lo coloca allí en medio, entre el cementerio desnudo que todos habían contribuido a  crear, los demás lo escuchan y lo siguen con su música de gaitas o con sus gargantas. Y de repente, todos a una, precedidos por sus mandos, deciden salir y encontrarse cara a cara. Como hermanos. Como seres humanos, seres sufrientes arrastrados a la muerte por algo que no comprenden ni comparten.
Y es en ese momento, en el que han recuperado su identidad de personas, cuando la felicidad ilumina sus rostros. Son inmensamente felices en ese instante, (que se prolongaría un día, o varios), aunque están rodeados por sus amigos muertos en el suelo con los fusiles abandonados junto a ellos; aunque saben que ese horror no se va a parar aunque ellos se paren. Pero en ese momento pueden ser los hombres más felices, porque han decidido borrarlo de sus vidas y disfrutar de la alegría de estar junto a sus semejantes, de compartir sus pocas pertenencias, de disfrutar de una Noche de Paz. Todos estos soldados estaban ejerciendo un derecho primordial para el ser humano: el Derecho a la Felicidad.
 
No sé qué filósofo dijo en algún momento que la primera obligación del hombre era buscar la Felicidad, ser feliz. (Ni siquiera sé si fue un filósofo o un anuncio de la CocaCola, soy así de inculta). Pero en cualquier caso, creo que es cierto. Leo que Bután, un pequeño país asiático, ha promovido en Naciones Unidas una moción que fue aprobada en julio de 2011 según la cual se reconoce la búsqueda de la felicidad como un objetivo humano fundamental. Sin embargo, parece que la realidad que nos rodea se empeña en obligarnos a estar tristes, preocupados, ansiosos...y en hacernos sentir culpables si por un momento, como los soldados de la película, somos terriblemente felices.
Me rebelo desde aquí contra esa corriente de negatividad que quiere arrebatarnos la esperanza y la alegría. Porque no es cierto que debamos ser continuamente seres desgraciados, porque no lo llevamos en nuestra naturaleza.
 
Comprendo que hay muchas personas en situaciones límite. Que estamos en un momento de caída libre. Que el vértigo se instala en nuestras casas. Y no sólo en estos tiempos oscuros puede uno estar inmerso en la pena: siempre al acecho nos acosan la enfermedad, el desaliento, la derrota... Pero estoy segura de que hasta en los peores momentos, en las más tremendas situaciones, todos y cada uno de nosotros puede sentir ese torbellino de alegría que de repente, sin darnos cuenta, nos atrapa y borra todo lo demás.  Por lo más nimio, por lo menos esperado: una sonrisa de nuestros hijos, un beso, un amanecer, las hojas de los árboles que van brotando en esta primavera loca, una nube graciosa, el ruido de las olas, una flor perfecta entre la hierba, una canción que nos trae un recuerdo alegre, una declaración de amor. Cuando nos rodea el hastío, la desazón, la desilusión, puede ocurrir que nos asalte una tremenda ansiedad por ser felices, por salir de ese pozo de amargura y disfrutar de las calles soleadas, de sentirnos vivos, al fin y al cabo. Es entonces cuando tenemos que dejarnos llevar por ese impulso y disfrutar  sin vergüenza, sin culpa, con la alegría de haber encontrado el camino para alcanzar el objetivo fundamental de nuestra vida: la Felicidad.
Como dice Benedetti en su canción: "...mi paraíso, es decir, que en mi país la gente viva feliz aunque no tenga permiso..."
Por favor, seamos felices, tengamos o no permiso para ello.



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