A través de la ventana
Para nadie resulta agradable
estar en un Hospital. Si es como enfermo, uno está deseando que le quiten los
tubos y los botes y salir corriendo para casa donde poder comer algo razonable
y dormir sin que una horda de enfermeras interrumpa su sueño cada dos por tres.
Si lo que hacemos es acompañar y cuidar a un familiar, la tarea es agotadora, a
veces (contradictoriamente) por lo inactiva. Cuando ya se han terminado todas las
faenas matutinas y el paciente está tranquilo no hay mucho en qué entretenerse,
salvo en darle conversación, pero quizá quiera dormir o esté desanimado o
preocupado y no le apetezca hablar de nada. Entonces se generan enormes vacíos
en los que el tiempo parece detenerse y uno espera la hora de la merienda como
un gran acontecimiento.
En esos momentos siempre nos
queda el recurso de las ventanas. (Tengo que reconocer que desde muy pequeña
ejercen sobre mí una enorme fascinación, y podría estar las horas muertas
mirando a través de ellas cómo el mundo transcurre
y se agita). A lo largo de mi vida he mirado por numerosas ventanas de
Hospital. Algunas daban a patios sin grandes movimientos, simples zonas de paso
entre edificios contiguos, pero aún así interesantes, porque se puede indagar
sobre lo que en ellos se almacena, contemplar los tejados, las chimeneas o los
sótanos de la maquinaria, o ver cristales brillantes a lo lejos, lugares
habitados por otras personas con vidas tan simples o complejas como las
nuestras. En una ocasión tuve frente a mí la azotea de un Colegio Mayor,
donde los estudiantes jugaban al baloncesto casi siempre a la misma hora, y eso
me hacía pensar en las rutinas de unos jóvenes dedicados en cuerpo y alma a la
creación de su propia identidad.
Estas últimas semanas he tenido
como compañera a una ventana muy grande, una puerta de balcón, más bien, que
daba a una tranquila calle dentro de un barrio muy céntrico y lleno de vida. Por la noche, cuando ya
las enfermeras habían hecho la última ronda y no volverían a interrumpir hasta
la madrugada, el recuadro de luz que se filtraba de la calle me acompañaba en
el duermevela. Me gustaba antes de ocupar mi provisional cama de centinela
comprobar la quietud de las aceras, el cierre echado de las tiendas, la
ausencia de tráfico, la luz artificial en las salas apenas veladas por visillos
ligeros, adivinando una familia, un anciano, una tele encendida, niños jugando, alguien que
remolonea antes de ir a dormir. Aunque la habitación no estaba en una planta muy alta, las casas de ese barrio antiguo y tradicional tienen una dimensión razonable, por lo que podía ver los tejados, las buhardillas parecidas a las mansardas que veíamos este verano por todo París. De noche, cuando el Hospital se disponía a dormir, me consolaba en mi angustia esa quietud transitoria, de tarea finalizada, que trascendía de la calle silenciosa. Luego, durante los frecuentes desvelos nocturnos, la luminosidad que remarcaba la ventana me acompañaba y hacía más llevaderas las largas horas de vigilancia.
Por el balcón, con su persiana levantada, me llegaba la primera luz del alba, y con ella el aviso de que pronto las enfermeras irrumpirían con sus aparatos en la habitación dormida, anunciando un nuevo día en que seguir luchando por recuperar la salud deteriorada. Entonces, mientras mi madre dormitaba más tranquila con su medicación recién puesta, me gustaba mirar hacia fuera, hacia la vida que se agitaba en la calle. (Tuvimos la gran suerte de que nos asignaran un cuarto que da al sur, así que el sol nacía por un extremo y se ponía por el otro, siempre acariciando las sábanas blancas y limpias como lienzos). No sé porqué desconocida razón me emocionaba la aurora, con los rayos del sol deshaciendo la bruma matutina tras los edificios de color pastel. Todo parecía recién puesto, como un regalo nuevo de la vida para los que estábamos en esa casa tan llena de melancolía y dolor. Y entonces surgía el bullicio de los portales: la cafetería abría sus puertas y pronto algunos madrugadores entraban a desayunar; la portera de la casa de enfrente barría una y otra vez la acera, tenazmente, como si su única misión en la vida fuera mantener esas cuantas baldosas libres de polvo y residuos. Se veía a niños de la mano de sus padres con la mochila colgada a la espalda dirigiéndose al colegio, y a otros mayores y solos, también con mochilas, quizá de camino al instituto o la Universidad. La tienda de juguetes aún no había abierto, y a esa hora temprana no había tráfico, ni ruido apenas; sólo el de las personas que se apresuraban a sus trabajos seguramente lejos de allí. Al fondo, calle abajo, se vislumbraba en una gran avenida el tráfago denso del latido de la ciudad.
En este breve espacio de calle que nos pertenecía por un tiempo limitado a los huéspedes de la habitación de Hospital había muchas cosas, como ya he enumerado; pero había algo más, algo inusual por lo escaso en estos tiempos: un campanario que a cada rato nos avisaba de la hora. Hay personas a las que les incomoda y pone nerviosas el oir los compases de un reloj. Pues aquí se habrían descompuesto, porque este campanario, que pertenece a una iglesia que forma parte del propio complejo hospitalario, da los cuartos, la media, los tres cuartos y la hora, y luego una por una las campanadas que correspondan. Pero además, al mediodía, celebra el ángelus con un repique jubiloso y lleno de orgullo. Para alguien podría haber sido molesto tanto tintineo; para mí era una delicia el alegre sonido de las horas transcurridas.
Afortunadamente no he podido disfrutar de la cotidianeidad de esa calle durante mucho tiempo; nos íbamos turnando para descansar (qué dulce es la rutina que de costumbre tanto nos pesa cuando podemos volver a ella haciendo un paréntesis dentro de la subversión que supone en nuestra vida un acontecimiento repentino y amargo como es la enfermedad), y además pronto volvimos a casa. Pero me llevo en el recuerdo algo hermoso, y quiero verlo así: hasta en las situaciones más tristes hay siempre algún detalle que nos toca el alma, que nos consuela el espíritu, como esos cristales relucientes bajo los recién nacidos rayos del sol.
Por el balcón, con su persiana levantada, me llegaba la primera luz del alba, y con ella el aviso de que pronto las enfermeras irrumpirían con sus aparatos en la habitación dormida, anunciando un nuevo día en que seguir luchando por recuperar la salud deteriorada. Entonces, mientras mi madre dormitaba más tranquila con su medicación recién puesta, me gustaba mirar hacia fuera, hacia la vida que se agitaba en la calle. (Tuvimos la gran suerte de que nos asignaran un cuarto que da al sur, así que el sol nacía por un extremo y se ponía por el otro, siempre acariciando las sábanas blancas y limpias como lienzos). No sé porqué desconocida razón me emocionaba la aurora, con los rayos del sol deshaciendo la bruma matutina tras los edificios de color pastel. Todo parecía recién puesto, como un regalo nuevo de la vida para los que estábamos en esa casa tan llena de melancolía y dolor. Y entonces surgía el bullicio de los portales: la cafetería abría sus puertas y pronto algunos madrugadores entraban a desayunar; la portera de la casa de enfrente barría una y otra vez la acera, tenazmente, como si su única misión en la vida fuera mantener esas cuantas baldosas libres de polvo y residuos. Se veía a niños de la mano de sus padres con la mochila colgada a la espalda dirigiéndose al colegio, y a otros mayores y solos, también con mochilas, quizá de camino al instituto o la Universidad. La tienda de juguetes aún no había abierto, y a esa hora temprana no había tráfico, ni ruido apenas; sólo el de las personas que se apresuraban a sus trabajos seguramente lejos de allí. Al fondo, calle abajo, se vislumbraba en una gran avenida el tráfago denso del latido de la ciudad.
En este breve espacio de calle que nos pertenecía por un tiempo limitado a los huéspedes de la habitación de Hospital había muchas cosas, como ya he enumerado; pero había algo más, algo inusual por lo escaso en estos tiempos: un campanario que a cada rato nos avisaba de la hora. Hay personas a las que les incomoda y pone nerviosas el oir los compases de un reloj. Pues aquí se habrían descompuesto, porque este campanario, que pertenece a una iglesia que forma parte del propio complejo hospitalario, da los cuartos, la media, los tres cuartos y la hora, y luego una por una las campanadas que correspondan. Pero además, al mediodía, celebra el ángelus con un repique jubiloso y lleno de orgullo. Para alguien podría haber sido molesto tanto tintineo; para mí era una delicia el alegre sonido de las horas transcurridas.
Afortunadamente no he podido disfrutar de la cotidianeidad de esa calle durante mucho tiempo; nos íbamos turnando para descansar (qué dulce es la rutina que de costumbre tanto nos pesa cuando podemos volver a ella haciendo un paréntesis dentro de la subversión que supone en nuestra vida un acontecimiento repentino y amargo como es la enfermedad), y además pronto volvimos a casa. Pero me llevo en el recuerdo algo hermoso, y quiero verlo así: hasta en las situaciones más tristes hay siempre algún detalle que nos toca el alma, que nos consuela el espíritu, como esos cristales relucientes bajo los recién nacidos rayos del sol.
Comentarios
Publicar un comentario