Recogiendo los bártulos

Se acabó la Navidad. Estoy saturada de roscón con nata y con cierto cargo de conciencia y bastante fastidio por haber recuperado casi todos los kilos que milagrosamente había ido perdiendo durante el otoño. Pero también contenta, pues las fiestas han sido tranquilas y familiares y los Reyes como siempre han acertado.
Y llega el día ocho, y hay que volver al trabajo. (El siete ha sido fiesta para todos, no solo para los niños; pero no he ido de rebajas como acostumbro...¿cuándo sacaré un rato para ir de compras, este año que no tenemos apenas días libres para emplear en nosotros mismos?) Parece que con los tiempos que corren fuera un delito o un agravio hacia aquellos que tienen la desgracia de estar en su casa a la fuerza; pero qué caramba, da una pereza tremenda volver a madrugar, llegar a la mesa y pensar "tengo que estar aquí sentada hasta las tres y media, organizando la documentación que entra, la que sale, revisando papeles e informes, colocando expedientes, pensando en cómo compaginar el trabajo que hay pendiente con el nuevo y si podrá estar todo a su tiempo según el calendario previsto". ¡Uf! Con lo agusto que he estado yo en mi casa, sin hacer nada especial, pero con el pequeño regocijo de estar a mi aire, entrando y saliendo cuando quiero, disfrutando de mi gente, viendo pelis, leyendo, escribiendo... y sin que suene la odiosa alarma del móvil a las seis y media de la mañana. Vagueando un poco después de comer o a primera hora, acostándome tarde, y también disfrutando de la ciudad como si fuera una turista más, mientras otros están atareados en sus quehaceres cotidianos, y las calles y los edificios aparecen a la vista como si fueran nuevos, recién descubiertos, fijándonos en los detalles que normalmente pasan desapercibidos por la prisa: una placa conmemorativa, un letrero con información interesante, o una tienda antigua de libros, o un bar con buena pinta...caminar mirando al cielo radiante o a la noche iluminada por las luces navideñas, mirar con susto la  multitud que nos aguarda cuesta abajo y perderse luego en ella y dejarse llevar por ella hacia donde todos vamos.
Pero pasa la primera mañana, y ya es la hora de irse; y así una y otra hasta que de repente ya es viernes, y al final no ha sido tan tremendo, tan gris y tan triste como parecía el primer día: esta rutina forma parte de mi vida, de la normalidad cotidiana.
Y así empieza también la temporada en la que el fin de semana se convierte en un auténtico acontecimiento, los únicos días de asueto en los largos meses del invierno sin ninguna fiesta que haga más llevaderas las jornadas de trabajo.
Cuando llego a casa el viernes, ¡no quiero ni pienso hacer nada! Qué maravillosa sensación la de poder sentarse en un sillón a leer, a dejar que la tarde transcurra lentamente mientras se va haciendo de noche (cada vez más tarde a partir de ahora) con una taza de café al lado, contemplando las idas y venidas de los chicos que andan atareados o distraídos con sus cosas, hasta que llega la hora de la cena y de reunirse todos para charlar, para contarnos nuestras anécdotas o los pésimos chistes de mi hijo, que de tan malos hay que reírse. Estrenamos la noche como si fuera la primera o la única, y miramos el despertador con una pícara sonrisa de venganza: ah, mañana tú no sonarás!
Y resulta que al día siguiente el cielo es azul, y la ciudad está limpia, y cuando sales a la calle para dar un paseo el aire te acaricia la cara y aunque hace frío es como si una gasa limpia y fresca borrara de nuestra mente los problemas y la pereza.
Y parece que un simple sábado es un día especial, un día como los primeros días en que no trabajaste cuado empezaste a trabajar, un día que duraba como tres y que sabía como cien.
No obstante, hay que ocuparse también de una tarea pendiente, que nunca debe retrasarse mucho tiempo o cada día que pase dará más pereza: guardar los trastos de Navidad. Desmontar el Belén envolviendo cada figurita de barro en el papel de periódico  que después de tantos años ya está suave y maleable, y en el que se leen noticias ya olvidadas como un libro de Historia; desprender las bolas doradas del árbol que al final va a acabar en la basura, pues cada temporada se desprende una de las ramas y ya no tiene remedio (habrá que acordarse el año que viene de comprar uno nuevo); descolgar el calcetín de Papá Noel y guardar las velas especiales rodeadas de adornos brillantes.
Y mientras envuelvo una de las figuras cuidadosamente, de pronto me asalta un pensamiento que me ronda ya todas las Navidades: cuando el diciembre próximo volvamos a sacar estos bártulos de sus cajas, ¿qué habrá sido de nosotros? ¿faltará alguien? ¿qué nos depara el destino en estos doce larguísimos meses? Los adornos siempre nos reciben igual, no han cambiado de un año a otro, permanecen intactos e imperturbables. Pero nosotros somos mudables, nos salen arrugas, engordamos, adelgazamos, cambiamos de peinado y de gafas, enfermamos, nos deslizamos por las pendientes del desastre o recibimos novedades sorprendentes y gratas que dan un giro a nuestra vida.
Pero no quiero saberlo, no quiero adelantarme a lo que tenga que vivir. Las próximas Navidades llegarán pase lo que pase, y nosotros las recibiremos tal como nos encontremos entonces.
Después de este pequeño ataque de melancolía, me atrapa un furor de renovación. Recoloco los adornos habituales del salón para darle otro aire, y encuentro que tengo más sitio del que pensaba; me meto a saco en el cuarto de mi hijo y entre los dos hacemos una tremenda batida ayudados por una enorme bolsa de basura y un clásico trapo del polvo: los libros que parecían no tener acomodo en la estantería han quedado perfectos, y la habitación está preciosa, acogedora, risueña, lista para que su dueño viva en ella y la disfrute.
Entonces miro mi casa de arriba abajo y me parece también que la estreno: aunque es la misma, aunque los objetos no han cambiado, es nueva, como el fín de semana; y me parece adecuada, suficiente, agradable; me reconcilio con sus paredes de goma que se adaptan a múltiples usos (escritorio, comedor, sala para recibir visitas, salón para recibir múltiples celebraciones familiares) sólo con mover un sillón y un par de trastos; y me dispongo así a comenzar un nuevo año, con la esperanza de que sea propicio, y en la alegría de disfrutar de lo cotidiano.

Comentarios

  1. Me sumo a tus deseos con los mismos sentimientos. Parece que fuera yo la que escribe, conecto con todo... en todo...

    Mi parte preferida: el papel de periódico blandito, las noticias olvidadas y esa permanencia de las figuras frente al cambio imparable que sufrimos nosotros... Pero tiene una ventaja que cambiemos: que evolucionamos (en el sentido más humano y humanista de la palabra, no en el darwiniano); o sea, que aprendemos.

    Qué mejor que seguir aprendiendo junto con mi querida mamá... cómo me gusta leerte. ¡Sigue contándome pronto!

    Paula

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Los Pasos de la Primavera

¿Tristeza del bien ajeno o pudor del propio?

Alimentarse, comer y "la tontería"