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martes, 16 de diciembre de 2014

Leer

Hace unos días escuché en la radio que iban a celebrarse en Madrid unos conciertos en los que se mezclarían lecturas de varias obras de Thomas Mann con música que a él le gustaba especialmente, ya que por lo visto era un gran melómano. Como llevo desde el verano leyendo La Montaña Mágica, me interesó la noticia y presté atención. El primero de ellos consistía en una lectura dramatizada (la iba a interpretar José Luis Gómez, que me encanta) de la declaración de amor que hace Hans Castorp a Madame Chauchat, justamente en esta novela. Precisamente acababa de terminar ese pasaje, que en mi edición afortunadamente viene tal cual en el original, o sea en francés, por lo que tuve que leerlo varias veces: la primera, entendiendo el sentido y la intención del texto; las siguientes, arrebatada por su hermosura y su poética pasión, ayudada por el diccionario. Hubiera dado cualquier cosa por poder acudir y escucharlo en boca de uno de mis actores preferidos. Pero cuando estaba imaginando lo maravilloso que resultaría ese concierto, de repente el locutor del programa siguió hablando de la novela en cuestión y comentó que alguna de las músicas que se incluirían sería la canción que el protagonista va cantando camino del frente, ¡de la batalla en la que morirá! Ya me ha destrozado el final, pensé.
Pero inmediatamente, me di cuenta de que no. Precisamente por mi forma de leer.  
 
Me encanta leer desde que era muy pequeña. Recuerdo perfectamente el primer texto que fui capaz de leer yo sola: un comic de 101 Dálmatas de Disney, en esos libros gruesos de "Películas" que algunos recordarán. Cuando me di cuenta de que encontraba sentido en esas letras organizadas en grupos, salí corriendo tan contenta para contárselo a mi hermana. Después seguí con los siguientes tomos (aún los conservo), y con mi querido libro de párvulos, "Piñón", que años después leí yo a mis hijos. A partir de ahí siguió una carrera imparable con los clásicos de la época y con lo que me iban regalando o yo iba eligiendo entre los libros de mis hermanos. Era auténticamente voraz; caían uno tras otro a una velocidad de vértigo, siempre ansiosa por comenzar el siguiente.
Este modo de leer me ha durado muchos años, y he disfrutado enormemente de todas mis lecturas durante este tiempo. Generalmente leía durante la siesta, una costumbre que arrastro desde que tenía que sustituir el obligatorio sueño que me horrorizaba por algo igual de tranquilo pero más gratificante. En vacaciones, también durante la mañana, horas y horas, hasta que sentía que el dolor de cabeza estaba al acecho. Y en ese momento en que ya no podía más, pero me picaba enormemente la curiosidad por saber cómo seguía la historia, solía mirar páginas adelante, e incluso a veces el final. Todo el mundo me criticaba esta costumbre. Pero yo seguía haciéndolo. Y después de muchos años he comprendido por qué.
Para disfrutar de verdad de un buen libro es necesario invertir un tiempo, y saborearlo con tranquilidad. Si se navega a su través con la ansiedad de conocer el final, se pierde la magia, el sentido y el ritmo de la literatura, todas las horas de lucha que su autor ha invertido en ponerlo de pié. Nos quedaremos con una idea general, con el "retrogusto", pero no saborearemos cada línea como se merece. Muchas veces yo he sido una "alcohólica" de la lectura, tragando hojas y hojas como Gargantúa para avanzar más rápido. Ahora he aprendido a ser una gourmet y detenerme en cada detalle como en las notas de un buen vino.
Y en realidad, todo esto se debe a que los años...no perdonan! Cuando uno se hace mayor, el momento de la siesta es terrible, y muy probablemente la cabeza se caerá sobre las páginas si tratamos de leer a esa hora. Por la noche, más de lo mismo. Estamos tan cansados que la tranquilidad que aporta un buen libro hace que caigamos en el letargo...Así que yo leo una y otra vez, una y otra vez, cada capítulo, hasta extraer el último filón de magia, de poesía, de emoción...Por supuesto, ahora tardo mucho más que cuando era adolescente. Disfruto el doble, pero para eso necesito tener la "tranquilidad" que me aporta saber hacia dónde voy!
De todos modos, quien tuvo retuvo, y si se presenta uno de esos novelones llenos de interés y con una trama absorbente, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para ir despacio...y a veces no lo consigo...¡y corro hacia el final! Pero luego vuelvo sobre mis pasos, a las páginas que me han parecido más llenas de carácter, y las releo para apreciar lo que de verdad ha querido regalarme el autor.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Quedarse o partir

Nunca he sido ecologista, o por lo menos no lo que se entiende por un ecologista al uso. Me encanta disfrutar de la Naturaleza, por supuesto sin dañarla; no me gusta ver los animales encerrados en zoológicos fuera de su hábitat por mucho que lo vistan de conservacionismo; no soporto encontrarme basura tirada en la montaña o en la playa y me entristecen los accidentes que ensucian nuestras costas y envenenan a los habitantes marinos. Pero no soy, ni he sido nunca ecologista.
Hace muchos años, mucho antes de que se viniera hablando del cambio climático que es hoy una realidad quieran o no verlo los científicos y los políticos, en los albores del movimiento ecologista, yo, con mi eterno espíritu crítico, hice mi propio análisis de la cuestión y llegué a una conclusión que he mantenido siempre ante quien quisiera escucharme. Desde que comencé a escribir este blog venía pensando exponer mis ideas sobre este tema, pero no encontraba el momento de abordarlo. Ahora tengo una razón que me impele a ello. He visto la película Interstellar. Pero no adelantemos acontecimientos.
 
Cuando comencé a escuchar a los que hablaban de conservar la Tierra tal como está ahora e impedir que la mano humana infligiera cambios irreparables a nuestro planeta me parecieron de una ingenuidad y a la vez una prepotencia infantiles. Me explico:
 
La Tierra es muy vieja, mucho más que la raza humana. A lo largo de millones de años se ha ido transformando, de modo que ha tenido muchos aspectos distintos: congelada o erupcionando fuego y lava desde sus entrañas conmovidas; con una única balsa de roca flotando sobre los océanos o quebrándose y produciendo magníficos choques entre placas que se elevaban formando cordilleras. Y todo lo hizo ella solita. Nosotros no estábamos allí. Es más, no hubiéramos podido vivir en esas condiciones inhóspitas. Sin embargo, seguía siendo el mismo planeta: nuestro planeta Tierra.
Cuando su furor uterino se calmó por fin surgió la vida. Pero no la nuestra, aún. Se sucedieron especies que habitaron como huéspedes más o menos fijos, más o menos fugaces este lugar en transformación. Todas ellas contribuyeron, dejando algo de sí, a los cambios futuros. Algunas, como los dinosaurios, fueron unos inquilinos muy estables: se quedaron aquí cientos de millones de años. Ellos vivían en un medio muy distinto al que nosotros ahora conocemos. Hasta que desaparecieron, no se sabe a ciencia cierta por qué.
Y de un modo u otro, por casualidades y evoluciones genéticas, en un momento no muy lejano llegamos nosotros. Que somos, querámoslo o no, un producto más de la constante transformación planetaria. Que somos, querámoslo llamar así o no, un producto de la Naturaleza (por cierto, nunca he entendido la diferencia que en el cole hacen de lo "natural" y lo "artificial". ¿es que un nuevo material creado por una reacción química provocada en un laboratorio construido por la mano del hombre -un ser natural, o sea, creado por la misma Naturaleza- es algo ajeno a los elementos de la tabla periódica, sustancias puras que forman parte de todo lo que nos rodea? En fin...). Y comenzamos a vivir aquí, adaptándonos al medio, pero también transformándolo para hacerlo más cómodo, más dócil. Intentamos domesticar las fuerzas telúricas: el fuego, el viento, el poder de las mareas, la fuerza de las corrientes, el temblor de las entrañas terrestres. Y en cierto modo lo conseguimos, al menos en parte. Pero esta adaptación conlleva una transformación. Desde el minuto uno. Nuestras acciones, nuestra cultura, abren surcos, erizan la superficie con construcciones, graban piedras, modifican la vegetación. La Tierra ha ido cambiando con nosotros pero incluso a pesar de nosotros: a épocas de grandes fríos se han sucedido otras de grandes lluvias (como la del Diluvio Universal, narrado por todas las culturas y religiones); ella también sigue su propia inercia evolutiva.
De ahí que tilde al ecologismo de ingenuo y de prepotente: porque olvida e ignora que el planeta ha cambiado y cambiará pese a nosotros o a quien sea que lo habite en cada momento.  
No es ahora, en los últimos siglos, cuando se ha producido la transformación que los ecologistas denuncian. Lo que ha ocurrido ahora, (y por eso no soy ecologista, porque me parece que esta palabra que alude a la generosidad lo que está es imbuída de un tremendo -y humano- egoísmo), es que empezamos a comprender que las mudanzas producidas para nuestra adaptación se nos han escapado de las manos, y que este lugar, este planeta, pronto va a dejar de ser habitable para nosotros. "Para nosotros". Lo cual no significa que la Tierra vaya a desaparecer, a dejar de existir, y que no surjan otras especies, otros inquilinos nuevos que la encuentren perfecta para desarrollarse. Ah, pero eso a nosotros nos da igual. Queremos conservar el planeta tal como está, pero no por amor a la Tierra, gran roca navegando el espacio infinito, sino a nuestra propia raza humana, que necesita que permanezca igual a los últimos cientos o miles de años (una anécdota en su larga vida) para poder sobrevivir.
 
Sobrevivir. Esa es la idea. La necesidad. La urgencia. Pero ¿aquí o en otro lugar? ¿Quedarse o partir? He ahí el gran dilema, la gran responsabilidad.
 
En Interstellar, película que recomiendo fervientemente, los humanos prácticamente hemos agostado el planeta. (Algo parecido a lo que ocurría en Wallee). Nos hemos convertido en granjeros. No interesa la inteligencia, la intuición, la chispa del cerebro humano. Se promocionan las personas adaptables que proporcionen alimento al resto. Pero unos pocos saben que no se puede continuar así por mucho tiempo. Hay que buscar una solución, fuera, en otra galaxia. Buscar un nuevo hogar.
No voy a hacer spoiler de la peli. Sólo quiero decir que ante nosotros se abre ahora, ya, una disyuntiva definitiva: cuidar lo que tenemos, es decir, ser ecologistas, ser egoístas, para quedarnos aquí durante algún tiempo más; o seguir expoliando lo que nos alimenta, y una vez que ya no quede nada, partir, huír. ¿A dónde? Esa es la más tremenda incógnita. La "X" definitiva de la ecuación. Y no sé si seremos capaces de hallarla. Probablemente sí, no sé cuándo ni con qué consecuencias.
 
Pero sinceramente, aunque confío ciegamente en la inteligencia humana y creo en los viajes en el tiempo y en la física cuántica, no tengo ningunas ganas de meterme en una nave espacial. Estoy muy agusto aquí, bajo el maravilloso cielo azul que nos cubre y tras el cual se adivinan estrellas demasiado lejanas. Así que, siendo doblemente egoísta, procuraré por mi parte hacer todo lo posible para que mi hogar planetario siga siendo confortable y placentero. Prefiero quedarme a partir.

jueves, 30 de octubre de 2014

Invasión Zombi

Llega el puente del 1 de noviembre. Todos los Santos, Difuntos, ¿Halloween? La polémica está servida. Para todos, menos para los padres que disfrazan entusiasmados a sus hijos y que enseñan sus fotos tan contentos de ver lo bien que se lo están pasando en el cole: para ellos es un día de fiesta.
 
Hace muchos años, en España, estas fechas eran tristísimas. Y sobrecogedoras. Pero con miedo de verdad, no con este de pacotilla que se esconde en los disfraces. Los niños pequeños (a poco que fuéramos un poco miedosos) nos asustábamos con pensar en algo tan lúgubre: la muerte, pero además concretada en nuestros antepasados, a los que se iba a visitar al cementerio, previa compra de flores, siempre las mismas (no sé si es que son propias de esta época o simplemente que por tradición se han utilizado para este fín): crisantemos, pálidos como sus destinatarios; y crestas de gallo, de un intenso rojo sangre y un tacto aterciopelado y mórbido. Y por si fuera poco, la víspera nos ponían en la única cadena de televisión el Tenorio de Zorrilla, auténtica obra maestra en la que los elementos teatrales van incrementando la tensión y el escalofrío hasta llegar al final y que a mi juicio deja a Psicosis en pañales. Vamos, que te acostabas encogido con los fantasmas dando vueltas en la cabeza.
Así que la "fiesta" no tenía nada de tal. La única cosa buena para los golosos era comer buñuelos y huesos de santo, tan dulces y tentadores. Por lo demás, cuanto antes se pasaran estos días, mejor.
 
La primera vez que mi hija se tuvo que disfrazar en el cole para celebrar Halloween se me ocurrió buscar el origen de esa fiesta extranjera que aún no era muy común en nuestro país y que la mayoría de la gente veía con escepticismo y bastante rechazo. Y encontré que proviene de Europa, de los celtas que también poblaron nuestra tierra, y que se celebraba mucho antes de que existiera la Iglesia Católica, como una transición del verano al invierno, en la que los espíritus, las hadas y las brujas pueden ir y venir de su mundo al nuestro y en que se festeja el final de una cosecha y el principio de otra: la de manzanas y castañas, muy presentes también en estas fechas (el magosto que se celebra en el Norte de España) junto con el resto de dulces. (Aún recuerdo las castañas cocidas en anís que hacía por los Santos mi tía Isabel).
Con toda esta información, (hay que ver lo útil que es la Wikipedia), decidí disfrutar de los nuevos tiempos, y ya que esta celebración "importada" procura tanta alegría y diversión entre los críos, (hoy en día también entre los mayores), la acepté de buenísima gana, porque para mi suponía cambiar los malos ratos que pasé en mi infancia por un auténtico festival de color y de risas que vivirían mis hijos.
Si pensamos que casi todas nuestras fiestas, alrededor del mundo y de la Historia, marcan el paso de las estaciones o las labores agrícolas, y que cada civilización ha querido solemnizar estos momentos de una manera distinta pero siempre con una connotación parecida, según lo que viniera fuera la luz o las tinieblas, la cosecha o el barbecho, ¿por qué aborrecer esta nueva forma de dar la bienvenida al invierno, tan pícaramente alegre? Sí, seguimos viviendo unas fechas fantasmagóricas, pero con un tinte made in USA que las dulcifica y las convierte en un juego de niños.
Bendito juego de niños que nos tiene  a los padres tan contentos de verlos felices entre calabazas y colmillos de vampiro.
Eso sí; no renuncio a los buñuelos, a los huesos de santo, ni siquiera a estas alturas al gran Tenorio, que con el paso del tiempo he aprendido a apreciar.
¿por qué no quedarnos con lo mejor de cada cultura? Vivamos lo mejor de cada tradición, y hagámosla nuestra adaptándola a nuestra forma de ser.

domingo, 26 de octubre de 2014

El álbum de cromos

Cuando era pequeña, entre mi madre y mi abuela me enseñaron a hacer calceta, punto de media. Primero una estrecha y larga tira de lana roja, que se combaba por los bordes, toda del derecho. Luego la cosa se fue complicando: derecho y revés. Y menguando, aumentando, punto de arroz, ochos, y otras filigranas que venían explicadas en unos esquemas que traían las revistas de labores de la época y que yo seguía fielmente para "sacar" el punto de los jerseys más modernos. Hice montones: aún recuerdo uno en tonos teja, sin manga, de verano, con escote de pico por delante  y detrás que estrené en Cuenca; otro azul y blanco de cintas muy cortito...otro rosado que le tejí a mi cuñada, entonces una niña, y hasta un jersey de bebé que hice para una de mis sobrinas y no sé si se llegó a poner, porque salió enorme...pero el punto estaba perfecto, eh?
Bueno; el caso es que me encantaba ponerme a hacer punto por la tarde, después de comer, mientras escuchaba la radio. La radio, siempre conmigo. En aquella época ya no existía el consultorio de Elena Francis, ni los cuentos para niños, pero tampoco era como ahora un continuo runrún de tertulias políticas y noticias repetidas. La verdad es que era la auténtica radio de entretenimiento. A mí me encantaba escucharla porque era variada y siempre se aprendían cosas curiosas. Sobre todo, en los programas de la SER con Carmen Pérez de Lama. Traía cantidad de colaboradores, entre ellos la inefable Simone Ortega con la que aprendí a cocinar, -aquí iría la broma familiar de la siempre presente galleta María; cosas nuestras-; estaba también Aileen Serrano, con sus trucos para cualquier cosa que se necesitara en el hogar (limpieza, bricolaje, de todo); y una psicóloga que no recuerdo como se llamaba: Maribel, Isabel...algo así. Yo escuchaba embobada todo lo que decían. Y una tarde que recuerdo como si fuera ahora mismo, sentada en el sofá del cuarto de estar, esta persona cuyo nombre se me ha borrado me dio una idea maravillosa que siempre he tenido en cuenta: hacer un bonito álbum de cromos para poder ir mirándolo a través del tiempo cuando me hiciera falta.
¿Cromos de qué? ¿Pegados en qué álbum? Cromos de recuerdos, de cosas bellas que hayan ido sucediendo en mi vida, y que pueda rememorar cuando me haga falta. El álbum es mi cabeza, o mi alma o mi corazón, como se quiera. Y cuantos más cromos tenga, mucho mejor. Estos no se cambian en el rastro por otros "repes", ni se compran en la pipera ni vienen con el Bony, el Bucanero, el Tigretón o el "Chicle Niña". Se consiguen viviendo. Y todos los tenemos, cada uno los nuestros. A poco que lo intentemos, enseguida surgirán de nuestra mente numerosas imágenes que podamos ir recopilando en esta colección de lo sublime: olores, sabores, el roce de una piel, una imagen como una foto instantánea, sentimientos, emociones, placeres, palabras. Hay que ir guardándolos bien uno a uno para que no se pierdan, y sacarlos de vez en cuando para que no se enmohezcan y se estropeen, o se nos olviden.
Afortunadamente mi álbum es muy gordo. Pero hacía tiempo que no me acordaba de él. (Para mi perjuicio, porque en las horas negras es muy útil volver sus páginas, aunque a veces provoquen lágrimas de melancolía, pero esas lágrimas son un bálsamo reparador y reconfortante). Hasta esta tarde.
Hoy he vivido una experiencia maravillosa, sublime, nueva, de las que sabes que no se van a repetir en mucho tiempo. Y sin darme cuenta le he pedido a mi marido que me recordara este día cuando me vea triste o mal. Entonces he pensado, no es él quien tiene que recordármelo; soy yo la que debo guardarlo en el álbum y tenerlo siempre presente, junto con otro montón de cosas que lo rellenan desde hace muchísimos años: la toquilla de mi abuela, su sonrisa y sus manos sarmentosas; el brazo tierno y mullido de mi madre sobre el que dormía en los viajes en coche; el olor de la hortelana del Espinar; la colonia Maderas de Oriente que mi madre se ponía con su abrigo negro de piel y que me hacía marear; el perfume Patrichs de mi novio en su jersey verde de pico; los piropos de mi padre; la felicidad inmensa tras el parto de mi hija; los paseos a la orilla del mar; el cielo restallando de azul cualquier domingo por la mañana...y momentos de felicidad como el que he vivido hoy y que hacen que la vida merezca la pena.

 

domingo, 5 de octubre de 2014

Madres nuestras que os mereceis los cielos

Afortunadamente para los que la rodean, mi madre todavía vive. Una mujer fantástica, como tantas otras de generaciones pasadas pero que han dejado su sello en todas nosotras.
 
Este verano he tenido ocasión de reflexionar mucho sobre la manera en que estas mujeres manejan sus propias vidas y ayudan a los demás a vivir mejor. He podido ver cómo organizan sus casas, solucionan los problemas que surgen de improviso y atienden a toda su familia. Y siempre, con sus intereses personales en un segundo plano.

Hace ya bastantes años, en la posguerra y hasta casi los años 60, las mujeres en nuestro país tenían como meta casarse. Eran muy pocas, y de unos ambientes minoritarios tanto económica como culturalmente, las que podían estudiar y labrarse una carrera dedicándose a una profesión liberal. El resto estudiaba lo básico, y cuando tenía edad suficiente trabajaba en lo que más a mano le venía para ayudar a la familia y para ir ahorrando algún dinerillo que le permitiera salir del pueblo y de casa de los padres y emigrar quizá a la gran ciudad, donde sin duda encontrarían más oportunidades. Trabajaban en lo que sabían hacer, lo que les habían enseñado sus madres: cuidando niños o como doncellas en casas de dinero, cosiendo para tiendas, tejiendo en máquinas domésticas... labores propias de mujeres, de esas mujeres y de esa época. 
Pero antes o después (más bien antes) encontrarían al hombre de sus sueños. O quizá no exactamente al de sus sueños, pero sí a un buen hombre, honrado, más o menos cariñoso, más o menos situado, que les proporcionaría la oportunidad de llevar a cabo su misión fundamental: crear un hogar, tener hijos y dedicarse a ellos y a sus maridos.
 
Desde la perspectiva de los años que han pasado todo esto puede parecer leyenda o el argumento de alguna película antigua, puede dar pena o rabia. Pero es absolutamente real. Y como he dicho, aún están entre nosotros las protagonistas de estas historias, de estas vidas.
Estas mujeres valientes formaron hogares y familias basados en su sacrificio y en su esfuerzo, porque eso era lo que se esperaba de ellas. Durante toda su niñez y adolescencia fueron haciéndose a la idea de que les esperaba un futuro en el que su papel sería el de cuidadoras: de sus hijos, de sus padres, de sus maridos. Y asumieron ese papel totalmente, con la alegría y la satisfacción de tener una razón de ser en este mundo, algo propio, algo suyo, que les permitiera ser libres (o por lo menos creer que lo eran, porque podían decidir sobre asuntos trascendentales: la economía doméstica, la educación de sus hijos, el modo en el que debía ordenarse el hogar). Se volcaron en la tarea y fueron felices realizándola, porque  veían cumplido su sueño. Aunque de vez en cuando echaran de menos otras cosas: otras formas de vivir, otros destinos, otros quehaceres, otros ambientes. Pero esta nostalgia duraba poco, porque a su alrededor tenían el fruto de sus desvelos: sus hijos, que las llenaban de orgullo porque pertenecían ya a otro mundo más moderno, más confortable, más rico. Y llegó también el IMSERSO y sus viajes, que les dio la oportunidad de ir a lugares exóticos, (a algunas más desfavorecidas incluso les permitió  conocer el mar), y de sentirse por unos días como auténticas reinas, liberadas del delantal y las cacerolas. Qué gran invento este: ofreció a las mujeres la ocasión de vivir la alegría, la chispa de la vida junto a sus parejas, mucho más relajadas en este ambiente de ocio y de disfrute.
Pero los años van pasando, y llega un día en que ese hombre que se sienta a su lado y comparte su cama se ha convertido en un anciano. El drama es que ellas aún no lo son. No sé porqué misterioso orden natural, las parejas que se formaron en los años 40, 50 e incluso los 60, estaban descompensadas en edad: el hombre siempre debía ser bastante mayor que la mujer. Se decía que la mujer envejece antes, que siendo más joven seguiría atractiva para su marido aun cuando éste envejeciera. El caso es que al marido ya no le apetece bailar, ni viajar al extranjero. De repente el calendario se llena de anotaciones con citas para el médico. Y la cocina se llena de recetas y apuntes sobre cómo administrar las medicinas. Y esos hombres que hace años eran cabezotas, egoístas y mandones y a los que había que regañar a menudo, ahora tienen el miedo al final agarrado a su corazón, lo que les hace más cabezotas, más egoístas y más mandones, pero ellas los ven frágiles y ya no les regañan tanto, sino que los miran con preocupación y tristeza.
¿Y qué es de sus vidas, de sus esperanzas, de sus ilusiones? Se han quedado enterradas en la casa, bajo ese montón de medicinas que ocupa el centro de la mesa. Ellas, que aún tienen ganas de salir, de disfrutar, de sentir la alegría de una vida cumplida; que han conseguido al final una estabilidad y una posición que les permite regalarse algunos lujos, ahora no pueden hacerlo. ¿No pueden hacerlo?
Esto es lo más triste de todo. Sí pueden, pero no se lo permiten ellas mismas. Están tan acostumbradas, su educación ha sido tan insistente, que son incapaces de vivir al margen de su deber de cuidadoras. Y se vuelcan en este trabajo penoso y casi siempre fuera del alcance de sus fuerzas (porque tampoco ellas son ya jóvenes, sino que se acercan también a la vejez), y se sienten culpables si por un momento salen solas, o con sus hijos, dejando a sus maridos sentados en un sillón. Como cuando tenían a sus bebés y eran incapaces de dejarlos al cuidado de otros.
Pobres, pobres y adoradas madres, que toda su vida han estado dedicadas a los demás, y a las que nadie ha enseñado a cuidarse a ellas mismas. Viven la tristeza del paso de los años, la amenaza de la enfermedad y la muerte, y no pueden escapar de su destino porque tienen los pies pegados al suelo de sus casas. Quisieran volar, disfrutar de los últimos coletazos de sus energías, pero los sacrifican cuidando de aquellos que compartieron con ellas toda una vida de esfuerzo, un largo viaje que les ha llevado hasta aquí.
Por mucho que nos empeñemos no podemos convencerlas. No van a dejar a un lado su misión, su deber. Sólo nos queda acompañarlas, escucharlas, darles de vuelta todo el amor y el sacrificio que han puesto en nosotros. Todo el amor para esas madres que se merecen el cielo.
 
(Yo me creo muy lejos de ese modelo. Todas las mujeres de mi generación creemos que ya hemos superado esa forma de vivir, que somos dueñas de nosotras mismas y que tenemos suficiente independencia para que cuando llegue el momento podamos vivir nuestra vida además de ayudar al otro a vivir la suya. Pero a veces me pregunto qué pasará entonces. ¿Realmente somos tan libres, tan independientes, tan autosuficientes? ¿O habrá calado en nuestra conciencia el modelo de nuestras madres, y acabaremos por repetirlo? ¿Seremos capaces de borrar el cargo de nuestra conciencia si apuramos nuestra vida disfrutándola en la medida de nuestras posibilidades? No lo sé. Seguramente tendré que esperar a que llegue esa circunstancia, y no hablar con seguridad antes de tiempo; últimamente me estoy dando cuenta de que se habla muy fácilmente desde la lejanía de cosas que uno aún no ha vivido. Y cuando llegan, a menudo la opinión cambia radicalmente...)

domingo, 27 de julio de 2014

Dolce far niente.

"Mamá, me aburro..."
 
Fatídica frase, que todas las madres hemos escuchado con horror un montón de veces en boca de nuestros hijos. Y enseguida nuestra cabeza se ha puesto a echar humo pensando qué podríamos sugerir a los retoños para que se entretuvieran un ratito más...porque no les valen normalmente recursos fáciles como "ponte a leer", "ponte la tele a ver si echan algo que esté bien", "ponte a dibujar algo bonito", o lo que de verdad querríamos decirles y sería mucho peor, "ponte a ordenar tus papeles y selecciona los mejores para tirar el resto".
 Normalmente los críos, a no ser los muy bebés, enseguida encuentran algo que les vuelva a enganchar a la actividad. Pero ellos, y los adultos mucho más, deberíamos no huir de esa sensación de "¿Qué hago ahora que no encuentro nada que hacer?", sino aprovecharla al máximo. O sea, deberíamos aprender a encontrar placer en aburrirnos.
 
Para una persona tan activa como yo esto es realmente muy difícil. Desde pequeña me agobiaba la sensación de que tenía grandes cantidades de tiempo que no sabía cómo iba a llenar. Al principio de las vacaciones me hacía un horario en el que marcaba a qué iba a jugar en cada momento del día y de la semana. Afortunadamente, luego no lo seguía, y los juegos iban surgiendo con naturalidad según me apeteciera más o menos complicarme en sacar múltiples "cacharritos" o en si tenía a mi lado alguien con quien compartirlos. Pero sí recuerdo ratos largos y tediosos en los que el calor de la siesta parecía que no iba a acabar jamás y en los que la pereza paralizaba la escasa imaginación que quedaba a esas horas para encontrar algo con qué entretenerse.
Aún hoy, las raras veces en que me encuentro con un ratito en que no tengo ninguna obligación urgente o programada, me pongo rápidamente a buscar algo que hacer: ordenar un armario, limpiar zapatos, repasar papeles, y en cambio me cuesta dedicarme a mí misma ese momento de ocio inesperado. La falta de costumbre de tantos años...
Solo en la playa soy capaz de tumbarme y no hacer nada. Allí sí me concedo la indulgencia de no tener prisa. De dejar pasar las horas a la orilla del mar sin más ocupación que mirar al horizonte. En esa situación "horizontal" no me apremia buscar una actividad. Simplemente estoy.
 
¡Qué "dulce hacer nada", qué dolce far niente! Cómo me gustaría trasladarlo al cuarto de estar de mi casa. Cómo me gustaría aprender a aburrirme. Eso que tantas veces les he dicho a mis hijos, "es que tenéis que aprender a aburriros, no hacer nada es buenísimo y más en vacaciones, que hay que descansar de todo el curso...", y que al final ellos han asimilado haciendo el vago todo lo que pueden, y yo no llevo a la práctica casi nunca.
 
Deberíamos dejar transcurrir las horas como si fuéramos protagonistas de una novela de Scott Fitzgerald, indolentemente, como arena que se escurriera entre nuestros dedos entreabiertos. Y vivir un verano dorado, tamizado por la galvana y el lujo (que en este caso, es el lujo de saber aburrirse).

domingo, 29 de junio de 2014

Estética playera


Acabo de volver de una pequeña escapada, unos días en la playa con la familia para hacer un paréntesis entre el final del curso escolar y el comienzo  del largo verano, que este año promete venir cargado de cosas buenas: novedades, ilusiones, viajes…

A estas alturas del año y de “mis años” no ando con la autoestima física para tirar cohetes. Nunca es que la tenga por las nubes, pero el momento de ponerse el bañador sobre la piel blanquecina del invierno siempre es demoledor. ¡Madre mía, cómo voy a tapar tanto efecto de la ley de la gravedad…! Por mucho que las anuncien como la panacea, aún no se ha inventado ninguna crema anticelulítica que dé los mismos resultados que una buena liposucción. O sea, que aunque me haya pasado dos meses dándome masajes en la tripa, ella sigue ahí, pertinaz y redonda como al principio. Por no  hablar del diámetro de mis muslos, a los que parece haber ido a parar toda la materia que antes rellenaba, tan mona,  todo lo que debería ser rechoncho y ya no lo es. ¡En fín!...me consuelo mirando los modelitos que acabo de adquirir en las incipientes rebajas y que voy colocando en la maleta con la esperanza de verme fantástica vestida con ellos una vez pasado el trago de salir medio desnuda a la palestra…

Nada; no hay para qué preocuparse. Todos los años sucede lo mismo. Sale una envuelta en una camisa vaporosa y bajo las enormes alas de la glamurosa pamela, con las gafas de sol bien ajustadas y un bolsito playero colgando del hombro, (vamos, monísima), pero aterrada ante la proximidad del momento en el que habrá que desembarazarse de toda esa parafernalia y dejar al descubierto la penosa imagen que acabamos de encontrarnos en el espejo de la habitación. ¡Un momento! ¿Penosa? Debajo de la sombrilla, con los pies hundiéndose en la arena mientras tomamos posesión de nuestro lugar  frente a la orilla, los ojos nos muestran un panorama que hace crecer la fe en los que nos aseguran a diario que estamos estupendas (hijos, amigas y demás personas que nos miran con buenos ojos) a pesar de que les contestamos siempre con una mueca de escepticismo. Es la “estética playera”, el mejor remedio que conozco para sentirse miss mundo (o miss playa familiar) en dos segundos.

Reconozco que este año no había mucha jovencita veinteañera maravillosa, salvo mi hija, por los alrededores. La playa estaba llena de familias compuestas de bebés, niños, padres y abuelos. De los señores no tengo nada que decir; sinceramente, no me he fijado mucho en ellos, salvo para comparar la tripilla de mi marido con los barrigones colgantes que lucían algunos. Pero, ¡ay!, las señoras…

Las de mi edad han decidido todas que hay que enseñar el máximo posible, antes de que sea demasiado tarde. Así que el bañador brilla por su ausencia. Es una prenda fuera de uso (salvo para mí…) Lo que pita es el bikini. De todos los tipos, pero siempre lo bastante pequeños para que por encima de la parte inferior rebose la tripa celulítica, más o menos abultada. Y a esas damas no se las ve preocupadas en modo alguno por ir encogiendo su anatomía para disimular un poco el desastre…¡en absoluto! Van tan campantes, entrando y saliendo del agua con los michelines al viento. Incluso hay alguna a la que se la ve esgrimir con orgullo un buen “par de razones” para pavonearse entre el personal: ¿qué importancia tiene la tripita ante la rotundidad de una buena delantera? Y se luce tan orgullosa como si fuera Venus emergiendo de las olas.

Pero, ¿qué decir de las señoras mayores? Por supuesto siguen el ejemplo de las más jóvenes y muestran sus vientres orondos entre las dos partes de sus trajes de baño. Si están flacas, lo cual sucede también a menudo (pues ya dice el refrán que la que no se ajamona se amojama), lucen un perfecto acordeón repartido por todo su cuerpo. Pero lo que me parece más atrevido es que esas mismas mujeres se expongan en top-less sin ningún sonrojo, cuando lo que tienen que enseñar sinceramente ya no tiene ninguna gracia. Una jovencita en top-less es una alegría para la vista y para el ambiente playero; una anciana en top-less es una imagen ciertamente penosa, aunque muy de agradecer por aquello de salir ganando en la comparación. 

(Ya sé que habrá muchas personas que no estén en absoluto de acuerdo con lo que escribo, y para las que es maravilloso que todos los cuerpos se muestren tal como son en su sincera desnudez, viejos, jóvenes, maduros…pero para eso están las playas nudistas, cuya filosofía yo respeto y alabo, y que es muy distinta de la de una playa familiar en la que quien más quien menos se distrae contemplando a los de la sombrilla de al lado).

Yo me pregunto ante este panorama cómo se hubiera vestido Katherine Hepburn en un momento así, ya mayor, cuando ocultaba su antes maravilloso cuello bajo pañuelos de seda o camisas vaporosas. Esa mujer, sinónimo de elegancia, no consentía  enseñar una parte de su anatomía que en tiempos fue divina y ahora delataba su avanzada edad. Me parece un signo de discreción y de respeto por ella misma y por los demás. Una forma de llevar con grandísima dignidad las señales de la vejez. De seguir siendo un icono de estilo y de clase.

No es que yo esté defendiendo aquí que nos bañemos ahora como en el siglo XIX, con vestido largo de lana y gorros con puntilla. En absoluto. Existen muchos estilos y modelos en ropa de baño. Creo que no estaría de más que cada uno escogiera el que mejor le siente, el que más le favorezca. Realmente sería un recreo para la vista.

Eso sí, ya no me serviría a mí como piedra de toque para sentirme fantásticamente bien conmigo misma, y considerar que he exagerado,  como todos los años,  y que realmente no estoy tan mal con mis trajes de baño que me ajustan como un guante y que no dejan ver más de lo debido. Pero creo sinceramente que todos saldríamos ganando si nos miráramos de forma más objetiva (siempre existe un término medio entre el derrotismo infundado y el entusiasmo excesivo) e intentáramos ser parte de un conjunto armonioso, que no ofendiera la vista de los que nos rodean sino que ofreciera una imagen agradable y adecuada al lugar y el momento en el que nos encontramos.

 
Y es que un poquito de glamour nunca viene mal, ¿a que sí?


 

domingo, 4 de mayo de 2014

Persiguiendo sueños

Ayer vi la última película de Elvira Lindo, "La vida inesperada". Es absolutamente MARAVILLOSA. El guión es fantástico; se mueve entre la ternura, la sonrisa y la melancolía. Está filmada con un inmenso cariño por NYC, se ve en cada fotograma. Pero lo mejor de todo es su mensaje. Personas que viven sus vidas y a veces no eligen la correcta, empeñados en perseguir sueños que al final no coinciden con lo que de verdad va a traerles la felicidad. Pero cómo saber cuál es el camino correcto...
 
Quizá me llegó tanto esta historia, además de porque me encanta Elvira Lindo y Nueva York, porque me estoy planteando en los últimos tiempos esta cuestión de los sueños, los logros y los objetivos vitales. Nos empeñamos muchas veces en conseguir metas que nunca llegan,  y en ese afán gastamos muchas horas de nuestra vida y mucha energía que tal vez enfocada a otro fin diera mejores resultados. Unas veces nos va llevando el destino, o mejor dicho las elecciones que vamos haciendo a lo largo de los años sin que nos demos cuenta. Otras veces somos muy conscientes de lo que queremos, y lo perseguimos sin pensar que quizá estemos equivocados, y por eso nunca llegamos a conseguirlo.
 
¿Cuál es la prueba de que estamos en lo cierto al correr tras de aquello que siempre hemos buscado? Quizá la única sea el que al final lleguemos a obtenerlo: que nuestro sueño se convierta en realidad. Pero ¿cuánto tiempo hay que esperar para saber si debemos perseverar o cambiar de tren?
 
Cuando somos pequeños nos hacemos una idea de lo que va a ser nuestra vida. Sobre todo, como en el caso del protagonista de la película, de lo que no queremos que sea. Pero cuántas veces acaba resultando todo al revés. Yo siempre abominé del trabajo en una oficina, y llevo muchos años atada a una mesa de la que rebosan expedientes. Dejé un camino y tomé otro. ¿Era este el mío, y no el que yo anhelaba en mi adolescencia? No lo sé. Gracias a esa mesa tengo una familia maravillosa que es lo mejor que me ha podido pasar, aunque no fuera lo que yo había soñado. Pero siempre van surgiendo nuevas oportunidades a lo largo de los años, y nos volvemos a ilusionar con ellas, sin saber si estamos eligiendo bien. En ocasiones les damos la espalda, y las oportunidades se muestran ante nosotros perseverantes y tozudas. Es el momento de darse cuenta de que si tantas veces están al alcance de nuestra mano es para que las tomemos a tiempo antes de que no vuelvan. Y nos abren ventanas donde se habían cerrado puertas. Pero hay que saber verlas. A veces estamos ciegos, con los ojos puestos en ese sueño que nunca llega, y no somos capaces de comprender que nuestro camino es otro.
 
En la película se dice una frase que está cargada de sabiduría: "todo lo que tienes de tonto lo tienes de listo". Parece una perogrullada, pero es muy cierta. Muchas veces las personas que nos parecen más simples, más lejos del éxito, de la brillantez, son las que han sabido jugar mejor sus cartas, manejar mejor sus vidas, para conseguir ser felices, que es en el fondo lo que todos buscamos.  Y que a menudo no logramos porque nos empeñamos en un sueño equivocado.
 
Ojalá seamos siempre capaces de elegir el sueño correcto, y de poner todas nuestras fuerzas en juego para hacerlo realidad.

domingo, 6 de abril de 2014

Estar en el mundo.

La otra mañana, una amiga me hizo un comentario que me encantó y le prometí que haría una entrada en mi blog sobre él. Surgió a cuenta de unos preciosos pendientes que llevaba otra amiga, y que no le habíamos visto puestos antes. Una tercera comentó cómo era posible que yo siempre me fijara en las cosas nuevas que llevan cada una de ellas, y Merce dijo: "es que Ana está en el mundo".
No se podía imaginar ella la alegría que me dio al confirmar que los demás me ven así, "en el mundo", precisamente porque para mí es importantísimo estarlo.
Y aunque también le prometí que no hablaría mucho de mí misma en esta entrada, creo que voy a incumplir mi promesa. Al fin y al cabo, aunque este blog está dedicado a mis lectores y procuro dar a quien me escucha ese soplo de aire que ofrezco en su título, es fruto de mis propias vivencias, y hoy me apetece explicar qué supone para mí esta expresión que tan acertadamente profirió mi amiga.
Siempre he sentido una inmensa curiosidad y afán por conocer. (Afortunadamente, creo que es algo que han heredado mis hijos, abiertos como esponjas a la novedad y el aprendizaje). Recuerdo que cuando era pequeña y viajaba con mis padres, no podía dejar de leer un solo cartel de los que en las ciudades o en los monumentos explicaban lo que veíamos, de modo que ellos se ponían muy nerviosos porque me quedaba atrás y tenían que andar esperándome a cada paso. Pero yo no podía dejar de recibir esa información que se me brindaba; era como si de haberla soslayado no fuera a comprender bien lo que estaba a mi alrededor. Incluso recuerdo una vez que entré yo sola a un museo (cuando las entradas eran gratuitas) para ver una muestra de arte sacro, advirtiendo a mis padres "ahora mismo salgo", y de hecho salí pitando, porque lo recorrí en un vuelo, debido al miedo que me producían esas figuras tan tétricas, a solas allí conmigo. Hace mucho menos tiempo, en un recorrido por la sierra con mis hermanos y sobrinos, me hicieron ver que era la única del grupo que se paraba continuamente en los carteles que explicaban cada especie vegetal, cada paisaje, cada hecho cultural relacionado con aquellos lugares. (Bueno, era la única porque mi hija iba entreteniendo a los pequeños; ella es aún más exagerada que yo con estas cosas, y de hecho en los viajes en familia es ella la que actúa ahora del mismo modo que yo lo hacía, así que en lugar de enfadarme porque se retrasa, como hacen su padre y su hermano, procuro recordar que esa situación la viví yo múltiples veces, así que la respeto e intento esperarla, o sigo pero sin perderla de vista, sabiendo que nos alcanzará enseguida).
 
Esta actitud puede parecer engorrosa, poco práctica e incluso estúpida; un obstáculo para vivir de forma natural y disfrutar del discurrir de las cosas. Pero la cuestión es que yo no disfruto si no conozco cada detalle, cada relación que lo que estoy viviendo tiene con todo lo demás que me rodea.
Si estoy en el campo, necesito saber cómo se llama el arbusto que estoy viendo, el pájaro que canta en la rama, dónde están los puntos cardinales y los pueblos del valle. Si viajo a una ciudad, me interesa saber cuáles son los orígenes de sus calles, su trazado urbano, la historia de sus edificios, los personajes que allí vivieron y lucharon, quienes ganaron, quienes perdieron, dónde viven los ricos y los pobres, cómo se ha transformado a lo largo de los años, y por supuesto, cuáles son los sitios de moda, dónde se escucha buena música, se come y se bebe bien, lo de auténtico que pueda tener la ciudad, comprar lo que no podré encontrar en ningún otro sitio en el lugar en que lo compraría un ciudadano de allí. Me fijo en si hay cines, teatros, cómo va vestida la gente, por dónde pasea, dónde compra lo necesario, cómo circulan los coches y si estos son nuevos o más bien anticuados. Qué tipo de gente encuentro en el transporte público: emigrantes, ciudadanos autóctonos,  si hay niños, si las chicas van arregladas a trabajar, si parecen cansados. Cómo hablan: si gritan mucho, si gesticulan, si son amables, si son discretos. Y por supuesto, si se trata de ver un monumento, un edificio, recabo información antes y en el propio lugar, recojo folletos, me paro en los carteles y si hace falta, pregunto a los guías si los hay. Intento encontrar cada detalle, cada anécdota, como si estuviera leyendo un libro en vez de ver una vidriera o un conjunto escultórico.
Puede dar la sensación de que es algo muy cansado, pero es para mí tan gratificante...sí, porque me conecta con lo que tengo alrededor, me hace formar parte de ello, integrarme en el lugar en que estoy, sentirme parte de él.
Y esto no es sólo una diversión turística. En mi vida corriente hago lo mismo. Intento estar informada de lo que ocurre, de la última moda, de lo que se lleva y cómo se llama, de quién está en la cresta de la ola de la cultura: cine, teatro...me encanta escuchar programas en la radio en los que aprendo a distinguir distintos tipos de música y a encontrar sus raíces: folk, pop, indie, rap, incluso música electrónica...o programas en los que se habla de literatura, o de cómic, o de poesía...me encanta aprender cosas nuevas, porque me abre un campo inmenso para elegir; ante mí se despliegan mil opciones distintas  para disfrutar de aquello que más me apetezca en cada momento.  
 
Y sobre todo, me da sensación de control. Porque si estoy al día en las cosas que me rodean, iré por delante, sabiendo a qué me enfrento, qué me puedo encontrar, qué me pueden contar. No me van a pillar desprevenida, sino que podré responder, participar, integrarme. Es mi forma de sentirme viva, activa, dinámica, con todos mis sentidos abiertos a lo que se me ofrece. Al final, todo se reduce a esto;  no es que quiera "estar en el mundo",  es que quiero tener el mundo en mis manos.

domingo, 16 de marzo de 2014

Limpio mi casita....

Después de tres meses de locura en los que mi casa ha sido una nube de polvo y un revoltijo de muebles, cajas y ropa, todo se va colocando en su sitio, pero no gracias a un chasqueo de dedos, sino a un trabajo ímprobo consistente en limpiar todo lo que normalmente no se limpia y a lo que aprovechando la ocasión  le "damos un vuelta": rodapiés, jambas y bisagras de las puertas, espacios ocultos de los radiadores, fondos de las sillas, patas de las mesas; en fin, rincones en los que no nos fijamos normalmente y que en una situación de caos como esta rebuscamos con el afán de que todo quede como recién sacado de la tienda, como recién puesto. Y todo ello, para instalarse por fin la mayoría de los casos en un lugar que antes no era el suyo, y que ahora me parece más adecuado, más vistoso, diferente, como si lo estrenara.
Todas mis cosas, y en esto incluyo muebles, objetos, libros, menaje, han estado durante estos meses guardados en cajas de cartón, embalados con papel burbuja o envueltos en cortinas viejas, vapuleados yendo y viniendo de casa al almacén y viceversa. Entre tanto caos no los había echado de menos, puesto que cuantas menos cosas hubiera en casa, menos cosas se manchaban. (Nos íbamos apañando como podíamos en un espacio cada vez más reducido, cercados por el yeso, el olor de la pintura y el barniz y los cartones que cubrían el suelo y bajo los que se sospechaba una alfombra de ripio. Para ir de las dos habitaciones que compartíamos los cuatro a la cocina cada noche a cenar -a mediodía no había ni que pensar en comer en casa, hasta el tostador tenía restos de la pintura lijada, y cada tarde había que limpiar todo para poder poner los alimentos en los platos con alguna garantía de no estar tragando serrín o yeso- había que cambiarse de zapatillas, o limpiar varias veces la suela de las mismas...)
Pero aunque nos pareciera mentira, como todo en esta vida, la obra ha llegó a su final. Y entonces comienza el trabajo contrario: recibir todo lo que en su día había salido de casa, para como he dicho antes, ser limpiado, arreglado, ordenado, colocado y listo para recibir visitas...y ser disfrutado por los durante un largo tiempo sufridos habitantes de este espacio, ahora mucho más amplio.
De repente el salón se llena de cajas abolladas, reventadas, sucias. Buscamos afanosos en el listado que hicimos al rellenarlas cuál contiene lo que queremos rescatar, e inevitablemente está la última, bajo otras cuantas que pesan un quintal; hay que desriñonarse moviéndolas una y otra vez.
Cada día se abren unas pocas; su contenido se va instalando en su nuevo sitio, y parece que todo cuadra y se asienta como si fuera su lugar original.
El último día me tomo vacaciones para poder terminar de arreglar todo con tranquilidad. Madrugo tanto o más que si hubiera ido a la oficina, y es que aquí me espera un trabajo duro y largo, pero eso sí, muy gratificante. Y comienzo limpiando libros.
No sé si las personas que me lean realizan esta labor muy a menudo; yo tengo que reconocer que no lo hago casi nunca, solo cuando voy a rescatar uno de la librería para leerlo y me lo encuentro lleno de polvo. Así que mes a mes, año a año van acumulando una pátina entre sus hojas y sus pastas que ahora pretendo eliminar con la ayuda de un trapo blanco que acabará siendo negro y de mis manos que cimbrean cada libro como un abanico, para remover el polvo de entre sus páginas.
Cuando llevas cinco, diez, quince, no pasa nada. Pero cuando han pasado dos horas y ves que aún se amontonan pilas enteras en el suelo, comienzas a estar un poco harta de esta labor, sobre todo porque dentro de nada lo que salió de entre el papel habrá vuelto a posarse en él.
Y de repente, miro los tomos que esperan turno. Son mis libros de Historia, la mayoría forrados de plástico como si de textos de escolar se tratara, porque los he manejado con ánimo y traza de escolar. Y me detengo pensando que no recuerdo nada de lo que decían, de lo que estudié en ellos, ni siquiera de aquel tan pesado y que tanto me costó aprender de Lynch pero tampoco del que tanto me gustaba de Hobsbawm.
¡Madre mía! Y para eso, ¿tantas horas de estudio? ¿De qué me han servido todos ellos?
Pero me siento a reflexionar (y a dar descanso a mis riñones) y me doy cuenta de algo magnífico. Sí, es seguro que no recuerdo casi nada de lo que está escrito en estas páginas. Pero lo que yo soy, mejor o peor, mi mismidad como persona, está hecho trocito a trocito de todos ellos. Todos y cada uno han contribuido a formar un ser diferente, único: yo. Y entonces me apetece acariciarlos, como si en ellos latiera un trocito de mi corazón, de mi propio ser. Y siento que los quiero porque forman parte de mí.
Pero no sólo a los libros. Mis pobres muebles, que a simple vista y después de pasarles por una batería de productos de limpieza parecen nuevos, están llenos de mataduras, (como mis propias manos están quedando con el trabajo), golpecitos, arañazos, desconchones. Cada uno de estos pequeños desastres me duele en el alma como si los llevara yo en ella. Porque son parte de mi vida. Cada silla, cada mesa, cada objeto lleva en sí el recuerdo de lo que ha presenciado durante todos los años que ha compartido conmigo. Por eso en esta mudanza no he tirado prácticamente nada. Una vez que uno decide no almacenar simplemente por compromiso cosas que no le gustan, lo que queda es lo esencial, lo que uno elige, y lo esencial es lo que forma parte de nuestra vida.
 
 
Como esta lámpara. Probablemente cursi, de una calidad pésima, pero la quiero como a mi propia madre, cuyo dormitorio alumbró años y años. Los años de mi infancia, en los que cuando estaba mala, con fiebre, me metía en la cama grande y acogedora y miraba hacia el techo, y la imagen que de aquellos momentos se me quedó grabada es la de esta lámpara y sus flores colganderas, que entonces eran más y de más colores. Para mí este objeto viejo y destartalado está asociado a los cuidados de mi madre, a esas mañanas sin ir al cole porque estás con gripe, o con un cólico, y te arrebujas entre las ropas que normalmente cubren a tus padres. Y solo con eso parece que la fiebre cede, que la tristeza huye.
Así que al notar que uno de sus brazos estaba roto, me he afanado por arreglarla, yo que no entiendo ni soy buena para el bricolaje, ni menos para la electricidad; con la ayuda abnegada de mi marido, hemos desmontado sus mecanismos, cambiado los cables, pegado las partes quebradas...sin darnos por vencidos, sobre todo yo, porque sentía que si abandonaba era como estar abandonando a mi madre en una enfermedad grave, como dejarla a su suerte, sin luchar por salvarla.
Y ya me puede decir quien sea que no le gusta, o que no pega en este sitio, o que es demasiado grande...mi lámpara me acompañará siempre, aunque esté lisiada, aunque le falte un brazo, porque es como tener la compañía de mi madre que me arropa, me mima y me cuida cuando me hace falta.

 


lunes, 10 de febrero de 2014

El carrusell de Mary Poppins

No soy una persona atrevida, ni me gustan las emociones fuertes. Quizá por eso no me ha hecho nunca mucha ilusión ir a los Parques de Atracciones. La única vez que me he montado en una montaña rusa fue por puro compromiso sentimental, y no creo que lo vuelva a hacer jamás. No me gusta pasar miedo; ni viendo películas, ni leyendo libros, ni experimentando sensaciones de vértigo. Soy una persona tranquila y las emociones fuertes prefiero sentirlas en la cabeza o el corazón que en el estómago.
Así y todo, hace unos años fui con mi familia a Eurodisney. Los chicos eran pequeños y era el momento adecuado para que ellos disfrutaran con los muñecos y toda la parafernalia del parque. Aparte de que me defraudó bastante, (el castillo de la Bella Durmiente no era tan grande como yo había imaginado), no me interesaba nada subirme en los trastos mecánicos que daban bandazos y giros y te ponían boca abajo, todo ello sumido en la más profunda oscuridad, con la inevitable consecuencia de adquirir un terrible color verdoso en el rostro una vez acabado el viaje.
Sin embargo, sí había una atracción que me apetecía probar porque siempre me ha encantado: los caballitos. El típico carrusell, con su musiquita metálica y repetitiva, los espejos poliédricos que van girando a la vez que la pista da vueltas, y esos preciosos caballos con sus barras talladas que suben y bajan al compás de la música. Pero soy tan patosa que todo el mundo se me colaba, y nunca llegaba a tiempo de montarme en un caballo bonito, y solo quedaban cerditos, barcas, carrozas...total, que desistí y perdí la oportunidad de sentirme como Mary Poppins en su fantástico carrusel.
Años después tuve la suerte de hacerlo en otro lugar privilegiado: una máquina antigua y restaurada situada en Brooklyn, frente al East River, con Manhattan al fondo, y la estatua de la Libertad recortándose en el anochecer. Me sentía en el séptimo cielo, en un lugar de ensueño y jinete de un precioso caballo que daba vueltas y vueltas.
Ayer recordé esto viendo la película "Saving Mr. Banks", en la que Emma Thompson en su papel de P.L. Travers se sube a ese mismo aparato que yo no pude disfrutar en Disney (aunque ella estaba en Los Angeles, no en París). Es una de las pocas escenas en que su personaje logra sonreír. Está claro que a ella también le seducían esos mecanismos tan simples y mágicos.
¿Por qué nos atrae un aparato que lo único que hace es dar vueltas y vueltas? Eso pensaba yo mientras veía la película. Y me puse a reflexionar sobre ello.
Cuando somos pequeños, subirnos a un tiovivo es emocionante, porque de repente nuestros padres desaparecen y estamos solos, en un lugar inseguro, que se mueve, rodeados de extraños y con la sensación de que vamos a perdernos en cualquier momento. Pero, ¡oh maravilla!, resulta que al girar, nuestra montura vuelve a pasar una y otra vez frente a los mayores, que nos saludan agitando la mano con una gran sonrisa, aliviados también de ver que su pequeño sigue allí y volverá junto a ellos cuando pare la música. En este sentido, el carrusell es como la vida misma: en algún momento nos alejaremos de nuestros padres, tendremos una vida independiente, que se nos presenta (aunque luego no lo llegue a ser), seductora, llena de emoción, música, colores, brillos, oropel...y el tiovivo nos da la
oportunidad de hacer un ensayo, una prueba, sin romper el cordón que nos une a nuestros padres, que siguen allí, saludando, sonriendo, cada vez que el aparato completa una vuelta entera. Y mientras tanto, podemos disfrutar de un mundo de fantasía, que no va a ninguna parte pero que en su continuo girar parece recorrer lugares lejanos y exóticos. Y cuando pasamos de nuevo frente a lo conocido, saludamos también contentos y emocionados, como diciendo: "mirad, soy capaz de hacer algo extraordinario, monto en un corcel de las mil y una noches, siento el vértigo de la libertad, pero soy aún vuestra, aún no me voy del todo, cuando pare la música subiréis a buscarme y seré la misma niña pequeña que hace unos minutos". 
Es esa extraña y doméstica sensación de libertad lo que me seduce cada vez que monto en un carrusell. Quizá sea porque soy una romántica, como dice la seguidora más fiel de este blog, que tan bien me conoce. O porque en efecto son artilugios mágicos, como piensa Cornelia Funke, cuando lo introduce en su novela "El Príncipe de los Ladrones", en la que se convierte en una máquina del tiempo que te rejuvenece o te hace mayor según tu deseo. Es seguro que ese girar y girar es una pequeña metáfora de nuestro mundo.
Sea lo que sea, volveré a subirme a uno de esos aparatos en cuanto tenga la oportunidad.

domingo, 19 de enero de 2014

La Buena Vida

Siempre apetece en vacaciones hacer algo especial, que no sea lo de todos los días; algo que puede ser tan simple sin embargo como visitar una exposición.
Estas Navidades hemos ido al Museo Sorolla, con la excusa de ver una muestra temporal de sus trabajos para la Hispanic Society de Nueva York, que incluía objetos que el artista fue recogiendo en sus viajes por España y que luego le sirvieron de modelo o inspiración para realizar las monumentales pinturas que constituyen la obra más importante del final de su vida, y un esfuerzo supremo que lo dejó agotado y con ganas de pintar cosas sencillas: retazos decorativos del jardín de su casa y retratos de amigos.
(Nunca había estado dentro de ese palacete, aunque he pasado multitud de veces delante de él. Es el inconveniente de vivir en una gran ciudad: como está todo ahí, en medio, parece que no lo ves; forma parte de tu vida cotidiana. En cambio, cuando visitamos ciudades en vacaciones, de viaje, nos resulta un sacrilegio perdernos un solo museo...)
El caso es que en una mañana lluviosa y con las calles bullendo de tráfico recalamos en un edificio antiguo, con un jardín tranquilo, como un remanso de paz entre el lío de afuera. Siempre me ha gustado Sorolla, pero conocer su hogar me resulta muy interesante y me hace reflexionar sobre su pintura y su biografía, ayudada también por un programa que emitió hace tiempo Radio Nacional en que contaban su vida y algunas anécdotas de sus relaciones familiares, y que ahora rescato gracias a las nuevas tecnologías, que para algo están.
Parece, por todo lo que veo y oigo, que Sorolla fue un hombre feliz que hizo felices a los que le rodeaban: su mujer, a la que siempre estuvo unido; sus hijos, sus amigos. Hizo numerosos viajes, conoció mundo y personalidades importantes, tuvo fama y dinero. Vivió holgadamente en su fabulosa residencia madrileña y se rodeó de objetos bellos y caros. Retrató a personas de la alta sociedad, pero también a niños desnudos sobre la arena de la playa. Sus cuadros reflejan esa felicidad, esa alegría de vivir, esa luz que desde sus orígenes valencianos nunca le abandonó, por fuera y por dentro. Y es que el que conozca la luz de Valencia  y tenga un mínimo sentido estético no puede dejar de asombrarse por el modo magistral con que con dos pinceladas se ilumina un lienzo entero, como si el sol y el cielo viviesen dentro de él.
Sorolla tuvo, en definitiva, una buena vida. Y eso es lo que hace que muchos lo consideren menor que a otros pintores contemporáneos, que aunque también alcanzaron reconocimiento, fama y fortuna, se rodearon de un aura de pesimismo y degradación que vertieron en sus cuadros: los intelectuales del 98 los estimaban más porque veían solo lo negativo, la miseria, la tristeza...Solana y Zuloaga, ambos del Norte de España, ven a su país vestido de gris, deforme, histriónico, a veces incluso repulsivo, amenazador. No entro aquí a valorar la grandeza del arte de los tres, que no necesita comentarios. Lo que me llama la atención es que se afee a Sorolla, por parte de contemporáneos y estudiosos, su ansia de vida y de felicidad, la radiante sencillez del agua sobre la arena, de los vestidos blancos y vaporosos. De todo aquello que nos produce una sensación de plenitud y sosiego.
No sé si es cosa de este país nuestro o si en otros será semejante, pero me parece que lo simple no tiene muy buena prensa. No me refiero a lo vulgar, que tan de moda está ahora. Me refiero a lo que nos hace fácil vivir. Por ejemplo: una novela con final feliz siempre será menos importante que otra que nos demuestre que estamos abocados al abismo sin solución. ¿Es que los finales felices hacen que la historia pierda valor? ¿Por qué una sonrisa gana menos premios que el llanto? Sí, desde luego es muy importante que el artista denuncie las injusticias y horrores de nuestro mundo para que nos pongamos en marcha e intentemos paliarlos, pero ¿por qué premiar sólo fotos de niños que lloran y sufren y no otras en que jueguen felices? Es más simple, es más cotidiano. Pero ¿es menos importante? ¿Es menos bello?
Nos castigamos a nosotros mismos con la necesidad de la amargura. No niego que exista el dolor, y mucho menos en la época en que vivió Sorolla, en que la sociedad española era en su mayoría rural, con lo que ello implica de privaciones, penalidades, padecimientos. Pero, ¿es que en aquella época y lugares todo el mundo era desgraciado? ¿No hubo en esas vidas algún momento de alegría? ¿Eran sus fiestas esas caravanas fúnebres que retrata Solana, o por el contrario encontraban en ellas distracción, solaz, incluso hasta el amor? ¿No se reía, no se cantaba, no se olvidaba la dureza del día a día, de los inviernos crudos, del sol ardiente sobre la trilla? 
La vida de un hombre como Sorolla no vende. Es la vida de una persona que se esfuerza por conseguir su sueño, trabaja duro y ama lo que le rodea: personas y ambientes. Es una vida sencilla, en la que su protagonista alcanza el triunfo y el reconocimiento social. Una buena vida. Una vida que todos (yo por lo menos) querríamos vivir.
Así que desde ahora, Sorolla es mi pintor español preferido. No sólo por su maravillosa obra, que uno puede contemplar extasiado durante horas, sino por su forma de pasar por el mundo, disfrutando de él y haciendo que los que le rodeaban disfrutaran también, y sobre todo, sin avergonzarse de ello.
 

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