La Buena Vida
Siempre apetece en vacaciones hacer algo especial, que no sea lo de todos los días; algo que puede ser tan simple sin embargo como visitar una exposición.
Estas Navidades hemos ido al Museo Sorolla, con la excusa de ver una muestra temporal de sus trabajos para la Hispanic Society de Nueva York, que incluía objetos que el artista fue recogiendo en sus viajes por España y que luego le sirvieron de modelo o inspiración para realizar las monumentales pinturas que constituyen la obra más importante del final de su vida, y un esfuerzo supremo que lo dejó agotado y con ganas de pintar cosas sencillas: retazos decorativos del jardín de su casa y retratos de amigos.
(Nunca había estado dentro de ese palacete, aunque he pasado multitud de veces delante de él. Es el inconveniente de vivir en una gran ciudad: como está todo ahí, en medio, parece que no lo ves; forma parte de tu vida cotidiana. En cambio, cuando visitamos ciudades en vacaciones, de viaje, nos resulta un sacrilegio perdernos un solo museo...)
El caso es que en una mañana lluviosa y con las calles bullendo de tráfico recalamos en un edificio antiguo, con un jardín tranquilo, como un remanso de paz entre el lío de afuera. Siempre me ha gustado Sorolla, pero conocer su hogar me resulta muy interesante y me hace reflexionar sobre su pintura y su biografía, ayudada también por un programa que emitió hace tiempo Radio Nacional en que contaban su vida y algunas anécdotas de sus relaciones familiares, y que ahora rescato gracias a las nuevas tecnologías, que para algo están.
Parece, por todo lo que veo y oigo, que Sorolla fue un hombre feliz que hizo felices a los que le rodeaban: su mujer, a la que siempre estuvo unido; sus hijos, sus amigos. Hizo numerosos viajes, conoció mundo y personalidades importantes, tuvo fama y dinero. Vivió holgadamente en su fabulosa residencia madrileña y se rodeó de objetos bellos y caros. Retrató a personas de la alta sociedad, pero también a niños desnudos sobre la arena de la playa. Sus cuadros reflejan esa felicidad, esa alegría de vivir, esa luz que desde sus orígenes valencianos nunca le abandonó, por fuera y por dentro. Y es que el que conozca la luz de Valencia y tenga un mínimo sentido estético no puede dejar de asombrarse por el modo magistral con que con dos pinceladas se ilumina un lienzo entero, como si el sol y el cielo viviesen dentro de él.
Sorolla tuvo, en definitiva, una buena vida. Y eso es lo que hace que muchos lo consideren menor que a otros pintores contemporáneos, que aunque también alcanzaron reconocimiento, fama y fortuna, se rodearon de un aura de pesimismo y degradación que vertieron en sus cuadros: los intelectuales del 98 los estimaban más porque veían solo lo negativo, la miseria, la tristeza...Solana y Zuloaga, ambos del Norte de España, ven a su país vestido de gris, deforme, histriónico, a veces incluso repulsivo, amenazador. No entro aquí a valorar la grandeza del arte de los tres, que no necesita comentarios. Lo que me llama la atención es que se afee a Sorolla, por parte de contemporáneos y estudiosos, su ansia de vida y de felicidad, la radiante sencillez del agua sobre la arena, de los vestidos blancos y vaporosos. De todo aquello que nos produce una sensación de plenitud y sosiego.
No sé si es cosa de este país nuestro o si en otros será semejante, pero me parece que lo simple no tiene muy buena prensa. No me refiero a lo vulgar, que tan de moda está ahora. Me refiero a lo que nos hace fácil vivir. Por ejemplo: una novela con final feliz siempre será menos importante que otra que nos demuestre que estamos abocados al abismo sin solución. ¿Es que los finales felices hacen que la historia pierda valor? ¿Por qué una sonrisa gana menos premios que el llanto? Sí, desde luego es muy importante que el artista denuncie las injusticias y horrores de nuestro mundo para que nos pongamos en marcha e intentemos paliarlos, pero ¿por qué premiar sólo fotos de niños que lloran y sufren y no otras en que jueguen felices? Es más simple, es más cotidiano. Pero ¿es menos importante? ¿Es menos bello?
Nos castigamos a nosotros mismos con la necesidad de la amargura. No niego que exista el dolor, y mucho menos en la época en que vivió Sorolla, en que la sociedad española era en su mayoría rural, con lo que ello implica de privaciones, penalidades, padecimientos. Pero, ¿es que en aquella época y lugares todo el mundo era desgraciado? ¿No hubo en esas vidas algún momento de alegría? ¿Eran sus fiestas esas caravanas fúnebres que retrata Solana, o por el contrario encontraban en ellas distracción, solaz, incluso hasta el amor? ¿No se reía, no se cantaba, no se olvidaba la dureza del día a día, de los inviernos crudos, del sol ardiente sobre la trilla?
La vida de un hombre como Sorolla no vende. Es la vida de una persona que se esfuerza por conseguir su sueño, trabaja duro y ama lo que le rodea: personas y ambientes. Es una vida sencilla, en la que su protagonista alcanza el triunfo y el reconocimiento social. Una buena vida. Una vida que todos (yo por lo menos) querríamos vivir.
Así que desde ahora, Sorolla es mi pintor español preferido. No sólo por su maravillosa obra, que uno puede contemplar extasiado durante horas, sino por su forma de pasar por el mundo, disfrutando de él y haciendo que los que le rodeaban disfrutaran también, y sobre todo, sin avergonzarse de ello.
Estupendo artículo y maravillosa reflexión sobre Sorolla. Estoy plenamente de acuerdo contigo. El otro día leí una entrevista a J.Sabina en la que se hablaba un poco de lo que tú mencionas, los "artistas malditos", los grandes creadores que conducen su vida hacia el caos, que mueren jóvenes en medio de la autodestrucción. Esos que se convierten en "mitos". Esos que "venden" como tú dices. Nadie pone en duda su valía, pero, ¿no es mucho más valiente ser capaz de encauzar tu vida y la de los que te rodean y ser a la vez un genio? Yo creo que sí. Hay que empezar a reivindicarlo.
ResponderEliminarPor cierto, imperdonable que no conocieras el Museo Sorolla, no me lo puedo creer. Que raro que nunca lo hayamos comentado. Ah! y por si acaso tampoco lo conoces, no te pierdas un vistazo a la Fundación Lázaro Galdiano. Si no la conoces te va a encantar, tanto el museo como indagar en la personalidad de él y de su esposa.
Hola, Pilar! Ya veo que te has convertido en seguidora fiel, no sabes cómo te lo agradezco, aunque me supone una responsabilidad...En realidad, esta entrada va dedicada a ti, porque ya se que te encanta Sorolla, lo hemos comentado alguna vez. Y no, no había ido nunca al Museo, pero me acordé mucho de ti cuando lo visité en Navidad. Así que date totalmente por aludida. En cuanto al Museo Lázaro Galdiano, Jose lleva mucho tiempo diciendo que le apetece ir a verlo, así que a ver si nos animamos.
ResponderEliminarPor cierto, he oído que el otro día Vicente Aranda (me gustaba poco, pero ahora ya nada) comentó que no le gustaba Frank Capra porque siempre sus películas tienen finales felices. ¿te lo puedes creer? Da para una tesis doctoral...
Me encantan los finales felices!!! Fíjate que el otro día fui a ver "La gran estafa americana" y bueno, no me estaba entusiasmando, sólo me entretenía, pero cuando todo termina bien, parece como si ya me gustara un montón, ¡vaya tontería! pero fue así. Sin embargo también vi Agosto, que es estupenda y con magníficas interpretaciones, pero me dejó un regusto muy amargo. En el fondo somos unas románticas. Es penoso oir hablar a los directores de cine españoles, se han vuelto unos sectarios, todo lo que no saben hacer se convierte en malo. De valoraciones objetivas nada de nada. Besos Ana.
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