Limpio mi casita....
Después de tres meses de locura en los que mi casa ha sido una nube de polvo y un revoltijo de muebles, cajas y ropa, todo se va colocando en su sitio, pero no gracias a un chasqueo de dedos, sino a un trabajo ímprobo consistente en limpiar todo lo que normalmente no se limpia y a lo que aprovechando la ocasión le "damos un vuelta": rodapiés, jambas y bisagras de las puertas, espacios ocultos de los radiadores, fondos de las sillas, patas de las mesas; en fin, rincones en los que no nos fijamos normalmente y que en una situación de caos como esta rebuscamos con el afán de que todo quede como recién sacado de la tienda, como recién puesto. Y todo ello, para instalarse por fin la mayoría de los casos en un lugar que antes no era el suyo, y que ahora me parece más adecuado, más vistoso, diferente, como si lo estrenara.
Todas mis cosas, y en esto incluyo muebles, objetos, libros, menaje, han estado durante estos meses guardados en cajas de cartón, embalados con papel burbuja o envueltos en cortinas viejas, vapuleados yendo y viniendo de casa al almacén y viceversa. Entre tanto caos no los había echado de menos, puesto que cuantas menos cosas hubiera en casa, menos cosas se manchaban. (Nos íbamos apañando como podíamos en un espacio cada vez más reducido, cercados por el yeso, el olor de la pintura y el barniz y los cartones que cubrían el suelo y bajo los que se sospechaba una alfombra de ripio. Para ir de las dos habitaciones que compartíamos los cuatro a la cocina cada noche a cenar -a mediodía no había ni que pensar en comer en casa, hasta el tostador tenía restos de la pintura lijada, y cada tarde había que limpiar todo para poder poner los alimentos en los platos con alguna garantía de no estar tragando serrín o yeso- había que cambiarse de zapatillas, o limpiar varias veces la suela de las mismas...)
Pero aunque nos pareciera mentira, como todo en esta vida, la obra ha llegó a su final. Y entonces comienza el trabajo contrario: recibir todo lo que en su día había salido de casa, para como he dicho antes, ser limpiado, arreglado, ordenado, colocado y listo para recibir visitas...y ser disfrutado por los durante un largo tiempo sufridos habitantes de este espacio, ahora mucho más amplio.
De repente el salón se llena de cajas abolladas, reventadas, sucias. Buscamos afanosos en el listado que hicimos al rellenarlas cuál contiene lo que queremos rescatar, e inevitablemente está la última, bajo otras cuantas que pesan un quintal; hay que desriñonarse moviéndolas una y otra vez.
Cada día se abren unas pocas; su contenido se va instalando en su nuevo sitio, y parece que todo cuadra y se asienta como si fuera su lugar original.
El último día me tomo vacaciones para poder terminar de arreglar todo con tranquilidad. Madrugo tanto o más que si hubiera ido a la oficina, y es que aquí me espera un trabajo duro y largo, pero eso sí, muy gratificante. Y comienzo limpiando libros.
No sé si las personas que me lean realizan esta labor muy a menudo; yo tengo que reconocer que no lo hago casi nunca, solo cuando voy a rescatar uno de la librería para leerlo y me lo encuentro lleno de polvo. Así que mes a mes, año a año van acumulando una pátina entre sus hojas y sus pastas que ahora pretendo eliminar con la ayuda de un trapo blanco que acabará siendo negro y de mis manos que cimbrean cada libro como un abanico, para remover el polvo de entre sus páginas.
Cuando llevas cinco, diez, quince, no pasa nada. Pero cuando han pasado dos horas y ves que aún se amontonan pilas enteras en el suelo, comienzas a estar un poco harta de esta labor, sobre todo porque dentro de nada lo que salió de entre el papel habrá vuelto a posarse en él.
Y de repente, miro los tomos que esperan turno. Son mis libros de Historia, la mayoría forrados de plástico como si de textos de escolar se tratara, porque los he manejado con ánimo y traza de escolar. Y me detengo pensando que no recuerdo nada de lo que decían, de lo que estudié en ellos, ni siquiera de aquel tan pesado y que tanto me costó aprender de Lynch pero tampoco del que tanto me gustaba de Hobsbawm.
¡Madre mía! Y para eso, ¿tantas horas de estudio? ¿De qué me han servido todos ellos?
Pero me siento a reflexionar (y a dar descanso a mis riñones) y me doy cuenta de algo magnífico. Sí, es seguro que no recuerdo casi nada de lo que está escrito en estas páginas. Pero lo que yo soy, mejor o peor, mi mismidad como persona, está hecho trocito a trocito de todos ellos. Todos y cada uno han contribuido a formar un ser diferente, único: yo. Y entonces me apetece acariciarlos, como si en ellos latiera un trocito de mi corazón, de mi propio ser. Y siento que los quiero porque forman parte de mí.
Pero no sólo a los libros. Mis pobres muebles, que a simple vista y después de pasarles por una batería de productos de limpieza parecen nuevos, están llenos de mataduras, (como mis propias manos están quedando con el trabajo), golpecitos, arañazos, desconchones. Cada uno de estos pequeños desastres me duele en el alma como si los llevara yo en ella. Porque son parte de mi vida. Cada silla, cada mesa, cada objeto lleva en sí el recuerdo de lo que ha presenciado durante todos los años que ha compartido conmigo. Por eso en esta mudanza no he tirado prácticamente nada. Una vez que uno decide no almacenar simplemente por compromiso cosas que no le gustan, lo que queda es lo esencial, lo que uno elige, y lo esencial es lo que forma parte de nuestra vida.
Como esta lámpara. Probablemente cursi, de una calidad pésima, pero la quiero como a mi propia madre, cuyo dormitorio alumbró años y años. Los años de mi infancia, en los que cuando estaba mala, con fiebre, me metía en la cama grande y acogedora y miraba hacia el techo, y la imagen que de aquellos momentos se me quedó grabada es la de esta lámpara y sus flores colganderas, que entonces eran más y de más colores. Para mí este objeto viejo y destartalado está asociado a los cuidados de mi madre, a esas mañanas sin ir al cole porque estás con gripe, o con un cólico, y te arrebujas entre las ropas que normalmente cubren a tus padres. Y solo con eso parece que la fiebre cede, que la tristeza huye.
Así que al notar que uno de sus brazos estaba roto, me he afanado por arreglarla, yo que no entiendo ni soy buena para el bricolaje, ni menos para la electricidad; con la ayuda abnegada de mi marido, hemos desmontado sus mecanismos, cambiado los cables, pegado las partes quebradas...sin darnos por vencidos, sobre todo yo, porque sentía que si abandonaba era como estar abandonando a mi madre en una enfermedad grave, como dejarla a su suerte, sin luchar por salvarla.
Y ya me puede decir quien sea que no le gusta, o que no pega en este sitio, o que es demasiado grande...mi lámpara me acompañará siempre, aunque esté lisiada, aunque le falte un brazo, porque es como tener la compañía de mi madre que me arropa, me mima y me cuida cuando me hace falta.
¿Sabes que el salón de mi casa tenía una lámpara similar?, era de tonos verdes y colgaban muchas más flores, era algo más grande. La lámpara está ahora en el salón de Tébar, pero te aseguro que no me voy a deshacer nunca de ella, a mí me encanta. Me alegro muchísimo de que, por fin, sólo te quede colocar, que es una tarea inmensa, pero se puede ir haciendo poco a poco, lo peor ya está hecho. A partir de ahora ya se trata más de disfrutar. ¿Sabes que esta tarde me he acordado mucho de ti? Y voy, abro tu blog, y por arte de magia descubro que nos habían sucedido cosas semejantes. En concreto me he puesto, esta tarde, a ordenar la estantería de Historia y Geografía de la Biblioteca del Maeztu, y entre nubes de polvo secular, he ido colocando libros tan familiares como los que tú mencionas, sólo que éstos, ¡pobres! están muy deteriorados. Ha habido momentos en que no he podido resistir la tentación de abrirlos y hojearlos, y recordar ... Parece que ha pasado un siglo. Creo que esta estantería me va a costar más de dos días. La de matemáticas me la ventilé en media hora. Besos Ana.
ResponderEliminarQuerida Pilar, nos pasan cosas similares porque somos parecidas, por eso somos tan amigas. Supongo que te acordaste de mí mientras mirabas los libros de Historia que estabas colocando. Sí, parece que ha pasado un siglo, pero cuando pensamos en ello es como si estuviera ocurriendo ahora. Los recuerdos nos traen el tiempo que pasó y las personas con quienes lo compartimos. Para mí fue una época muy feliz. Recuerdo tu coche y el día que llegamos tarde al examen de Etnología. Y cómo veníamos de apretados de vuelta en el F con raya. Y nuestras conversaciones sentadas en el césped mientras la pobre Nuria cogía los apuntes de Historiografía.
ResponderEliminarPero nuestro tiempo es este, ahora. Y espero que muy pronto esté todo ordenado en mi casa y podáis venir a estrenarla como es debido. Estoy deseando.