Madres nuestras que os mereceis los cielos
Afortunadamente para los que la rodean, mi madre todavía vive. Una mujer fantástica, como tantas otras de generaciones pasadas pero que han dejado su sello en todas nosotras.
Este verano he tenido ocasión de reflexionar mucho sobre la manera en que estas mujeres manejan sus propias vidas y ayudan a los demás a vivir mejor. He podido ver cómo organizan sus casas, solucionan los problemas que surgen de improviso y atienden a toda su familia. Y siempre, con sus intereses personales en un segundo plano.
Hace ya bastantes años, en la posguerra y hasta casi los años 60, las mujeres en nuestro país tenían como meta casarse. Eran muy pocas, y de unos ambientes minoritarios tanto económica como culturalmente, las que podían estudiar y labrarse una carrera dedicándose a una profesión liberal. El resto estudiaba lo básico, y cuando tenía edad suficiente trabajaba en lo que más a mano le venía para ayudar a la familia y para ir ahorrando algún dinerillo que le permitiera salir del pueblo y de casa de los padres y emigrar quizá a la gran ciudad, donde sin duda encontrarían más oportunidades. Trabajaban en lo que sabían hacer, lo que les habían enseñado sus madres: cuidando niños o como doncellas en casas de dinero, cosiendo para tiendas, tejiendo en máquinas domésticas... labores propias de mujeres, de esas mujeres y de esa época.
Pero antes o después (más bien antes) encontrarían al hombre de sus sueños. O quizá no exactamente al de sus sueños, pero sí a un buen hombre, honrado, más o menos cariñoso, más o menos situado, que les proporcionaría la oportunidad de llevar a cabo su misión fundamental: crear un hogar, tener hijos y dedicarse a ellos y a sus maridos.
Desde la perspectiva de los años que han pasado todo esto puede parecer leyenda o el argumento de alguna película antigua, puede dar pena o rabia. Pero es absolutamente real. Y como he dicho, aún están entre nosotros las protagonistas de estas historias, de estas vidas.
Estas mujeres valientes formaron hogares y familias basados en su sacrificio y en su esfuerzo, porque eso era lo que se esperaba de ellas. Durante toda su niñez y adolescencia fueron haciéndose a la idea de que les esperaba un futuro en el que su papel sería el de cuidadoras: de sus hijos, de sus padres, de sus maridos. Y asumieron ese papel totalmente, con la alegría y la satisfacción de tener una razón de ser en este mundo, algo propio, algo suyo, que les permitiera ser libres (o por lo menos creer que lo eran, porque podían decidir sobre asuntos trascendentales: la economía doméstica, la educación de sus hijos, el modo en el que debía ordenarse el hogar). Se volcaron en la tarea y fueron felices realizándola, porque veían cumplido su sueño. Aunque de vez en cuando echaran de menos otras cosas: otras formas de vivir, otros destinos, otros quehaceres, otros ambientes. Pero esta nostalgia duraba poco, porque a su alrededor tenían el fruto de sus desvelos: sus hijos, que las llenaban de orgullo porque pertenecían ya a otro mundo más moderno, más confortable, más rico. Y llegó también el IMSERSO y sus viajes, que les dio la oportunidad de ir a lugares exóticos, (a algunas más desfavorecidas incluso les permitió conocer el mar), y de sentirse por unos días como auténticas reinas, liberadas del delantal y las cacerolas. Qué gran invento este: ofreció a las mujeres la ocasión de vivir la alegría, la chispa de la vida junto a sus parejas, mucho más relajadas en este ambiente de ocio y de disfrute.
Pero los años van pasando, y llega un día en que ese hombre que se sienta a su lado y comparte su cama se ha convertido en un anciano. El drama es que ellas aún no lo son. No sé porqué misterioso orden natural, las parejas que se formaron en los años 40, 50 e incluso los 60, estaban descompensadas en edad: el hombre siempre debía ser bastante mayor que la mujer. Se decía que la mujer envejece antes, que siendo más joven seguiría atractiva para su marido aun cuando éste envejeciera. El caso es que al marido ya no le apetece bailar, ni viajar al extranjero. De repente el calendario se llena de anotaciones con citas para el médico. Y la cocina se llena de recetas y apuntes sobre cómo administrar las medicinas. Y esos hombres que hace años eran cabezotas, egoístas y mandones y a los que había que regañar a menudo, ahora tienen el miedo al final agarrado a su corazón, lo que les hace más cabezotas, más egoístas y más mandones, pero ellas los ven frágiles y ya no les regañan tanto, sino que los miran con preocupación y tristeza.
¿Y qué es de sus vidas, de sus esperanzas, de sus ilusiones? Se han quedado enterradas en la casa, bajo ese montón de medicinas que ocupa el centro de la mesa. Ellas, que aún tienen ganas de salir, de disfrutar, de sentir la alegría de una vida cumplida; que han conseguido al final una estabilidad y una posición que les permite regalarse algunos lujos, ahora no pueden hacerlo. ¿No pueden hacerlo?
Esto es lo más triste de todo. Sí pueden, pero no se lo permiten ellas mismas. Están tan acostumbradas, su educación ha sido tan insistente, que son incapaces de vivir al margen de su deber de cuidadoras. Y se vuelcan en este trabajo penoso y casi siempre fuera del alcance de sus fuerzas (porque tampoco ellas son ya jóvenes, sino que se acercan también a la vejez), y se sienten culpables si por un momento salen solas, o con sus hijos, dejando a sus maridos sentados en un sillón. Como cuando tenían a sus bebés y eran incapaces de dejarlos al cuidado de otros.
Pobres, pobres y adoradas madres, que toda su vida han estado dedicadas a los demás, y a las que nadie ha enseñado a cuidarse a ellas mismas. Viven la tristeza del paso de los años, la amenaza de la enfermedad y la muerte, y no pueden escapar de su destino porque tienen los pies pegados al suelo de sus casas. Quisieran volar, disfrutar de los últimos coletazos de sus energías, pero los sacrifican cuidando de aquellos que compartieron con ellas toda una vida de esfuerzo, un largo viaje que les ha llevado hasta aquí.
Por mucho que nos empeñemos no podemos convencerlas. No van a dejar a un lado su misión, su deber. Sólo nos queda acompañarlas, escucharlas, darles de vuelta todo el amor y el sacrificio que han puesto en nosotros. Todo el amor para esas madres que se merecen el cielo.
(Yo me creo muy lejos de ese modelo. Todas las mujeres de mi generación creemos que ya hemos superado esa forma de vivir, que somos dueñas de nosotras mismas y que tenemos suficiente independencia para que cuando llegue el momento podamos vivir nuestra vida además de ayudar al otro a vivir la suya. Pero a veces me pregunto qué pasará entonces. ¿Realmente somos tan libres, tan independientes, tan autosuficientes? ¿O habrá calado en nuestra conciencia el modelo de nuestras madres, y acabaremos por repetirlo? ¿Seremos capaces de borrar el cargo de nuestra conciencia si apuramos nuestra vida disfrutándola en la medida de nuestras posibilidades? No lo sé. Seguramente tendré que esperar a que llegue esa circunstancia, y no hablar con seguridad antes de tiempo; últimamente me estoy dando cuenta de que se habla muy fácilmente desde la lejanía de cosas que uno aún no ha vivido. Y cuando llegan, a menudo la opinión cambia radicalmente...)
Qué puedo decirte, Ana? No parece sino que estás hablando de mi propia madre, ya lo sabes, o ya te lo puedes imaginar. Lo has explicado todo de forma magistral, desde la experiencia y desde la visión privilegiada que tenemos las personas de nuestra edad. Somos la "generación puente", conocemos ese pasado en el que las generaciones se sucedían sin grandes cambios, y ahora vivimos la revolución que han supuesto los grandes cambios de los últimos años. Crees que vamos a ser muy diferentes de nuestras madres? Creo que no, hemos conseguido muchas cosas, pero crecimos en otras muy distintas. Muchos besos.
ResponderEliminarQuerida Pilar, siempre fiel! Me alegro de que sigas el blog aunque últimamente esté menos prolífica. Tu amistad me anima a continuar escribiendo. Y creo que tienes razón: no somos muy diferentes de nuestras madres. Al menos, tú y yo no. Procuremos copiarlas en lo bueno y no en lo malo... Muchísimos besos, amiga mía.
EliminarTe dije que si lo leía de nuevo, lloraría... Es demasiado emocionante... Pero son lágrimas conmovidas por el amor desinteresado de esas acciones tan grandiosas, que incluso esas mujeres considerarán pequeñas, sencillas (por cotidianas y porque han sido educadas para creer que eso era lo normal y lo correcto)...
ResponderEliminarEn fin, qué gusto da leer unas palabras tan bien escogidas (de esta manera logras hacer honor a las dimensiones de lo que cuentas).
Un beso, P.