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miércoles, 6 de diciembre de 2017

Cambio de tendencia

De nuevo aquí, escribiendo una entrada más en este blog que lleva publicándose casi seis años, madre mía quién lo diría...y que de vez en cuando echo en el olvido pero no me resisto a mantener, animada sobre todo por vuestros comentarios (aunque esporádicos, alentadores y entusiastas) y también porque es una forma de reflexionar sobre lo que nos rodea, que para eso fue concebido. Reflexionar, algo siempre tan necesario y a veces tan difícil de conseguir en este mundo de locos que vivimos todos...
En este mundo complicado y caleidoscópico en el que nos tenemos que mover a diario, como peces llevados por distintas corrientes que nos arrastran y nos desorientan. Y en este frenesí de idas y venidas nos cruzamos continuamente con otros seres, atribulados como nosotros, que también llevan los ojos abiertos por el asombro o la duda o el miedo, y quizá desgarros en la piel y pérdidas en el alma. Y en el torrente del acontecer cotidiano vamos recibiendo a unos y despidiendo a otros, coincidiendo con algunos quizá un tiempo breve, en el que apenas nos de lugar a reconocernos; y compartiendo viaje con otros durante largos lapsos de nuestra vida, en los que contemplamos mutuamente cómo sufrimos, gozamos, caemos y nos levantamos.
Así, aunque nos parezca que los pensamientos y las emociones son permanentes, que nos mantenemos firmes en nuestros pareceres, la verdad es que ese devenir nos convierte en seres cambiantes, e introduce en nuestro entorno continuamente aspectos nuevos que nos mueven a ver la realidad de otro modo. Pero el filtro de colores, claros u oscuros, brillantes o apagados, está puesto en nuestra forma de mirar.
Hace muchos años me cruzaba prácticamente a diario con una mujer de mi edad, atractiva, elegante y bajo mi punto de vista displicente y soberbia. Prácticamente no nos saludábamos, aunque compartíamos motivos para hacerlo y nos conocíamos de sobra. Yo la consideraba francamente antipática. Hasta que cambió el filtro y la vi de otro modo. Por una de esas circunstancias de las que hablaba tuve que visitar su casa, y la vuelta a la mía se iba a producir en unas condiciones para mí bastante penosas. Pues bien; tanto ella como su marido me ayudaron de un modo desinteresado y sincero que no olvidaré, y a partir de ese momento se creó entre nuestras familias una relación de amistad sincera y jubilosa. Nada de antipatía ni de soberbia. Más bien prisa, o timidez, o cualquier otro motivo era el que hacía que esa persona no me saludara hasta aquel momento. Pero afortunadamente sucedió algo que cambió la tendencia.
Como este caso he vivido infinidad; muchas veces en nuestras relaciones con la gente que nos rodea surgen malentendidos, resquemores, desconfianzas...aun entre las personas a las que apreciamos sinceramente. Y al contrario, de vez en cuando algo hace que aquellos a los que no miramos con agrado nos presenten una cara distinta, más amable, más cercana, incluso afectuosa...Pero lo más importante es que casi siempre todo está condicionado por la predisposición a favor o en contra que sentimos hacia el interlocutor al que nos dirigimos.
Me explico: si en vez de considerar una estirada a esa mujer con la que me cruzaba a diario yo hubiera hecho la intención de saludarla con una sonrisa, probablemente ella hubiera reaccionado de un modo tan amigable como lo hizo después. Era mi propia actitud la que hacía que esta persona se comportara siguiendo el patrón que yo le había marcado. 
Me ha ocurrido a menudo que cuando pienso que alguien está enfadado conmigo o que he herido a alguien con mi forma de actuar, al dirigirme a esa persona voy a la defensiva; me pongo en modo agrio y agresivo y eso provoca el disgusto o el malentendido entre ambos, cuando es posible que no existiera tal enojo ni herida. Y en cambio, si frente a alguien huraño o esquivo he sido capaz de esbozar una sonrisa y decir una palabra amable, muchas veces se ha vuelto la torna y de repente he descubierto un lado risueño y cálido en quien creía lejano y displicente.
No estoy descubriendo nada nuevo, desde luego; cualquiera que haya hecho una mínima incursión en los temas de gestión emocional sabe que esto es así. Pero me quiero parar a reflexionar sobre ello aquí porque aunque la teoría nos suena a todos, lo difícil es ponerla en práctica. Pero a poco que lo intentemos, nos daremos cuenta de que es automático: lo bueno puede volverse malo con un simple gesto torcido, y lo malo puede esfumarse con una simple sonrisa. (Que por otro lado, parece que se venden muy caras; hay que ver qué poco sonreímos con lo fácil y agradable que es).
Últimamente yo misma he experimentado varios "cambios de tendencia".
Uno se ha producido en mi entorno. He dejado de encastillarme en el resquemor y la ira; he procurado ser amable, comprensiva, afectuosa incluso. He cedido y negociado. He sido sincera y reconocido mis errores. Y he recibido, de vuelta, actitudes muy positivas que ya no esperaba encontrar nunca en algunas personas. Un auténtico cambio que espero que se mantenga si de mi actitud depende...!
El otro se ha dado dentro de mí misma. Después de sufrir uno de esos terremotos emocionales (náuseas en el alma, los llamo yo) que provocan en el ánimo las malditas hormonas de la madurez, y estar varios días rumiando mi malestar, de repente, harta ya, decidí que se acabó; a partir de ese momento en que tomé conciencia de que nada iba tan mal como para sentirse así, decidí comenzar a disfrutar de lo que se me estaba brindando y reírme y gozar con la vida y con las pequeñas cosas que  tanto me alegran y me satisfacen.
Procuro hacerlo cada vez que me ocurre. Quizá no siempre lo consiga del todo, pero me siento mucho mejor si lo intento.
Así que lanzo un propósito, ahora que se acerca la época de las buenas intenciones: "¡Cambiemos la tendencia!"

jueves, 31 de agosto de 2017

Trajes Regionales

Hace ya un montón de años, (quién lo diría), en una de las primeras entradas que publiqué en este blog, describía un paseo que, más años atrás aún, había dado por la Laguna Negra, y hacía referencia a la indumentaria que yo vestía en aquella ocasión, comparándola con la de los senderistas-deportistas que andaban por allí. Y aprovechaba para criticar la invasión del atuendo Decathlon, que tanto me molestaba.
Durante mucho tiempo me he negado a entrar en esa dinámica consumista que supone el que una empresa se aproveche del tirón del deporte (hoy en día, la panacea de la salud; quien no se mueve está muerto) para forrarse a vender, y de paso uniformarnos a todos con los mismos diseños, colores y tejidos, para que vayamos iguales y el que no lo haga se considere un bicho raro. Es decir, que el bicho raro he venido siendo yo. Y he utilizado para mi tiempo libre o mis paseos por la sierra camisetas viejas, pantalones vaqueros viejos y zapatillas cómodas en las que mis pies se sintieran agusto. Tengo que reconocer, no obstante, que en alguna ocasión he tenido que quedarme en paños menores en medio de un prado para quitarme una camiseta sudada y cambiarla por otra, lo cual tampoco es que a estas alturas me haya supuesto ningún problema. Es cuestión de llevar recambios y ya está.
Pero las circunstancias nos van llevando por caminos que no pensábamos recorrer, y poco a poco nos hacen cambiar de manera de actuar. El consejo repetitivo y machacón de todos los médicos: "sal a andar, haz algo de ejercicio", acaba haciendo mella en uno y terminamos todos los "matrimonios jóvenes" saliendo a las mismas horas y por los mismos lugares con la intención de seguir el consejo facultativo y poner algo de nuestra parte para que la forma física no se deteriore a trompicones y la salud se vaya manteniendo, mal que bien, en un estado aceptable.
Y en esta tesitura estamos, cuando surgen nuevos aderezos: esos sudores copiosos que nos hacen volver a casa como si nos hubiera caído encima un tremendo chaparrón...esos dolores de cadera que nos provocan los zapatos que antes eran "de siete leguas..."Total; que al final, caemos. Caigo, vamos. Y voy a por unas camisetas "técnicas" (no sé qué nueva técnica es esa de hacer camisetas de fibra, cuando toda la vida han existido y nunca nos gustaban porque olían fatal); y me compro deportivas de colores chillones y material extraño que sí, son cómodas para caminar, pero como llueva, se empapan; y me pongo unos pantalones "de campo" que la única diferencia que tienen con los que llevaba antes es que la cinturilla me llega por mitad de la tripa (con lo que me sale una morcilla tremenda por encima), se les quita la parte de abajo de la pernera (al final siempre los llevo largos) y (eso sí es práctico) tienen multitud de bolsillos. Y si no son esos pantalones, son otros aún peores: para andar por la ciudad se llevan pegados, en versión larga tipo malla de gimnasio, o corta de la que se va subiendo cada vez más y vuelves a casa prácticamente en bañador. Vamos, que cuando me encuentro a algún vecino en el ascensor y voy de esa guisa, me dan ganas de taparme la cabeza con las manos y decir "no estoy, no estoy" como los niños pequeños. Me da la impresión de que pierdo toda la dignidad que pueda tener cuando salgo por la mañana a trabajar si me ven luego con esa facha.  
Tanto es así, y de tal manera nos han lavado el cerebro entre los medios de comunicación, los profesionales de la salud y las tiendas de material deportivo, que de repente por las calles no se ven más que personas corriendo o caminando (no entraré en el tema de los bastones porque eso ya es el colmo) todas vestidas igual. Y yo, que siempre he sido contraria a esto, ahora (¡ver para creer!) me siento rara si me voy a dar un paseo por el parque vestida de calle...El padre de una amiga mía tiene la definición perfecta para este caso: el traje regional de nuestro pueblo es el conjunto de deporte!
Esta reflexión, que llevo ya mucho tiempo haciendo, se ha reafirmado los últimos días de vacaciones. Uno de ellos aprovechamos para hacer una ruta por el bosque. Por supuesto, pertrechados convenientemente con nuestros "trajes regionales". (Aunque yo siempre procuro salirme un poco del guión, y me pongo un pañuelo de colorines en la cabeza y llevo una mochila quizá más apropiada para ir a cualquier otra parte...) La subida es dura, por lo menos para mí, y al llegar al final voy echando el bofe, sudando y con la cara desencajada. Estoy deseando sentarme en una piedra, relajarme, secarme y ponerme mi consabida camiseta técnica para hacer el camino de vuelta en unas condiciones aceptables. Y allí están de nuevo: un grupo de horteras que van en chándal de la Selección, las mujeres criticando a alguien de la familia como si estuvieran tomando cañas en un bar, y los demás por allí dando saltos. Yo con la lengua fuera, y esta gente como si anduvieran por la Gran Vía. Y que no se marchan... En ese momento, y lo reconozco aunque esté muy feo, deseé con toda mi alma que en una de esas cabriolas se rompiesen una pierna! Bueno; al final nadie se cayó, hicimos el camino de vuelta bastante mejor de lo esperado, y aquí paz y después Gloria. Pero...
Pero a la tarde, mientras íbamos en el coche por una carreterita de esas locales que parece que no quieren que llegues a tu destino, vimos a un señor mayor, un lugareño, caminando por el arcén con unas zapatillas de fieltro, de esas de cuadros que les gusta tanto a los señores mayores (y a algunos adolescentes) ponerse en casa cuando llega el frío. Mírale. Y con sus pantalones de tergal, su chaqueta de lana y su palo de madera, dándose un buen paseo antes de cenar. ¿Le hace falta ponerse el traje regional de Decathlon? No. Sale a andar por su medio natural con su atuendo natural. Porque para él el campo, adonde nosotros hemos ido "de pega", de turismo, es el lugar en el que se mueve y se ha movido toda su vida, vestido como ha podido en cada momento, y con lo que le ha venido más a mano. Y si con sus zapatillas está cómodo, pues con ellas va. Y me acuerdo de otros mayores con los que he coincidido en otros caminos y en otros lugares, yo yendo disfrazada de deportista, y ellos vestidos de persona. Y anda, échales un galgo...cómo iban de deprisa con sus alpargatas con suela de goma...realmente, a sus ojos debía parecer algo así como una extraterrestre...desde luego, una extraña. Ajena totalmente al paisaje, al paisanaje...qué ridiculez!
Abundando en la idea, nos topamos con la fiesta mayor de un pueblo de la zona. Allí sí que todos vestían el auténtico traje regional del lugar. Le llamo la atención a los míos sobre los zapatos de los hombres: unas abarcas de piel cosidas a los lados, como si fuera una simple bolsa que se cierra sobre los pies. Ese es el calzado con el que durante siglos las personas que vivían por estos lares subían los caminos intrincados de los bosques, llevaban al ganado a los pastos, cruzaban riachuelos y bajaban corriendo las cuestas. Y no les hacía ninguna falta llevar zapatillas ergonómicas, ni pantalones cargo, ni camisetas de fibra. Y aguantaban el frío, la lluvia y las piedras del sendero. Y para ellos, era lo más normal. No se lo tomaban como una excursión de dominguero, ni como un ejercicio saludable. Era su vida y punto.
Y ese sí que es un verdadero traje regional... 


sábado, 3 de junio de 2017

Alimentarse, comer y "la tontería"

Los pocos seguidores que tengo habréis comprobando a lo largo de estos años (y ya son unos cuantos...parece mentira) que hay algunos temas que he tocado en más de una ocasión, aunque desde prismas distintos o con diferentes orientaciones. Uno de ellos es la comida, de la que he hablado cuando me quejo del "peso de la vuelta" y cuando critico a los que utilizan la termomix y se tragan MasterChef. Pues preparaos para otra sesión gastronómica! Pero esta vez teñida de otras ideas que se pueden extrapolar a todos los ámbitos de la vida.
 
Alimentarse. Eso es lo que hace cualquier ser vivo. El ser humano, en los primeros albores de su existencia, convirtió esta necesidad en su razón de ser: para ello cazaba, y para cazar pintaba las cuevas, y para pintar utilizaba la sangre de los animales que había comido. Se movía por el mundo recién nacido detrás de sus presas, y así ocupaba nuevas tierras, e iba dejando su huella. Descubrió un día que las plantas que arrancaba se podían producir adrede, y así se convirtió en agricultor, y construyó poblados junto a los ríos que regaban sus sembrados, y desarrolló civilizaciones y culturas maravillosas que aún nos asombran en su grandeza. Y convirtió el medio para conservar los alimentos en moneda de pago para sus trabajadores. Y distinguía a los poderosos de los siervos por lo que se presentaba en sus mesas. Y se alzó en armas contra aquellos cuando no tenía pan. Y emigró a otros países cuando su principal sustento escaseó. Y se lucró del hambre de las gentes cuando no había qué comer. Y durante veintiún siglos, el ser humano ha estado alimentándose del modo que le ha parecido más conveniente, apropiado o simplemente con lo que ha tenido más a mano.
Hoy día, en este mundo que vivimos tan informado y tan políticamente correcto, alimentarse se ha convertido en toda una aventura; alimentarse bien, quiero decir. (Y no me voy a extender sobre los países que padecen hambrunas porque eso me llevaría a otros temas tan interesantes o más que el de hoy pero que ahora no son los que me ocupan). En el ámbito internacional existen organismos oficiales que continuamente nos alertan sobre la conveniencia de comer esto o aquello; alimentos que han sido corrientes en nuestras dietas diarias pasan a ser demonizados y a engrosar una lista de actividades de riesgo que no debemos practicar si no queremos caer fulminados por la peste de nuestros días: el cáncer, el infarto...lo que hace pocos años era saludable ahora es puro veneno, y lo que en la época de nuestros padres era poco menos que comida para los cerdos, ahora es lo más "in" y su precio sube como la espuma porque todo el mundo lo busca, en herbolarios, tiendas de dietética... (qué nombres exóticos: trigo sarraceno, espelta...suenan tan bien que seguro que son maravillosos!) Reconozco que yo también me dejo llevar muchas veces por este tsunami dietético: como todos, procuro organizar menús lo más equilibrados que puedo; ya tengo asumido que el zumo de fruta no es saludable y que el pan blanco, el azúcar y la sal son dañinos. Casi he desterrado de mi casa la carne roja. Pero de ahí a convertirme en vegana va mucho trecho. En mi casa bromeamos con las charlas que en radio y televisión ofrece desde hace algún tiempo un dietista, nutricionista o como se le tenga que llamar que ahora se ha puesto muy de moda, y al que llamamos "el Talibán". Si siguiera al pie de la letra la forma de alimentarse que propugna este individuo mi vida y la de mi familia sería de una tristeza insoportable. Y es que aquí entra en juego la segunda idea: comer.
Porque alimentarse lo puede hacer uno como sea, siempre que le resulte adecuado para vivir; pero comer es otra cosa. No tengo ni idea de si los animales disfrutan con lo que comen; desde luego, los hombres hemos llegado a desarrollar un auténtico arte de la cocina porque hemos convertido en un placer lo que al principio era sólo una necesidad vital. (Esa es nuestra grandeza, convertir en placer lo que necesitamos para vivir...y no sólo hablo de la comida...) Hay personas que comen lo primero que pillan (e insisto que no me estoy fijando en el Tercer Mundo, sino en el que nosotros nos movemos) y les da igual sea lo que sea. Pero otras muchas disfrutamos con un buen plato bien elaborado, un vino decente y un postre que remate la faena. Y no hay más que pensar en cómo se celebran las buenas noticias, los acontecimientos importantes, "bodas, bautizos y comuniones" e incluso los encuentros de Estado: alrededor de una mesa. Cuando se reúnen amigos, normalmente se queda para cenar o merendar y tomar una copa; cuando se tiene una cita romántica, qué modo más agradable de conectar puede haber que el mirarse de un lado al otro de una mesa bonita y bien servida; cuando se habla de Fiesta, pensamos en comer, porque cada fecha señalada tiene un plato apropiado y exclusivo de ese momento en concreto. Reconozco personalmente que a mí me encanta comer, y si es bien acompañada, muchísimo mejor.
Ahora bien: entremos en el terreno de la última idea: "la tontería". (A ella me refería cuando hablaba de algo asimilable a todo en la vida...) Soy la primera en buscar, cuando salgo a celebrar algo o simplemente a pasar un buen rato con alguien compartiendo mesa, un lugar que me resulte agradable: bien decorado, con una vajilla original, en un entorno distinto, con un menú variado y especial que esté bien preparado y presentado; hasta me fijo muchísimo en los baños. (Haced la prueba, lo dicen todo de un local). Pero sinceramente, no soporto que intenten dármela con "queso". Esos establecimientos que se ponen de moda, a los que hay que ir si se quiere estar en la onda, y que tienen la desfachatez de subir sus precios por las nubes porque así se dan más barniz de especiales, muchas veces esconden un auténtico fraude. Si cometes el error de ir,  pagas "la tontería" y no lo que te van a poner en el plato.
Estaréis pensando quizá que me refiero a sitios como El Bulli...¡qué va! Al contrario, me hubiera encantado conocer ese fenómeno mediático y gastronómico que ya no existe. Y estoy segura de que no me hubiera decepcionado (aunque redundando en la idea de los baños, en un documental que vi en la tele sobre ese restaurante salían las puertas de los aseos y tenían adheridas las típicas figuritas de señora y caballero absolutamente casposas...¡espero que por dentro fueran más especiales!) Me refiero concretamente a esos locales de "cría fama y échate a dormir", de los que seguramente pagan a los críticos de las revistas para que les hagan un artículo llamativo y la gente acuda como un solo hombre. Claro, porque si "sale" en tal o cual revista o periódico no vamos a perdérnoslo...la moda. La moda hecha aposta y a medida para que el local X destaque y salga adelante como negocio. ¡Pero es que encima hay snobs que después de salir hablan maravillas del sitio! Claro, para que no se diga que no entienden...ni se paran a pensar siquiera qué han comido. Con tal de ir contando por ahí que han estado, ya les resulta suficiente. Han cumplido con su cuota de modernidad y pueden demostrar a sus conocidos que no hay una que se les escape...
Pues a mí me da lo mismo. Si he comido mal, lo digo y punto. Y por mal entiendo que me hayan cobrado a precio de lujo un plato corriente y moliente.  Considero más honesto un pequeño bareto que me ofrezca algo sencillo a un precio modesto que un restaurante con aspiraciones de estrella Michelín y resultados de fonda cervantina. Soy moderna (creo), me gusta estar al día, me encanta conocer cosas nuevas y probar nuevos estilos, (y me encanta comer bien), pero tampoco me duelen prendas para llamar al pan, pan y al vino, vino. Y a los snobs, snobs. Y a la tontería, tontería.   

martes, 2 de mayo de 2017

Quererse

El mes pasado fui a un concierto de polifonía programado con motivo de la Semana Santa. La hora era la más bonita posible, el atardecer: esa hora mágica en la que todo parece levitar y buscar lo sublime. El lugar, apropiado: una iglesia sencilla pero recogida y arreglada para el caso. La luz iba atenuándose y el sol poniente doraba las vidrieras del ábside. El lugar donde los cantantes construían su homenaje místico estaba remarcado por una fila de velas. Allí, sentada en el banco de madera, la música de Tomás Luis de Victoria me llevaba a otro lugar, más alto, más libre y puro. Y en esos momentos de exaltación me dejé arrastrar por la emoción total de las voces que se cruzaban como los hilos de un encaje y pensé, qué suerte tener la consciencia y la suerte de poder amar. De poder entregar y recibir amor.
Unos días antes había estado reflexionando sobre las personas que continuamente hablan con desprecio de aquellos que, se supone, forman parte de su vida porque en un momento determinado así lo decidieron. Pero ha pasado tiempo y ahora son una molestia, una piedra en el zapato, un estorbo. O así lo hacen ver a quienes les escuchan. Es posible que sea una pose, cierta manía de despreciar lo que se tiene. En algunos casos será realmente así; el amor se habrá acabado, ya no quedará nada de lo primero. Pero muchas veces es simplemente una forma de quejarse, sin reflexionar sinceramente sobre lo que se siente en realidad por la persona a la que se está minusvalorando, maltratando, con esa forma de referirse a ella. Seguramente, si el que se conduce así se viera de repente privado de la compañía de ese otro a quien critica no sabría qué hacer y se daría cuenta de cuánta parte de su vida está llenando esa persona a la que trata como un guiñapo.
Pero el problema es que desgraciadamente vivimos en un mundo en el que la gente no sabe quererse. Me refiero a querer a la persona que tiene al lado. Y aunque pueda resultar repetitiva, me apetece comentar este tema; porque ya hablé del amor como fuerza para vivir, pero ahora quiero hablar de la necesidad de saber amar.
Cuando una persona determina aceptar a otra como su pareja lo hace convencida de que le conviene, en el sentido más amplio de la palabra. Sus cualidades se ajustan a lo que espera de alguien con quien compartir la vida, y sus defectos (que siempre los hay) no son tan terribles como para que no merezca la pena soportarlos. (No estoy hablando de la pasión o el enamoramiento, eso es algo que se da por añadidura). Y así se comienza a construir un lazo, una complicidad que hace felices a las dos partes, porque uno encuentra en el otro su hogar, el sitio en que sentirse seguro, protegido, comprendido, apreciado, valorado, apoyado, acompañado. Pero el devenir de la pequeña historia personal es árido a menudo, complicado, ingrato. Hay muchas circunstancias que rodean esa unión que ha comenzado con todas las garantías posibles. Y la mayoría no son precisamente propicias para que dure y se haga sólida y fuerte. Hay muchos estímulos que distraen, muchas obligaciones que agotan, muchas preocupaciones que entristecen o enojan, mil temas en que dispersarse y que nos van alejando de aquel sentimiento inicial que nos movió hacia el otro. Y también intereses individuales, no compartidos, que tiran de cada uno hacia lados distintos. Probablemente al principio no nos demos cuenta; un día detrás de otro se posponen los encuentros, las conversaciones, las risas. Pensamos, ya llegará mañana y entonces podrá ser. Pero mañana se convierte en pasado, y pasado en casi nunca. Y de repente, ambos miembros de la pareja se dan cuenta de que el otro es un extraño, que lo que se compartía ha desaparecido. Ya no importa tanto como antes la otra persona. Ahora es un elemento indeseado que se ha colado en nuestra vida y que resulta molesto. Primero se le critica, a veces con crueldad; al final se le detesta. Y acaba la relación. Y llega la soledad. Porque el lugar donde encajaba nuestra vida ya no está.
Por eso pienso que aunque a veces sea difícil y duro hay que saber quererse. Recordar cada día lo bueno e intentar mejorar lo que no resulta del todo bien. Reflexionar sobre lo que nos ofrece el otro. A todos a veces nos gustaría revivir momentos pasados, una pasión ahora algo doméstica, la emoción de encontrarse en un andén. ¿Pero porqué no plantearse hacerlo con aquel que sabe qué necesitamos de verdad? Mirar a la otra persona a los ojos y buscar allí todo lo que vimos entonces. Probablemente haya cambiado, habrá cosas nuevas y otras ya no estarán. Pero antes de tirar ese amor a la basura, mejor comprobar si sigue siendo necesario, si nos sigue dando calor. Si podemos refugiarnos en ese hogar o si las paredes han volado y no queda nada.

Esta perorata, que más bien parece un sermón de misa, es el resultado de observar a mi alrededor a tantas personas que están solas, simplemente porque no supieron hacer el esfuerzo de seguir... qué triste me parece...y aunque muchas veces pienso egoístamente que me tiene que dar igual, que si yo tengo la suerte de vivir en compañía, los demás que vivan como quieran, no me resisto a convertir este blog (cuyo eco, por poco visitado, es por lo demás mínimo) en un altavoz de mis pensamientos y en un grano de arena minúsculo para que alguien en algún lugar se pare a pensar sobre sus sentimientos antes de darse por vencido.
Porque no hay nada más maravilloso en el mundo que sentirse querido y tener a alguien a quien querer.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Querer ser Demelza

Últimamente estoy abducida por las series que me ofrece el canal de televisión que pago junto con el teléfono e internet. Reconozco que me resulta muy reconfortante sentarme una horita después de comer o de cenar (depende de las obligaciones) con mi infusión o mi café y dejar que me cuenten una historia entretenida. Preferiblemente bonita de ver, bien ambientada, con protagonistas guapos y a los que les ocurran un montón de peripecias con final feliz. Vamos, el estereotipo de la "peli de chicas". Sin embargo, mi adicción comenzó con la compra en DVD de la primera temporada de Mad men, serie unisex donde las haya, de la que había oído hablar muchísimo y por la que sentía curiosidad. Afortunadamente no sólo yo me enganché, y pude compartir con los míos el placer de contemplar esos personajes tan bien construidos, tan interesantes e irresistibles...y ver pasar ante mis ojos la historia de esos años convulsos del siglo XX que tanto me interesa. La verdad es que de la lista de todas las que llevo tragadas es sin duda la mejor, y su final insuperable. Aun así, me han encantado otras muchas, como Downton Abbey, Crematorio, Guerra y Paz...y por supuesto, Poldark.
 
Cuando vi la carátula de esta última en el catálogo de series disponibles me surgieron mil reticencias. No me decidía a probar. Uff, esos actores modernos...no tendrían comparación posible con los que yo amaba en mi infancia, cuando se estrenó en España la primera adaptación de las novelas de Winston Graham. Y seguro que ni la historia ni los paisajes le llegaban a la altura de la zapatilla...pero hete aquí que me acabé la última serie apetecible (de esas de café y modorra); y un día le di al play y comencé a verla. Y me encontré de nuevo con ellos: Poldark y Demelza.
He de decir que en contra de lo que yo temía, ambos actores son mucho más guapos que los antiguos (sobre todo Ross, el protagonista; en este caso el que se quita la camisa es el chico...para deleite de las espectadoras!), los paisajes son auténticos y maravillosos (aunque hay que reconocer que la Inglaterra que sale en las pelis es mucho menos lluviosa que la real) y la historia apasionante.  Así que de repente me he reencontrado con un mito de mi infancia que por casualidad ha resurgido y que ahora, con la distancia de los años, puedo comprender y reconocer. Ese mito no es otro que el personaje de Demelza.

En los años setenta yo era muy pequeña, pero no me perdía las series que ponían en la "normal" (la única otra cadena era el "guache-efe"), aunque fuera por la noche, mientras se cenaba o incluso después. Siempre me ha dado pereza irme a dormir y mis padres, aburridos ya de mandarme a la cama sin resultado, me dejaban quedarme viendo la tele. Así pude ser partícipe del gran éxito de Poldark. No sé muy bien si la historia era igual que la de la versión moderna, posiblemente si; después de tanto tiempo casi no la recordaba en absoluto. Solo esas costas abruptas y verdes y el maravilloso carácter de una mujer que se convirtió en mi modelo inmediatamente. Porque para mí, Demelza era el ejemplo a seguir: yo quería ser como ella, y todas las noches rogaba que cuando fuera mayor pudiera convertirme en una persona así. La palabra con que yo la definía era "encantadora". Una mujer agreste, pero con la sabiduría innata de cómo tratar a los demás, de cómo dar a cada uno lo que necesita. Todo el mundo quería a Demelza, que podía recoger en su casa a aristócratas y a mendigos tratándolos por igual y siempre con una sonrisa. No viene al caso ahora pensar si logré cumplir mi deseo; en un día como hoy, en el que se nos dedica públicamente a las mujeres algo de tiempo para reparar en nuestras carencias y nuestra situación todavía de desigualdad, lo que quiero es señalar cómo este personaje encarna todo lo que a mí me gusta de ser mujer.

En primer lugar, y como ya he dicho, es una persona libre que no se sujeta a las convenciones sociales. Aunque nace en una familia miserable, víctima de malos tratos y sin otras ropas que las que le quita a sus hermanos, protege al más débil (su perro) y le defiende ante personas "de más categoría" o poder que ella, sin importarle qué puedan decir.
Es una persona resuelta. Sabe lo que quiere y lo va a defender ante los demás. No se deja llevar por lo que los otros puedan decidir o preferir. Da el paso y no espera a que llegue lo que desea: lucha por ello y lo consigue.
Es una persona trabajadora. Su buena disposición y ganas de aprender ante las tareas más duras le hará ganar la confianza y el respeto de los que van a ser en adelante sus criados y tendrán que considerarla su señora, aunque sea igual de humilde que ellos.
Es una persona amable y agradecida. Llega a un lugar en el que no se la quiere ni espera, pero con su forma de actuar se hace un hueco incluso entre los que la desprecian.
Es una persona sincera y honesta, que busca siempre la verdad y no esconde sus sentimientos ni sus opiniones. Los hace valer y brillar por su verdad y su integridad.
Tiene muchísima capacidad de amar. A su pareja, a sus hijos, a todos los que la rodean.
Es realista. No se engaña a sí misma para vivir más tranquila. Ante los reveses que le plantea la vida no se pone una venda en los ojos: afronta la verdad, la asume y toma sus decisiones en consecuencia.
Es leal. No cambia sus afectos en función de intereses materiales sino que se mantiene firme apoyando la causa del más débil.
No es rencorosa, sino que sabe perdonar y fomentar la reconciliación entre los agraviados.
En fín, es buena. Por encima de su propia conveniencia, y anteponiendo el bien de los demás, llevará a cabo acciones que ayuden a otros a ser felices aunque a ella puedan traerle consecuencias negativas.

Todos estos adjetivos hacen de Demelza una persona tremendamente humana, imperfecta pero auténtica. Ahora soy capaz  de analizarlos y enumerarlos; cuando la conocí por primera vez sólo era capaz de intuirlos. Aún así, me cautivó hasta el punto de ser para mi un referente.
Creo que debería serlo para todas nosotras. Es muy difícil de conseguir, pero yo persisto en mi afán de acercarme aunque sea en parte a ese modelo. (El primer paso está dado: cada día soy más pelirroja...)

viernes, 3 de febrero de 2017

Inventario

Seguramente hay en todas las casas objetos, enseres, que no se utilizan con frecuencia. Suelen estar guardados en cajones poco accesibles o en armarios que casi nunca se abren. Cuando yo era pequeña, pero no tanto como para no poder quedarme sola unos minutos mientras mi madre salía a algún recado, me encantaba descubrir esos tesoros ocultos. Recuerdo cómo abría con cuidado el último cajón del mueble del salón donde ella guardaba manteles y paños de cocina sin estrenar, llenos de dibujos de colores, que a mí me encantaban. Los "reservaba" allí un tanto escondidos mientras los de diario estaban aún en buen uso. Y a mí me gustaba llenarme la vista con esos diseños alegres que parecían para un día de fiesta y deleitarme con el olor de la tela nueva. También disfrutaba revisando los cacharritos que se recogían tras los cristales translúcidos de color miel que cerraban las vitrinas de ese mismo mueble: copas, bandejas, tacitas, vasitos minúsculos y delicados, bomboneras de cristal que nunca se habían utilizado para su verdadero propósito...y que estaban allí encerraditos, ocultos, y parecía que se alegraran de que yo abriera su escondite y les diera por fin la luz. Era como si cada vez que se abría la puerta de cristal fuera la primera vez que contemplaba esos objetos preciosos.
En el salón de mi casa actual también hay un mueble con vitrina en el que guardo copas, tazas,  menaje que no utilizo a diario: el más bonito, el más valioso, el que más me gusta. Solía limpiarlo con cierta asiduidad, pero últimamente se me había ido pasando el tiempo y el polvo se acumulaba en los estantes de cristal. Aprovechando que había que recoger lo que se había utilizado en la última reunión familiar, decidí vaciar todo, limpiarlo y hacer inventario. Repasar esos objetos de uso infrecuente me resulta casi tan delicioso como contemplar los que había en mi casa familiar. Me gusta recordar que están ahí colocados, ordenados y esperando que los rescate y los luzca una vez más. Me gusta ser consciente de que a mi alrededor hay cosas bellas que puedo utilizar en cualquier momento que desee y que me harán disfrutar observando cómo hacen cambiar la mesa en la que he escrito, estudiado...y convertirla en algo especial y bello.
Sin embargo, a veces pienso con cierto remordimiento si el deleite que me produce realizar ese repaso de mis objetos preciados podría compararse a la felicidad de los avaros que salían en los cuentos repasando una y otra vez las monedas que sacaban de una bolsa sobada y mugrienta...Pero no; de ninguna manera el sentimiento es el mismo. A aquellos tipos ruines les movía el egoísmo, y a mí me mueve el afán de rodearme de belleza.
Ya comenté en este blog, creo que en la entrada "lo auténtico", cómo disfruto cuidando las cosas. Y que al hacer el cambio de armarios cada temporada, las prendas que de repente salen de nuevo a la luz adquieren el viso de lo nuevo, lo sorprendente, porque antes de guardarlas las he repasado, arreglado, y están relucientes y hermosas. Cada vez que tengo que guardar lo que no me voy a poner durante los próximos meses  desecho lo ajado, lo deslucido, lo mustio. Es algo un poco "zen", creo yo, ahora que se lleva tanto el interiorismo japonés. Pero es cierto que el desterrar de mi lado las cosas gastadas me hace sentir tranquila y en paz. Y esa sensación aumenta al contemplar lo que guardo: lo bello. (Vamos, dentro de un orden; a ver si va a parecer que me visto de Carolina Herrera...)
Pero hay muchas más cosas a nuestro alrededor, y más importantes y valiosas que los objetos,  que pueden llenar de dicha nuestro espíritu y ensanchar nuestro corazón. Esas son las que debemos buscar a diario para tener un tesoro que nos acompañe y nos haga más fácil el camino. Y podemos encontrarlo en cualquier lugar y momento, cuando menos lo esperemos, siempre que seamos atentos y receptivos. La mayoría nos las proporciona la Naturaleza, que aunque nos empeñemos en alejarla de nosotros siempre insiste en ofrecernos regalos, para la vista, para el oído, para el olfato, para todos los sentidos: también en las ciudades amanece, y las hojas del otoño vuelan, y se forman arcoíris en los charcos de las aceras como piedras brillantes. Y se escucha a los pájaros al borde del alba, y la lluvia martilleando insistente sobre el asfalto. Y se percibe el aroma de flores de manzanilla y anís entre los setos que rodean los edificios de viviendas. Y el viento frío del invierno nos despeja el rostro y borra la tristeza. Pequeñas delicias que decoran nuestra vida y que podemos recordar haciendo inventario, repasando cada momento en que nos han sorprendido por su pureza, su maravilla y lo inesperado de su presencia. 

 
 

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