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domingo, 27 de diciembre de 2015

MASTER MIX o TERMO CHEF y las tradiciones familiares.



Estos días de Navidad en casi todos los programas de radio dan recetas para que las sufridas (o sufridos) anfitriones queden divinamente con sus invitados. Algunas son imposibles y otras en cambio aportan datos que siempre vienen bien: la temperatura correcta del horno, cuántas vueltas se le debe dar a un ave rellena para que se dore bien… me gusta escucharlas, porque me dan ideas para mejorar lo que vengo haciendo desde hace ya muchos años.

El fin de semana pasado, justo cuando comenzaba mis vacaciones, escuché uno de estos programas en los que daban varios de estos consejos. Pero lo que más me llamó la atención, aparte de la receta, fue que el cocinero puso de manifiesto algo que he pensado muchas veces y que parece ser cierto: casi nadie cocina ya. Lo dijo a propósito de una cena a la que fue invitado, en la que el amigo que recibía en casa ni sabía siquiera cómo se encendía el horno; lo utilizaba sólo para guardar sartenes (esta es una función muy común de ese electrodoméstico, sin duda, pero no la principal…) El cocinero de marras comentaba que  temiéndose lo peor, él había aportado al menú un maravilloso pescado; pero no desveló al final si llegaron a asarlo o no. Y le explicaba a la periodista que por supuesto, sabía que no era su caso, que era consciente de que ella sí cocinaba; pero que era seguramente de las poquísimas personas (él decía que un diez por ciento) que de verdad lo hacían. Y me sorprendió que este señor tan importante hubiera llegado a la misma conclusión que yo: hoy en día la gente ya no se mete en la cocina a elaborar alimentos, simplemente los descongela y los fríe o los calienta en el microondas. Cada vez se consumen más platos preparados. ¿Quién se pasa toda una tarde haciendo masa de croquetas y moldeándolas luego? ¿Quién empana filetes? ¿Quién prepara hamburguesas directamente con carne picada y algún ingrediente más? ¿Quién hornea macarrones? (Aparte de la locutora, alguna que otra persona y yo misma…) El paladar de los niños se está atrofiando: cuando prueban una de estas preparaciones hechas en casa no les gusta: no sabe igual que las que salen del paquete de cartón.

Como a mí me gusta cocinar (no sé si decir “me gustaba”; últimamente cada vez me cuesta más trabajo y me da más pereza, pero lo sigo haciendo), me fío bastante poco de las chicas que se intercambian recetas en los trabajos, recetas que cuando las escuchas te dan idea de lo que saben hacer en realidad: usar su termomix. No digo yo que ese aparato no vaya a ser la olla exprés del futuro; hay electrodomésticos que han facilitado muchísimo las cosas en la cocina, sobre todo a las personas que no tenemos todo el día para cocer garbanzos, y quién sabe si dentro de unos años habrá un aparato de esos en todas las casas. Pero de momento, recelo bastante de un cacharro en el que pones todos los ingredientes a la vez y ello solo se lo guisa (pero no se lo come, jeje…) Y luego hay que limpiarlo, qué pereza…es como la licuadora, que no creo que haya nadie que la use después de la primera vez que tuvo que limpiarla. Tardas más en recoger que en preparar la comida…Y lo que abultan…en fin, no quiero ponerme radical en este tema, porque vaya usted a saber si la termomix pasará dentro de un tiempo a ser un chisme imprescindible y hasta yo misma reconoceré su utilidad. De momento, permítanme que desconfíe. Con mi olla exprés, mis sartenes y mis cacerolas me apaño bastante bien.  Y no me paso todo el día en la cocina…sobre todo a diario…

Visto lo visto, hay algo que no me encaja: el tremendo éxito de los programas de cocina, esos realitys, de adultos o de niños, en los que la gente se quema las cejas en los fogones mientras unos cuantos cocineros marisabidillas los ponen a caldo. ¿Qué interés puede tener la gente en ver cómo se hacen platos complicadísimos si luego van a ir a la cocina a abrirse una lata? Quizá el mismo que si contemplaran cómo se construye un edificio, o se fabrica un automóvil o un avión. Miran absortos cómo alguien hace algo muy difícil, que ellos jamás serían capaces de igualar.  Es la maravilla de lo imposible, supongo. Eso sí, la publicidad de esos programas meten por los ojos hornos, maravillosos alimentos que se pueden encontrar en lujosos supermercados, y todo tipo de adminículos para que si el espectador se atreve a acometer la tan ardua empresa de emular a los que está viendo, pueda elegir los instrumentos adecuados para conseguirlo… En fin, un despropósito. Por la mañana, bombardeo de recetas para hacer ese mismo día la comida familiar (¿en qué casa se come ya a mediodía toda la familia junta, y sobre todo, tan contundente y complicado como lo que nos enseñan?), y por la noche, espectáculo culinario con intriga incluida: ¿quién será el que salga del programa hoy? Por todas partes se escucha a cocineros dando consejos (eso ya lo he dicho más arriba). ¿De qué sirven, si tan poca gente los va a poner en práctica? Habría que encontrar la manera de animar a la gente a meterse en la cocina para preparar cosas sencillas y arte-“sanas”. Sin ringo-rangos. La cocina de toda la vida. Un guiso, una crema, un caldo, una legumbre, una pasta rica…un asado. Como los de Navidad.

Otra tradición más que se está perdiendo. Cocinar en Navidad para la familia. Yo sigo en ella, aunque la verdad, cuando se termina el maratón navideño acabo hecha fosfatina y prometiéndome a mí misma que el año que viene no me van a pillar en estas. Pero al final siempre caigo de nuevo, porque tengo que reconocer que no hay nada más satisfactorio que poner en la mesa un plato y que la gente disfrute de él, y además te lo alabe. Cuando todo el mundo te dice lo riquísimo que está todo, se olvida las horas que has pasado de pie trinchando la dichosa pularda o amasando el roscón (por cierto, este año he creado una nueva variedad: el roscón sin agujero. Se me juntó toda la masa cuando lo vertí en la bandeja…qué desastre…eso sí, rico estaba!) Como tantas otras.

Ya he hablado en anteriores Navidades de las cosas que hacemos en mi familia: cantar villancicos, poner adornos, ir al centro a ver el mercadillo navideño, (vamos, como casi todo el mundo en estas fechas), o tomarse un chocolate en un café antiguo de los que ya casi no quedan, contemplando con nostalgia los ventanales pasados de moda, los mantelitos azules y el vasito de agua, y esos camareros a punto de jubilarse, preguntándonos si será este el próximo en cerrar y acabar así con otro capítulo de los recuerdos de nuestra vida…Y me planteo si las costumbres de mi infancia, y la de mis hijos, seguirán siendo las de mis nietos, si llegan en un futuro. Seguramente, no. Pero,  ¿es eso realmente importante? Porque mis tradiciones (hablo ahora de las navideñas, ya que estamos en estas fechas) son las que han surgido en mi familia, y algunas eran comunes a mucha gente, a un país entero, como las uvas de Nochevieja o la cabalgata de Reyes,  pero otras han arraigado entre mis seres queridos, costumbres que yo misma he ido forjando con el paso de los años. Costumbres que me hacen ser feliz.

Por eso, pienso que no debemos tener nostalgia por cosas que van pasando o se van perdiendo. Si permanecen será porque nos traen algo bueno. Si se marchan es que ya no nos aportan lo mismo que cuando surgieron. De lo que estoy segura es de que toda la gente, en cada grupo humano por pequeño que sea, creará nuevas formas de ser feliz, que repetirá año tras año, hasta que otras personas las cambien e inventen otras, y así siempre, porque lo mejor de las tradiciones es que cuando las seguimos nos sentimos bien, a gusto, como en casa. Si no, no valen de nada. Es mejor inventar una nueva. Nuestra, entrañable y compartida por los que queremos. Esa será la mejor de las tradiciones.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Usar y Tirar

¡Ya noviembre, y sin haber escrito nada desde hace un montón de tiempo...! Los pocos lectores que tengo pensarán que me he aburrido de mi blog y lo he arrumbado a un lado como a un trasto viejo y sin interés, abandonando a mis "fieles seguidoras" porque ya no tengo nada que contarles.
Pues no, tengo mucho de que hablar; lo que me falta es un ratito de tranquilidad y una buena infusión  al lado que me inspire y me relaje para que las palabras salgan como yo quiero y pueda expresar todo lo que continuamente me va rondando por la cabeza. Porque estos artículos son el resultado de muchas horas de pensamiento, de interioridad, de reflexión y de exploración del mundo y de mi propia visión de las cosas: parcial, parcialísima. Pero que me gusta compartir con todo el que quiera leerlos.
Hay varios asuntos que me tienen dándole al magín todo este tiempo que no he aparecido por el "aire" cibernético. Pero vayamos por partes, como decía Jack el Destripador. Aquí y ahora me ocupa uno de ellos.
Cuando cambian las estaciones (las del tiempo) yo sigo manteniendo la costumbre, anticuada y nostálgica, de las "grandes limpiezas generales". De repente me entra un furor de tornado y me gustaría llevarme en un giro, como el rabo de nube de Silvio Rodríguez, todo lo feo. Así que me pongo en acción. Este otoño tocaba limpiar unos cojines de colores que me costó mucho trabajo encontrar (ya se sabe: cuando buscas algo naranja, se llevará el verde; si buscas marrón, se llevará el morado. Y de vez en cuando, se da la feliz casualidad de que justamente el color que quieres es el que llena las tiendas. Por eso hay que andar ojo avizor...para pescar la ocasión!) No es que sean gran cosa, no son de seda salvaje ni de otomán ni de moaré ni de damasco... son sintéticos y vulgares, pero son perfectos para el lugar que ocupan. Y como no caben en la lavadora, los bajé a la tintorería.
Allí la dependienta, muy amable, me comentó que con lo caro que me iba a salir limpiarlos, bien podía comprar unos nuevos. "No, es que no quiero otros; quiero estos, que tanto trabajo me ha costado encontrar". Ella insistía: "A lo mejor no quedan bien..." Pero ante mi resistencia, accedió a admitírmelos y hacer lo que pudiera. Finalmente, pues, conseguí que los cojines quedaran limpios, preparados para luchar contra los odiosos ácaros y eso sí, un poquito (sólo un poquito) más pálidos que antes. Me salí con la mía: no tiré lo que estaba empeñada en conservar.
Algo similar me ocurre con la ropa. No sé si ya lo he comentado en otra entrada del blog, quizá de pasada; me encanta esa sensación tan agradable de preparar con mimo y cuidado las prendas para guardarlas en el fondo del armario, donde esperarán a que dentro de unos meses llegue de nuevo su turno de lucirse pletóricas y radiantes, como si las estrenáramos de nuevo. Esta labor hace unos años era menos complicada. Ahora se vuelve un trabajo de chinos: todos los instrumentos son pocos para luchar contra la obsolescencia programada del textil. La máquina de quitar bolitas; el cepillo rodante que atrapa en su goma las pelusas; el detergente para los "delicados"; los programas de lana o lencería; la plancha de súper vapor... hay jerseys preciosos que se resisten a quedarse con nosotros y muestran una tendencia suicida e irrefrenable a introducirse en los contenedores de ropa usada (ilegales, por supuesto) que están por todas partes. Hay camisas que inexplicablemente amarillean o se deshacen poco a poco ante nuestros incrédulos ojos. Tengo que reconocer que no compro en las tiendas de alta costura, pero vamos, tampoco lo hago en "los chinos"...y aún así, da igual. (De hecho, a veces alguna prenda muy barata me ha durado eternidades, mientras que otras mucho más caras se estropeaban desde el mismo día de su primera puesta).
Y es que, por mucho que me empeñe y que quiera conservar las cosas que de verdad me gustan, que he comprado convencida y que al llegar a casa aún me parecen más bonitas, tengo que afrontar la realidad: vivimos en un mundo de usar y tirar. (Tampoco es que yo esté al borde del síndrome de Diógenes; al contrario, soy poco dada a acumular trastos inútiles, pero hay ciertos objetos que me gustaría tener para siempre. Recuerdo una camiseta de algodón que me compraron con catorce años y que he tirado hace poco por recomendación de toda mi familia; tenía algún agujerito, pero los colores estaban intactos). Es el mundo del capitalismo feroz, que nos empuja a comprar sin freno y casi inmediatamente tirar lo adquirido, porque se ha estropeado o porque ya no está de moda. Las fábricas asiáticas echan humo produciendo objetos sin reparar en su buena o mala terminación: importa la cantidad, no la calidad. Sobre todo, en las franquicias de ropa juvenil, que cambian continuamente sus colecciones para que los chavales (que además no suelen tener ni un duro) gasten dinero durante todo el año en prendas que les durarán un suspiro, pero qué más da, si las pueden sustituir por otras más actuales. Pensemos en el gran monstruo: Ikea. Todo el mundo hace chistes sobre estos almacenes, pero en la mayoría de las casas que se instalan hoy en día el mobiliario se ha comprado allí. Y los enseres de cocina, y los detalles de decoración... Comprar calidad hoy en día se ha vuelto tremendamente caro. Y poco práctico. Si todo en nuestro mundo es provisional, ¿para qué pensar en objetos duraderos?
Sí, provisional. Todo parece serlo. Algunas cosas, a nuestro pesar, como los trabajos. Otras, parece que por elección voluntaria: las relaciones humanas. Y esto es lo verdaderamente preocupante; lo anterior es una mera anécdota.

Leo en el periódico un artículo sobre una nueva aplicación para móvil, Tinder. Exponen sus pros y sus contras. Afirman que en el futuro las personas buscarán sus relaciones sentimentales no mirando a su alrededor, sino la pantalla del móvil, en la que aparecen las fotos de todo aquel que se postule como "elegible", y ya está: sólo tenemos que seleccionar la que más nos guste. Evidentemente, esta aplicación se usa sobre todo para ligar. Los comentarios de las personas que la habían probado eran ilustrativos: las primeras semanas "no paraban". Tenían citas todos los días. Estaban "usando y tirando" personas. Las relaciones humanas, que aunque se centren solamente en puro sexo no dejan de serlo, se convierten así en un mero acto consumista más. Y como tal, cuanto más cambiemos, mejor. Cuantas más citas, mejor. Cuanto menos duraderas, mejor. (Y además, combinado con el rey del siglo XXI: el dispositivo electrónico. Qué más se puede pedir...)
Esta aplicación es la exacerbación de una realidad más discreta pero que ha calado ya muy profundamente en la sociedad. Los hombres y mujeres de nuestros días no consideran sus relaciones como algo "perdurable", y por lo tanto tampoco "invierten" mucho en ellas. En este caso no hablo de un gasto pecuniario, sino en esfuerzo, en generosidad y en compromiso. Los sentimientos de largo recorrido no tienen cabida; son muy "caros". Y además ocupan un hueco que "apetece" más llenar con esas otras emociones baratas que no nos van a requerir el esfuerzo de cuidarlas. ¿Qué pasa entonces con las personas que no están dispuestas a someterse a esta dictadura consumista de sentimientos? Supongo que en algún momento coincidirán con otras que no hayan querido entrar en la rueda... confío en el ser humano, y estoy segura de que el amor, en toda la extensión de la palabra, no pasará nunca de moda.

Por mi parte, tengo la suerte de poder ir conservando cosas y personas. Para conseguirlo me esfuerzo todo lo que puedo. Las cosas me importan menos, aunque algunas tienen un gran contenido afectivo y por eso pongo gran empeño en mantenerlas conmigo. Las personas son lo que más me importa. Y con ellas me vuelco. Seguramente podría hacer más; sin duda cometo errores y provoco heridas. Pero todavía hay algunas que siguen a mi lado. Las imprescindibles. Las que nunca, nunca, tiraría, por muy usadas que estén.
 
 
 

jueves, 24 de septiembre de 2015

Ciclogénesis sensacionalista.

Estamos a las puertas del otoño. Como todos los años, dentro de unos días nos sorprenderá de pronto una tarde en la que el sol se habrá ido mucho antes de lo previsto, dejándonos en esa conocida semioscuridad nostálgica y de algún modo acogedora que anuncia el inminente encendido de las calefacciones. Las estaciones se suceden, en esta zona nuestra templada del globo: tenemos esa suerte. Y más en este clima mediterráneo, en que cada equinoccio y cada solsticio son tan distintos: lluvia, sol, frío, viento; el año meteorológico es cualquier cosa menos monótono. Lleva siendo así unos cuantos cientos, incluso miles de años. No me remonto a cientos de miles o millones, porque ya estaríamos hablando de glaciaciones, y la Prehistoria siempre se me dio fatal.
No voy a repetir en esta ocasión lo que ya comenté en la entrada "Quedarse o partir". Hoy me quiero centrar en los meteorólogos y la forma de comentar el tiempo y el clima que han adoptado, sobre todo, las cadenas de televisión.
Desde tiempo inmemorial (o sea, desde que tenemos datos históricos), los hombres hemos estado mirando el cielo. La economía mayoritariamente rural dependía de la lluvia: de su cantidad y su oportunidad. Debía llover lo justo y a su justo tiempo. De ahí los numerosísimos refranes que aluden al tiempo, que relacionan la actitud de los animales o el santoral con los fenómenos meteorológicos. El ir y venir de las aves marcaba el calendario agrícola, que a su vez condicionaba el de las fiestas populares e incluso las religiosas, que se adaptaron a aquellas. Los solsticios y equinoccios coincidían también con labores del campo y se realizaban homenajes a los astros para que fueran propicios a las cosechas. Las mareas, el sol, la luna, el viento, las nubes, el rayo, han acompañado a la Humanidad y a sus trajines a lo largo de la historia.
Hoy en día, además de que en zonas de secano se siga dependiendo del pedrisco o la sequía, seguimos interesados en el tiempo que va a hacer mañana. ¿Por qué? No sé, quizá es una rémora de viejos tiempos. O si somos más prosaicos, por la necesidad de sacar o no el coche o ponerse gabardina o sandalias, o ir a la playa o quedarse en casa en el puente de mayo o en Semana Santa. El caso es que de un modo u otro, las noticias sobre el tiempo nos apasionan.
Yo tengo que reconocer que en mi caso, y gracias a un profesor (Pilar, ¿te acuerdas de su nombre? ¡Cómo me ayudaste con esto!) insoportable y rigurosísimo que nos hizo dibujar miles de modelos de posibles acontecimientos atmosféricos de las diversas estaciones (tiempo estable de primavera, tiempo inestable de verano), pero que también nos enseñó a fondo las causas y los efectos del movimiento terrestre en las corrientes atmosféricas y oceánicas, cada vez que veo en la tele las isobaras reflejadas sobre el mapa, me quedo hipnotizada, tratando de proyectar lo poco que recuerdo para inmediatamente pontificar: mañana va a llover. Va a hacer viento. Va a hacer sol.
Pero este es mi caso, y no el de la inmensa mayoría de la población (sobre todo la de más edad) que se tragan el programa del tiempo como si fuera un culebrón. Y como las cadenas de televisión lo saben, compiten unas con otras en quién da el programa más largo, más didáctico, más divertido, más desenfadado, con la presentadora más mona, mejor vestida, o el presentador más cachas, o más formalito y aseado; en fin, todo un espectáculo.
Y después de tanto rodeo, a eso voy precisamente: el tiempo se ha convertido en un espectáculo, y además y lo que es peor, en una noticia sensacionalista de primera plana; y lo que es aún más terrible: en una noticia catastrofista.
No hay semana o mes en que no vaya a ocurrir algo tremendo: o tenemos una gigantesca ola de calor, o una ciclogénesis explosiva, o van a dispararse todas las alarmas por unos vientos huracanados, o la ola de frío va a paralizar nuestras vidas. Y la gente hace, más aún de lo normal (como si todos fuéramos británicos), del tiempo su tema principal de conversación, pero no como algo intrascendente, sino como algo que va a condicionar de forma radical su vida diaria.
Parto de la base de que soy muy friolera. Parto de la base de que soy un poco escéptica con la estadística. Pero a pesar de estas dos premisas y teniéndolas en cuenta, quiero analizar con un poco de sosiego todo este maremágnum informativo en que nos están envolviendo.
Según han dicho los "medios", este verano ha sido el más caluroso desde el momento en que se comenzaron a tomar datos científicos sobre las temperaturas. Bien; no tengo por qué no creérmelo. Objetivamente, en el mes de julio (ojo, de julio), ha hecho mucho calor. Ahora, pensemos. ¿Cuál es el mes más caluroso tradicionalmente de nuestro verano? Julio. Luego el calor sería lo normal; lo noticiable sería que hubiera hecho un frío polar. Recuerdo, hace muchos años,  un termómetro de esos que antes daban la hora y la temperatura por la calle marcando 43º C a las cuatro de la tarde en Madrid, y no estaba al sol. Recuerdo un verano en el que salía todas las noches a pasear porque hasta que se había ido el sol era imposible hacer ejercicio. (De esto hace poco). Recuerdo veraneos de mi infancia en que mi madre llevaba un paraguas de flores (qué bochorno, pero en este caso de vergüenza infantil) abierto por la calle, para que no nos achicharráramos camino de la piscina donde yo aprendí a nadar. No niego el calentamiento global; no niego que la tierra se resienta y el tiempo también. Pero, ¿de verdad hay que alarmar así a la población, o es simplemente que la gente se engancha a la tele para ver si vamos a sucumbir ya o nos van a dar una tregua y eso hace que las audiencias suban, con la consiguiente ganancia de los dueños de las emisoras?
Bien; ya estamos en septiembre. Como no podemos hablar de tremendas olas de calor, hay que inventar otro fenómeno; o mejor dicho, cambiarle el nombre por uno que suene más apocalíptico. Y así hemos pasado de nuestra vieja conocida la gota fría (cuya génesis tiene una lógica aplastante en una zona como la nuestra, precisamente por el mucho calor del verano que hace que se evapore gran cantidad de agua en nuestras costas, que al contacto con un aire frío y bajas presiones forma una ondulación en la circulación del aire que se cierra formando una "gota" y que deja caer torrencialmente todo ese vapor convertido en nuestras tremendas tormentas mediterráneas - que por previsibles, no comprendo aún cómo algún ingeniero ocurrente no ha inventado algún sistema para que todo ese caudal no sea dañino y además no se pierda, con la escasez que luego tenemos...-) al más sonoro y tremendista nombre de "ciclogénesis explosiva". Vamos, algo así como la bomba atómica de las tormentas de otoño. Y claro, todo el mundo ya asustadísimo, los ancianos sin atreverse a salir de casa, todo el mundo comprando botas de agua (mira, eso le viene bien a mi amiga la zapatera)...en fín, un despropósito.
Ahora me acaba de comentar una persona que ha oído que el otoño va a ser muy lluvioso y caluroso. Lo de la lluvia me parece lo normal. Que sea caluroso, pues supongo que significará que en vez de ponernos el abrigo gordo en noviembre nos lo pondremos en Navidades. Otoño, como primavera, son estaciones "de tránsito", en las que lo normal es "lo anormal", o sea, la inestabilidad. Tan pronto puede hacer frío, como calor, llover (más en otoño que en primavera) o hacer sol. Vamos, a ver quién ha tenido una boda en otoño y no se ha quebrado la cabeza pensando si se iba a poner abrigo o americana, y al final casi ha tenido bastante con un echarpe...

Por favor, normalidad. No tengo ganas de vivir asustada por el tiempo. Me iré adaptando a él como buenamente pueda. Si hace calor, disfrutaré de él (porque me gusta) y llevaré menos ropa. Si hace frío, intentaré disfrutarlo también (la verdad es que con el comienzo del curso casi apetece ya esa sensación de ir arrebujadito) debajo de una buena bufanda. Y sobre todo, disfrutaré de esos cambios que hacen que nuestro paisaje cotidiano sea cada día diferente: ver cómo las hojas se van poniendo amarillas, pisar la mullida alfombra que forman en el suelo de los parques, observar el color plomizo del cielo antes de la tormenta, oler el aroma de la tierra mojada, tomarme un café para entrar en calor cuando vengo de la calle. En definitiva, vivir mi tiempo. No el de los telediarios.

jueves, 30 de julio de 2015

A vueltas con la nostalgia: pasado, futuro...

Desde que comencé a crear este "Aire de Vida" (hace ya años, qué barbaridad!) tenía una idea muy clara: no quería comentar noticias de actualidad, lo que pasa por el mundo, lo que sale en las tertulias, en los periódicos...este blog debía ser un lugar aparte, un lugar para reflexionar sobre la vida, distraerse y relajarse. Y sin embargo, hoy voy a romper mi norma. Pero no del todo...seguiré mirándome al ombligo, como de costumbre...al rebufo de una noticia muy "notoria". Cierran el Café Comercial, en Madrid.
Todo el mundo ha hecho comentarios, cada día un columnista aboga en su espacio porque la nueva Alcaldesa haga algo para impedirlo. Yo sólo puedo hablar de mi experiencia. Y sorprenderme, y sentirme orgullosa, de haber compartido ese espacio con gente tan señalada de la literatura, el teatro, el cine...aunque no haya sido en el mismo tiempo.
Allá por la prehistoria, (por mi prehistoria), formé parte de una revista literaria que no duró más de tres números: Dyelta. Me enteré de su existencia, mejor dicho, de su inminente creación, por mi hermano, que a su vez escuchó la reseña en la radio (bendita radio, siempre). Así que ni corta ni perezosa, y animada por las ganas de conocer gente con mis mismas inquietudes, allá que me fui: al Café Comercial, donde se reunía el grupo gestador de la nueva publicación. Yo acudía en calidad de poetisa, porque con esos poquísimos años, el que escribe indefectiblemente lo hace en verso.
Me encontré allí con personas mayores que yo (eran muy jóvenes, aunque a mí me parecían madurísimos) de muy variada condición. Universitarios con pinta y hechuras de progre, fantasmas con poco que hacer y mucha cerveza que beber (qué tremenda halitosis...), argentinos recién llegados al Foro que hacían honor a la fama que por aquella época tenían, pedantuelos, algún senior algo más experimentado...Yo callaba, contestaba con algún tópico que otro cuando me preguntaban, y callaba más aún. (Tanto callaba que hasta uno de ellos dedicó una poesía a mis silencios). Estaba aprendiendo a escuchar.
El Café Comercial fue testigo de estas reuniones dispersas y a menudo infructuosas que no hacían progresar adecuadamente el pequeño proyecto que teníamos entre manos. Pero también lo fue de largas esperas en su puerta; alguna vez la persona que debía llegar se fue tranquilamente a una manifestación dejándome tirada sin contemplaciones más de una hora.
Sí, siento nostalgia de aquel Café. Otros han cerrado también: el Lyon, a donde nos trasladamos después y que estaba tan a mano del Retiro, buen lugar para escaparse cuando el nivel de tontería excedía lo soportable. El Sol, en la Puerta homónima, que ahora es un burguer. ¿Qué debemos hacer? Ser objetivos es muy difícil.  Más allá  de mi amiga la nostalgia, es cierto que los lugares emblemáticos de una ciudad no deberían desaparecer. El primer deber de un ciudadano es salvaguardar la Historia, sus huellas en los rincones. No debemos olvidarnos de que una ciudad está hecha de montones de sustratos y cada uno nos habla de una época y de los que la vivieron. No podemos arrancar uno de golpe y quedarnos tan tranquilos. Pero puestos a que suceda sin remedio, ¿nos rasgaremos las vestiduras? Por supuesto que me dará pena pasar por la Glorieta de Bilbao y ver un Starbucks donde antes había mesas de mármol. Pero quizá los chavales de hoy, que ya no se reunirán para crear revistas sino juegos de ordenador, o guiones de cine o de televisión, estén perfectamente a gusto allí. (Es más, yo estoy muy a gusto en los Starbucks. Tienen una tarta de zanahoria fantástica). Dejando de lado lo castizo, creo que cualquier lugar es bueno para la creación de cualquier tipo, y que las personas con inquietudes se seguirán reuniendo en los sitios más insospechados (históricos o no) para dejar volar su imaginación.
El mismo día, al lado de esta noticia, me encuentro otra: uno de los creativos de Pixar está inventando un artilugio para que los muñecos hablen con los niños. No es que digan "mamá" cuando se apriete un botón; no. Se trata de que mantengan una conversación, de que interactúen, e incluso se comentaba que podría ser de ayuda para el aprendizaje de la propia estructura del lenguaje.
Tengo que reconocer que me horroriza en un primer momento la idea de que los niños del "futuro" hablen más con sus juguetes que con sus amigos, hermanos y padres. Un muro más que le ponemos a la comunicación. (Aparte del "yuyu" que me da pensar en una Barbi hablando de sus cosas con la niña que la viste y la peina). Pero, párate a pensar y reflexiona. ¿Cuántas veces no he deseado tener un robot que me hiciera las tareas domésticas? Un ser aséptico que obedeciera estrictamente mis instrucciones: todo tal como yo lo programara. Y por otro lado, si lo estamos viendo continuamente en las películas y nos parece gracioso y hasta entrañable (pensemos en C3PO), ¿ cómo vamos a sorprendernos de que algún día no muy lejano esto llegue a ser real? Sería absurdo que lo que estamos previendo y deseando, cuando se convierte en realidad, nos apabulle y asuste. También es verdad que hay ejemplos terribles, como el de Hall, el robot de 2001, que con su serenidad imperturbable es capaz de cargarse a los tripulantes de la nave. Pero en ambos casos, tanto en el del robot adorable como en el del terrorífico, el hombre dirige a la máquina y puede interferir en su programación, que es al fin y al cabo su conciencia. Gracias a ello se salva el prota de 2001...( y no hago spoiler; todo el mundo la ha visto).
Choque de trenes. El vetusto Café arrollado por Star Wars. La Historia de Madrid y la Ciencia-Ficción. El pasado y el futuro. ¿Con qué me quedo? ¿Con el Café Comercial y mi Nancy? ¿Con los cafés franquicia y los robots domésticos? ¿Podemos mezclar la historia con las nuevas tecnologías? Creo que la última es la mejor opción: conservar lo que fuimos y prepararnos para lo que seremos. De momento, lo único que tenemos, como siempre, es el presente: en Cafés literarios o en recintos con identidad prestada seguiremos pensando (espero) ante una taza humeante, y a lo mejor de esas cavilaciones surge el mundo de mañana. Con robots o con vaya usted a saber qué.

miércoles, 1 de julio de 2015

Emoción, nostalgia y goteras


Los niños pequeños amasan las notas con sus manitas como si fueran trozos de miga sin cocer. Las trabajan, las moldean, y surgen del piano como panecillos tiernos y blancos. Los chicos mayores, con las espaldas erguidas, hacen volar sus manos sobre el teclado y convierten la música en un suave pañuelo que nos envuelve y nos acaricia. La carita de expectación de los pequeños es contenida y resguardada por el aplomo de los mayores que los acompañan.  El alma brota del instrumento mientras en el aire se mezclan los sonidos haciéndonos soñar. Y yo me emociono, una vez tras otra, una vez tras otra.

¿Por qué cuando nos vamos haciendo mayores nos asalta la emoción y la lágrima tan fácilmente? De pequeña me sorprendía que a mi padre se le quebrara la voz recordando sucesos pasados, historias de la familia o sentimientos propios. Casi me daba un poco de vergüenza ajena. Luego, en las innumerables funciones escolares, fui yo la que necesitaba del pañuelo para esconder mi sentimiento desbordado. Pero esa era otra emoción, más visceral, más pura, más inmediata, la llamada de la propia vida. Ahora me emocionan muchas más cosas, que no me atañen personalmente, que me son ajenas en un principio, pero que me conmueven profundamente. Como la belleza, la ternura, la ilusión. Pienso que quizá se deba al recuerdo de otras emociones anteriores, al sentimiento de algo ya vivido, de algo ya sentido con intensidad, que ya ha vibrado antes en mi alma. La emoción de hoy me trae la de ayer y la revive, y por eso se me sube a la cara como un sofoco y me hace esconderme avergonzada de las miradas de los demás. Es un sentimiento teñido de nostalgia, la alegría de revivir lo que ya me hizo feliz una vez.

Nostalgia… Ese sentimiento delata casi siempre la edad de la persona que lo experimenta.  Ignacio Elguero, director del programa La Estación Azul de RNE, poeta y ensayista, debe tener exactamente mi edad (por los comentarios que ha hecho en alguna ocasión). Y últimamente escribe sobre pequeñas cosas del pasado, del suyo que, obviando las diferencias, también en gran medida es el mío. En 2014 publicó una novela sobre una mujer que vuelve a su hogar de juventud y encuentra en su cuarto lo que fueron “sus” años ochenta, porque los ochenta resultaron para cada uno de nosotros muy diferentes y tuvieron muy distintas connotaciones. Ahora ha escrito un ensayo sobre las “Cosas que ya no” hacemos, decimos, existen…¡Ay, Ignacio! Te declaras mayor recordando, te puede la nostalgia... Como a mí y a los de nuestra generación, cuando nos quedamos embobados recordando aquellos objetos, sabores, olores…y sobre todo, costumbres, de un mundo que fue el nuestro pero que ahora ya no lo es, porque nuestro mundo debe ser el que habitamos hoy, si es que queremos sentirnos vivos. Sí, ya sé que la anterior entrada de este blog abogaba por los libros de papel, y que según parece ese es un objeto en vías de extinción…bueno, aún está muy presente por todas partes, aún es “de hoy”. Lo mismo desaparece primero el ebook, quién sabe…Así que debemos guardarnos para nosotros esos recuerdos, esas ilusiones vividas hace tanto tiempo, como dulces en una pequeña bombonera que sólo se abre en muy contadas ocasiones y en presencia de personas muy especiales.

La otra prueba irrefutable de que estamos en el Ecuador de la existencia son las “goteras”. La nuestra es la “Edad de la Gotera”. Todos llenos de achaques: problemas pequeños, afortunadamente, pero latosos, que nos tienen emparchados de cuando en cuando yendo al médico y haciéndonos montones de pruebas que (oh, nostalgia) hace años hubieran sido innecesarias: después de escucharnos y a simple vista, el médico habría dictado un diagnóstico, nos habría mandado unas cuantas pastillas y andando. Ahora todos estamos enredados en las consultas y los Hospitales, cada cual llevando su espinita con mejor o peor talante. Eso sí; afortunadamente, aún no hemos llegado a esa edad en la que los “males” suponen el tema principal de la conversación. De momento preferimos no estar contándonos nuestras pequeñas miserias, y así mejor hablamos de los hijos, del trabajo, de cualquier cosa que nos ataña y nos distraiga.

Tres circunstancias, tres identificadores de un momento de la vida. Emoción, nostalgia y goteras. Los guardamos en el bolsillo interior del alma, pero sin que podamos evitarlo asoman un poquito de vez en cuando, como el pico del pañuelo en el bolsillo de la americana, y como este, nos hacen decadentemente elegantes…

lunes, 1 de junio de 2015

Defensa del papel

Ahora mismo, mientras escribo esto (en el ordenador) estoy rodeada de "cachivaches" electrónicos. Mi propio PC, otro PC, un pincho USB en el que guardo cosas importantes, mi MP3, el altavoz del MP3, la tele, (cómo no), dos mandos a distancia, la impresora, el móvil y un equipo de música un tanto desfasado. Hace tan sólo quince años esto hubiera sido impensable. Incluso hace diez. Pero estos aparatos se han ido introduciendo en nuestras vidas (no digo ya en nuestras casas) y lo vemos como algo que ya forma parte de ellas. No nos resulta extraño; es más, si nos faltara alguno de estos cacharros no sabríamos qué hacer sin ellos. Por eso muchas veces pienso: si mi vida es larga, lo que me quedará por ver. Si hace unos años los aparatos electrónicos eran grandes y simples y ahora son cada vez más pequeños y sofisticados, ¿qué manejarán mis nietos, si es que algún día los tengo? ¿Cómo escucharán música? Quizá lleven un implante dentro del propio oído. O no, a lo mejor volvemos a modas pasadas (como ha sucedido con los cascos) y reaparece el "comediscos" y el magnetofón gigante a lo rapero de los ochenta...¿Cómo se comunicarán conmigo (si es que lo hacen), quizá con impulsos cerebrales o con algún otro método sofisticado? ¿Llevarán el teléfono en la huella digital? Y a no ser que heredemos algún aparato reproductor de videos en formato cassette, o nos lo encontremos en un anticuario, ¿para qué estoy guardando en el trastero una caja llena de películas infantiles y de obras maestras del cine que ni yo ni nadie podrá disfrutar nunca más? Bueno, ni esas ni las que acumulo en DVD. A saber qué formato adopta el cine. Lo mismo lo vemos en una pantalla flexible que se guarde enrollada como el hule de la mesa en una esquina del salón...(Espero que como arte, eso sí, no desaparezca...pues bueno iría alguno que yo me sé si eso ocurre...)
El caso es que en los últimos días estoy dándole más vueltas que de costumbre a este tema, siempre presente, por una serie de circunstancias. Una de ellas es que compruebo que los formatos en los que guardamos testimonios de nuestra vida o de nuestros gustos y aficiones son efímeros y muchas veces incompatibles unos con otros, de modo que siempre existe algún inconveniente tecnológico que impide que podamos disfrutar de una película, una imagen o una canción en el modo que nos resulta más cómodo y apropiado en ese preciso momento. Es decir, que se invierte un montón de tiempo en la búsqueda del medio más oportuno, o en la conversión del que tenemos a otro "apto",  y siempre puede darse el caso de que nos falte un cable, una entrada o salida, espacio en la memoria o el ordenador casque porque la batería se ha quedado frita. Total, que lo que antes era sencillo y no nos llevaba nada de tiempo, ahora se convierte en un pequeño curso acelerado de electrónica que lo más probable es que ocupe el poco tiempo que  tenemos para el ocio, y cuando queramos tener todo preparado tendremos que marcharnos de nuevo a nuestros quehaceres.
Otra circunstancia es que acabo de escuchar en las últimas horas a una persona hablar sobre las famosas aplicaciones para móvil, y tengo que reconocer que hubo un momento en que me puse en "modo desconectado" porque no entendía absolutamente nada del lenguaje que estaba hablando. Todo eran siglas. Cuando me incorporé de nuevo a la charla conseguí darme cuenta de lo que preconizaba: la obsolescencia de todo aparato electrónico distinto al móvil. Con el móvil podremos hacer cualquier cosa, y el resto de elementos desaparecerá. Eso sí, no explicó qué pasará con los "formatos" que ahora leen esos chismes en extinción. ¿Serán compatibles con la nueva edición de teléfono que sustituya a todos ellos? Porque si no, tendremos que convertirlos, y nos pasará seguro como con las pobres cintas de VHS, que al pasarlas a DVD se ven fatal y como venidas de otro mundo (desde luego; del mundo antiguo de hace veinte años). ¿Qué será de toda la información que guardamos en los discos duros, de las tropecientas fotos tomadas con ansia pantagruélica -da igual hacer mil, ya no hace falta llevarlas a revelar- y que no están en ningún otro sitio? Nuestra vida se pierde si se estropea ese aparato. Si deja de funcionar nuestra memoria -la de verdad-, no tendremos ya otra "externa" que nos recuerde quiénes fuimos.
Pero tengo que abandonar estas disquisiciones para centrarme en el tema que me importa más. Este chico de las APPS reconoció ante el auditorio que no usaba mucho el "kindle", según él próximamente llamado al destierro por el megapráctico móvil que vendrá, porque el caso es que no leía mucho, vamos, que no leía. A ninguno de los presentes se nos ocurrió preguntarle si alguna vez leía un libro de verdad, un libro de papel. Nos habría mirado como a seres llegados en una máquina del tiempo.
Así que siguiendo con el hipotético asunto de los nietos, me los imagino entrando en mi casa como quien se introduce en las pirámides de Egipto, y comentando "fíjate los abuelos, las cosas tan curiosas que usaban...¡papel! y lapiceros, bolígrafos, rotuladores, para escribir, para leer..." (Y no me quiero meter en el mundo de la filatelia, -sí, sí, los sellos, esos pequeños trocitos de papel de colores- porque entonces tendría para todo un año de blog y además ese no es mi tema).
Aprovecho pues q pue estamos en plena Feria del Libro para defenderlo. No hay quien me quite la idea de que la gente que disfruta leyendo de verdad prefiere mil veces acariciar las páginas olorosas de un libro nuevo, recontar las que le quedan por leer, hacer ese gesto de pasar rápidamente con el pulgar el canto delantero y ver cómo se desliza por nuestra mano todo lo que ya hemos leído o nos espera más tarde. Escuchar el sonido de las páginas. Subrayar, doblar una esquina. Poniéndonos cursis, guardar una flor. O una foto o una tarjeta. Comprobar cómo se humedecen las hojas si lo leemos cerca del mar, y traernos así de vuelta a casa un poquito de brisa entre las páginas abarquilladas. Buscar el final de la historia en las últimas. Escribir la fecha en que entró en nuestra vida, o una dedicatoria. ¿Pero de verdad alguien que lea con auténtico sentido y placer puede sustituir todas estas delicias por otro aparato más...? No me lo creo. Hasta sentir el peso del libro en el regazo es agradable...no me vengáis con que el libro electrónico no pesa nada.
Por eso reivindico el papel. Defiendo el libro editado, últimamente cada vez con más primor, con ilustraciones de grandes dibujantes, con tapas duras y decoradas...joyas en nuestras manos. No pienso prescindir de mi biblioteca, aunque acumule polvo y amarillee. Precisamente por eso, quizá. Los libros siempre están ahí. Sólo necesitas extender la mano y asirlos, abrirlos y disfrutarlos. No hace falta cable, ni conversor, ni disco duro; sólo los ojos, el mejor y más sofisticado "lector" multimedia que existe. Anún a riesgo de parecer una carca y de que el día de mañana mi casa parezca un museo de antiguallas, seguiré comprando libros de papel. Siempre estarán ahí cuando los necesite.

domingo, 10 de mayo de 2015

Aurea Mediocritas

Pues no, no he abandonado mi blog. Aquí estoy de nuevo, con un tema que lleva un tiempo rondándome la cabeza. Pero es que he estado muy ocupada "produciendo música"...algunas de mis seguidoras habituales seguro que sabrán porqué. ;)
 
Hace poco tuve noticias de una persona a la que conocí hace tiempo y de la que no había vuelto a saber. Pertenece, más o menos, al mundo de la farándula. Y por lo que me dijeron, su vida no está siendo ni ha sido fácil, a pesar de que sigue adelante con fuerza. En ese momento pensé: hay que ver, creemos que la mayoría de la gente tiene una vida normal, como la nuestra, y en realidad hay mucha gente que vive de otro modo, de susto en susto, de apuro en apuro...un poco a salto de mata. No es tan corriente lo que tengo yo.
Porque,  ¿qué es una vida normal? Cuando yo era jovencita me parecía muy atractiva la vida de los grandes genios, de los bohemios y de todos esos seres fabulosos que conocía por sus obras, literarias, pictóricas, grandes creaciones nacidas en grandes mentes, sentados en mesas de antiguos cafés entre humo de opio y vasos de absenta, o pintando al aire libre rodeados de amigos y cestas de mimbre con botellas de vino y fiambre francés. Me fascinaba también pensar en esos artistas maravillosos, cantantes, bailarines, que tenían por hogar el mundo. Quería ser periodista, reportera de guerra, y recorrer el mundo entre peligros como los aventureros de pega que salen hoy en los programas de televisión. Tenía una idea de la vida que quería vivir muy distinta a la que en realidad he vivido después. Y durante mucho tiempo me he estado compadeciendo a mí misma por no haber conseguido algo de aquello, una chispa de genialidad, algo genuino, único. Simplemente tengo una vida normal. He alcanzado lo que Horacio llamaba "aurea mediocritas". Y ahora comienzo a valorar el primer término del tópico: no me quedo en el segundo, que por otro lado habla de equilibrio, de término medio, donde como todos sabemos está la virtud. Pero ese "aurea" está aportando a la expresión algo muy importante: está dándole un valor absoluto a conseguir ese estado de tranquilidad que a mí me pareció durante tanto tiempo corriente y vulgar, carente de mérito.
Y ahora que me pongo a reflexionar sobre esta cuestión me doy cuenta de lo distinta que es la realidad de lo que yo pensaba.
Llego a la conclusión de que alcanzar este "estado de normalidad" cuesta un tremendo esfuerzo. No tengo más que mirar hacia atrás para comprobar lo que he tenido que trabajar hasta llegar aquí. Todo lo he conseguido a pulso; nadie me ha regalado nada. Ni el amor, ni el trabajo, ni unos hijos maravillosos. Todo lo que tengo lo he ido construyendo con mi actitud, con mi constancia, con mi determinación. Con una entrega constante y con mucho sacrificio, (que aún mantengo vivos). Esa es mi gran obra. Mi aportación al mundo. No es visible, o por lo menos no como lo pueda ser una escultura o una catedral, o una maravillosa novela. Pero creo que sí contribuyo a que lo que me rodea sea un poco mejor. Y esto es realmente muy importante. No he creado belleza que se pueda contemplar en un museo, ni una maravillosa obra literaria que contenga el universo de la sabiduría. Pero con mi propia vida estoy contribuyendo a que la de los demás sea algo mejor, algo más bella. Porque me esfuerzo en hacer las cosas bien. Y entre esas cosas está mi propia actitud, lo que yo doy de mí misma, pero también lo que he ido construyendo granito a granito y poniendo en los que me rodean: intentando educar buenas personas, creando a mi alrededor una zona de bienestar que alcance a los que entran en ella. ¿Una mediocre vida burguesa, palabra que me horrorizaba de joven? Pues sí, qué le vamos a hacer. Pero con otro adjetivo. Una esforzada vida normal. Una trabajada vida normal. Que por otro lado, como ya he dicho, no es tan corriente ni tan habitual como puede parecer.
 
Porque resulta que en el fondo es mucho más sencillo dejarse llevar. Uf, qué vida difícil tienen los aventureros...esos que recorren el mundo en una moto o una bici, con una mochila y nada más. ¿Difícil? Quizá incómoda. Pero es más difícil levantarse cuando suena el despertador, todos los días, todos los días. Aunque no nos apetezca. Esfuerzo, trabajo, tesón. ¿Le cuesta al aventurero recorrer kilómetros en su transporte y dormir al raso? No es nada confortable, pero está haciendo en ese momento lo que le da la gana. Nadie le manda, y simplemente se deja llevar. Vive de lo que encuentra, sea poco o mucho. Se deja llevar. Eso es lo que hace mucha gente que tiene una vida "complicada". Simplemente va como la cigarra viviendo el día a día, sin preocuparse demasiado, esperando que alguien le eche una solución como si fuera una migaja o una limosna. Sin implicarse. Sin poner toda la carne en el asador. ¿Qué algo va mal? Ya se arreglará, ya vendrá otro a echarme una mano, a sacarme del fango. ¿Que tengo problemas? Será por culpa de otros; de los que me persiguen, de los que me agobian...la cuestión es no tomar la iniciativa, no ponerse manos a la obra. Es una actitud pasiva ante el mundo. Ante lo que quisieran alcanzar, pero es demasiado costoso conseguir. Porque hay que levantarse, caminar, arrancar el fruto que se ofrece allí a lo lejos...mejor seguir tumbados, esperando... 
También muchos de los grandes genios que tanto admiro se dejaban llevar, de un modo u otro. Su obra era el resultado de su gran fuerza creativa, era la energía que les salía por los poros. Pero muchos de ellos eran seres atormentados, infelices, con grandes dramas interiores o arrastrados por su propia pasión creadora: se dejaban llevar por su inercia genial. Afortunadamente para los que hemos recibido su legado, desde luego. Pero no para ellos. Su vida en la cima de lo absoluto les hacía sufrir. La intensidad engancha, emociona, arrebata, pero no se puede mantener porque nos abrasa.
 
Pues sí, mi vida es muy "normal". Pero hoy por hoy, estoy muy orgullosa de ella. De mi "aurea mediocritas". Porque me la he construido yo, ladrillo a ladrillo. No ardo en el ara de los dioses del Olimpo, pero disfruto de todos los pequeños placeres "dorados" que me voy encontrando en el camino: un cielo rabiosamente azul en una mañana de primavera, un objeto bello, un poquito de libertad en el día a día. Escribir en mi blog y salir a pasear. Ver a mis hijos felices. Saber que estoy centrada, de acuerdo conmigo misma. Mi aventura diaria puede consistir en no llegar a tiempo a una cita importante o luchar por sacar tiempo para lo que me gusta, o combinar mi horario laboral con los quehaceres domésticos. Parece una tontería, pero a veces me siento en la jungla...Y una vez inmersa en ella, lucho con uñas y dientes por conseguir lo que quiero. Trabajo, me afano. Y acabo con la tranquilidad (la "mediocritas") de lo bien hecho.
 
 

sábado, 14 de febrero de 2015

Ser otro, ser uno, ser...¿quién?

Carnaval. Llegan días de disfrazarse y salir a la calle (en los lugares cálidos, semidesnudos; en los más elegantes, con máscaras de metales ricos adornadas con esmaltes y pedrerías; en los fríos, tapados con ropajes superpuestos, pelucas y sayones, hace unos años; y ahora, con disfraces de tres al cuarto comprados en los chinos). Se organizan desfiles, bailes, charangas, se permite criticar al gobierno, al vecino, burlarse de todo...¿hasta de uno mismo? Pero, ¿Cual es la causa de que queramos escondernos o transformarnos?
Supongo que la primera razón de ocultarse es ganar una libertad que a cara descubierta no se tiene. Este no es el tema del que quiero hablar hoy, pero no puedo dejar de mencionarlo, ya que me parece fundamental si analizamos el porqué de la máscara. El delincuente se esconde para hacer sus fechorías, el amante para hacer el amor, y el que quiere cambiar su identidad sexual para verse por fin como desea, todos ellos libres de quienes los puedan perseguir: las fuerzas del orden o las de la moral.
Pero lo que más me interesa hoy es cómo nos disfrazamos, por qué nos gusta. Me da por pensar en estos días si realmente todos tenemos el deseo de ser lo que no somos, y por eso el disfraz es algo tan arraigado en todas las culturas, pasado por el tamiz de cada una de ellas. (No es lo mismo el lúgubre entierro de la sardina -ay, nuestras viejas costumbres carpetovetónicas...- que la escuela de samba de Río o las plumas y plataformas de las drags canarias). Aquí radica la fuerza del "ser otro", que en realidad es "ser uno".
 
Cuando yo era adolescente, como ahora y en todas las épocas por más que los psicólogos lo intenten evitar, todos teníamos "etiquetas". La mía me la había ganado a pulso, desde luego. Era la lista de la clase, la responsable, la seria. La persona a la que siempre se podía acudir en busca de consejo o de ayuda académica y personal. No es que no me guste, ni que no me cuadre; pero en esa época me reventaba y hubiera dado cualquier cosa por salir a la calle vestida con unas mallas de leopardo y un escote de vértigo, la melena al viento y pintada como una puerta. Los que me conocéis de entre los que leáis esto os echaréis a reír, porque realmente nunca he ido vestida así ni creo que lo haga, a no ser que sea "disfrazándome". Lo que yo quería cuando pensaba en ponerme esa indumentaria más propia de Alaska que de mí era cambiar mi etiqueta, "ser otra", pero otra que en realidad habitaba dentro de la "una" que yo era.  Otra que yo quería sacar a la luz. Una chica sexy, atrevida, superficial, un pibón de los que la gente mira por la calle. Adjetivos que nunca nadie hubiese utilizado para definirme. Una etiqueta nueva. "Otra yo", para poder descansar de ese estereotipo tan duro y difícil de llevar, y que me englobaba en un sector que yo pensaba entonces que tendría menos éxito con los chicos...(craso error, por cierto y por suerte). Pero realmente me hubiera encantado salir un día así vestida y demostrar al mundo entero (o sea, a la gente que me rodeaba a diario) que no sólo me interesaban los libros.
Sin embargo, cuando años después en una fiesta de Carnaval llegó la oportunidad de disfrazarme de verdad, lo hice de otra cosa. Me vestí de chica charlestón, porque es una época que me encanta y porque el traje era precioso y me quedaba como un guante. Y quizá, porque aquella "máscara" que yo quería ponerme años atrás no tenía absolutamente nada que ver conmigo, y en cambio sí esa imagen divertida y desenfadada, un tanto decadente, de la nueva mujer del siglo XX que dejaba sus hombros al aire, se pintaba los labios, se cortaba el pelo y bailaba descoyuntándose con los ritmos "enloquecidos" de la época. Al final, algo tenían ambos estereotipos en común: un aroma a libertad, a alegría, a desinhibición. Una estética atrevida. Un culto al hedonismo. Al final, las dos "otras" nuevas etiquetas eran el reverso de la "una": la seria, la formal, que en realidad estaba tapando ese irresistible torbellino de alegría y ganas de vivir que bullía y bulle dentro de mí.
Por eso pienso que el disfraz es el modo de ser ese "otro" que como Jekyll y Hyde todos llevamos dentro: las niñas se quieren vestir de princesa Disney; los niños, de Superhéroes; los chavales, de figuras míticas, subversivas o escatológicas; los adultos, de lo que no podemos ser en nuestro día a día y por una vez querríamos ser. Incluso, como en el cuento de Stevenson, hay veces en la vida, cuando uno está muy harto o muy cansado de aguantar el chaparrón, que uno querría ser malo, pero malo de verdad, y matar o cometer tropelías, ser corrupto, ladrón, vividor, aprovechado, egoísta,  pero sin ningún tipo de cargo de conciencia; la conciencia se quedaría escondida tras una puerta deformando nuestro retrato, como el de Dorian Grey, (otro bipolar ilustre); escondida tras el disfraz.
 
Pero, ¿quiénes somos de verdad, el disfrazado o el de la cara lavada? Posiblemente, ninguno de los dos. Si afirmáramos que el disfraz nos da la oportunidad de ser nosotros mismos estaríamos equivocados, porque esa es sólo una parte del todo. Quizá la más deseada por ser la menos vivida, la menos mostrada e incluso la más prohibida. También por ello, quizá la más atractiva. Pero sólo una parte.
¿Quiénes somos, entonces? Qué fácil lo estoy poniendo, ¿no?, para llegar a la conclusión de que la suma del otro y del uno. Pues no. Ni siquiera eso somos. Realmente, creo que lo más difícil de averiguar a lo largo de nuestra vida es quiénes somos nosotros mismos. Porque somos muchos: el que nos apetece sacar en Carnaval, pero también el que sale cada día a la calle a realizar sus tareas; el que se relaciona con la familia; el que alterna con los amigos; el que se ve a solas y desnudo en el baño y se asusta de sus cambios y piensa en la enfermedad y en la muerte; el que vive con una ilusión que le mueve y le hace llevadero el día a día; y sobre todo, el que ven los demás, que muchas veces ni se parece al que llevamos viendo cada uno una pila de años.
Por eso, aunque nos disfracemos, seguiremos siendo "quién": ni el uno, ni el otro, sino todos juntos. Nos gusten o no.
 
"Mascarita, ¿me conoces?...."

domingo, 4 de enero de 2015

Luces y villancicos

Las Fiestas tocan a su fin. "Ya vienen los Reyes por los arenales", y yo este año aún no he hecho ningún comentario navideño. Pero no por falta de cosas que contar...he disfrutado tanto de estos días que no veía momento de ponerme al ordenador.
Una de esas actividades que me han tenido ocupada ha sido hacer un recorrido en coche por el centro de la ciudad para que mis padres pudieran ver la iluminación especial de estas fechas.
Es una tradición familiar. Mi padre llevaba a mi abuelo cuando éste no podía caminar. Luego, cuando nacieron mis hijos y eran bebés, yo lo hice también con ellos. Y ahora desde hace unos años lo hago con mis padres, que se han convertido en unos niños grandes a los que de vez en cuando sacamos de paseo. En otras ocasiones la visita turística ha acabado con merendola, pero la salud de mi padre ya no permite esas expansiones. Así que este año la excursión acabó pronto, sobre todo teniendo en cuenta que (será por la dichosa crisis) cada vez hay menos calles iluminadas y las bombillas son las mismas todos los años, solo que cambiadas de lugar. También se nota que cada año hay que hacer más hincapié en mostrarles los adornos y las guirnaldas, porque se van distrayendo y ya no se fijan tanto...aún así merece la pena, sobre todo al comprobar la gratitud con que me despiden cuando volvemos a casa. Para ellos es una pequeña fiesta, y para mi una satisfacción poderles hacer este regalo tan sencillo.
Para ambientar la tarde, suelo poner música de villancicos en el coche mientras vamos circulando entre los atascos. Es otra costumbre. Desde que empieza la Navidad me llevo al coche unos cuantos CD'S y los escucho hasta que me invaden la cabeza...me gusta cantar mientras conduzco. Pero lo que más me gusta es poner en casa una antigua cassette grabada de antiguos vinilos de Raphael, Víctor Manuel, Manolo Escobar y otros coros antiguos y tradicionales que interpretan nuestra música más genuina. Me encanta Bing Crosby y Michael Buble, pero sin mi cassette sonando en la cocina la mañana de Nochebuena es como si estuviera en otra fecha. La cena no va a salir igual de bien si no la cocino al ritmo del tamborilero y los peces en el río. Por eso este año estaba un poco triste, ya que los aparatos de música que hay en casa no tienen reproductor de cassette. Y mira por donde, resulta que Papá Noel decide madrugar y de repente comienzan a sonar mis canciones navideñas de la infancia. Sí, me había traído un regalo especial: un aparato reproductor para que el día de Nochebuena no me faltara la banda sonora. Así que el roastbeef salió en su punto.
Esas canciones las he cantado millones de veces cuando era niña, incluso daba vueltas como en el corro alrededor de los muebles al ritmo de "arre borriquito". A mi madre le sigue gustando cantar. Y no hay nada más bonito que estar a su lado y comprobar que sigue teniendo ganas de pasarlo bien, de disfrutar y de celebrar la Fiesta. El día de Navidad mi cassette vino conmigo de visita a casa de mis padres, y mientras comíamos nos pusimos a cantar en la mesa (pésima educación) esos villancicos que forman parte de nuestras vidas y también de las de mis hijos. Porque yo he cantado con ellos desde bebés esas mismas melodías que se saben de memoria.
Pero, ¿y los niños de hoy en día? ¿Cantan también? En los grandes almacenes repiten una y otra vez versiones de los grandes crooners americanos. En los colegios se preparan funciones y (supongo que aún es así) se canta alguna canción navideña. Pero ¿qué pasa con nuestros villancicos de siempre? Hace años la gente dejó de quererlos; parecía que eran algo anticuado, hortera, hasta un poco grosero. Y se pasaron al Jingle Bells. Me gustaría pensar que en la intimidad de las casas las familias siguen tocando la pandereta (sobre la zambomba me caben ya muchas dudas), y desgañitándose con el borriquito y la lavandera. No sé si esto es así, pero me daría una tremenda pena que esta tradición se perdiera. No quiero desterrar temas maravillosos que vienen de fuera, soy la primera en emocionarse con las modernas canciones americanas que nos hablan del muérdago y los besos. Pero lo más bonito de la Navidad es cantar con mi cassette a todo volumen con mis hijos y mi madre. Y tocar una vieja pandereta roja de plástico de la que ya no queda más que el aro y las sonajas. Por cierto, este año no he podido, no la encuentro...mi vieja pandereta roja que yo hacía sonar con fruición, ¿dónde la habremos metido? Qué pena no tenerla conmigo. Pero al menos en mi cocina ha vuelto a sonar el "portalín de piedra"...la esencia de mi Navidad.

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