Ciclogénesis sensacionalista.

Estamos a las puertas del otoño. Como todos los años, dentro de unos días nos sorprenderá de pronto una tarde en la que el sol se habrá ido mucho antes de lo previsto, dejándonos en esa conocida semioscuridad nostálgica y de algún modo acogedora que anuncia el inminente encendido de las calefacciones. Las estaciones se suceden, en esta zona nuestra templada del globo: tenemos esa suerte. Y más en este clima mediterráneo, en que cada equinoccio y cada solsticio son tan distintos: lluvia, sol, frío, viento; el año meteorológico es cualquier cosa menos monótono. Lleva siendo así unos cuantos cientos, incluso miles de años. No me remonto a cientos de miles o millones, porque ya estaríamos hablando de glaciaciones, y la Prehistoria siempre se me dio fatal.
No voy a repetir en esta ocasión lo que ya comenté en la entrada "Quedarse o partir". Hoy me quiero centrar en los meteorólogos y la forma de comentar el tiempo y el clima que han adoptado, sobre todo, las cadenas de televisión.
Desde tiempo inmemorial (o sea, desde que tenemos datos históricos), los hombres hemos estado mirando el cielo. La economía mayoritariamente rural dependía de la lluvia: de su cantidad y su oportunidad. Debía llover lo justo y a su justo tiempo. De ahí los numerosísimos refranes que aluden al tiempo, que relacionan la actitud de los animales o el santoral con los fenómenos meteorológicos. El ir y venir de las aves marcaba el calendario agrícola, que a su vez condicionaba el de las fiestas populares e incluso las religiosas, que se adaptaron a aquellas. Los solsticios y equinoccios coincidían también con labores del campo y se realizaban homenajes a los astros para que fueran propicios a las cosechas. Las mareas, el sol, la luna, el viento, las nubes, el rayo, han acompañado a la Humanidad y a sus trajines a lo largo de la historia.
Hoy en día, además de que en zonas de secano se siga dependiendo del pedrisco o la sequía, seguimos interesados en el tiempo que va a hacer mañana. ¿Por qué? No sé, quizá es una rémora de viejos tiempos. O si somos más prosaicos, por la necesidad de sacar o no el coche o ponerse gabardina o sandalias, o ir a la playa o quedarse en casa en el puente de mayo o en Semana Santa. El caso es que de un modo u otro, las noticias sobre el tiempo nos apasionan.
Yo tengo que reconocer que en mi caso, y gracias a un profesor (Pilar, ¿te acuerdas de su nombre? ¡Cómo me ayudaste con esto!) insoportable y rigurosísimo que nos hizo dibujar miles de modelos de posibles acontecimientos atmosféricos de las diversas estaciones (tiempo estable de primavera, tiempo inestable de verano), pero que también nos enseñó a fondo las causas y los efectos del movimiento terrestre en las corrientes atmosféricas y oceánicas, cada vez que veo en la tele las isobaras reflejadas sobre el mapa, me quedo hipnotizada, tratando de proyectar lo poco que recuerdo para inmediatamente pontificar: mañana va a llover. Va a hacer viento. Va a hacer sol.
Pero este es mi caso, y no el de la inmensa mayoría de la población (sobre todo la de más edad) que se tragan el programa del tiempo como si fuera un culebrón. Y como las cadenas de televisión lo saben, compiten unas con otras en quién da el programa más largo, más didáctico, más divertido, más desenfadado, con la presentadora más mona, mejor vestida, o el presentador más cachas, o más formalito y aseado; en fin, todo un espectáculo.
Y después de tanto rodeo, a eso voy precisamente: el tiempo se ha convertido en un espectáculo, y además y lo que es peor, en una noticia sensacionalista de primera plana; y lo que es aún más terrible: en una noticia catastrofista.
No hay semana o mes en que no vaya a ocurrir algo tremendo: o tenemos una gigantesca ola de calor, o una ciclogénesis explosiva, o van a dispararse todas las alarmas por unos vientos huracanados, o la ola de frío va a paralizar nuestras vidas. Y la gente hace, más aún de lo normal (como si todos fuéramos británicos), del tiempo su tema principal de conversación, pero no como algo intrascendente, sino como algo que va a condicionar de forma radical su vida diaria.
Parto de la base de que soy muy friolera. Parto de la base de que soy un poco escéptica con la estadística. Pero a pesar de estas dos premisas y teniéndolas en cuenta, quiero analizar con un poco de sosiego todo este maremágnum informativo en que nos están envolviendo.
Según han dicho los "medios", este verano ha sido el más caluroso desde el momento en que se comenzaron a tomar datos científicos sobre las temperaturas. Bien; no tengo por qué no creérmelo. Objetivamente, en el mes de julio (ojo, de julio), ha hecho mucho calor. Ahora, pensemos. ¿Cuál es el mes más caluroso tradicionalmente de nuestro verano? Julio. Luego el calor sería lo normal; lo noticiable sería que hubiera hecho un frío polar. Recuerdo, hace muchos años,  un termómetro de esos que antes daban la hora y la temperatura por la calle marcando 43º C a las cuatro de la tarde en Madrid, y no estaba al sol. Recuerdo un verano en el que salía todas las noches a pasear porque hasta que se había ido el sol era imposible hacer ejercicio. (De esto hace poco). Recuerdo veraneos de mi infancia en que mi madre llevaba un paraguas de flores (qué bochorno, pero en este caso de vergüenza infantil) abierto por la calle, para que no nos achicharráramos camino de la piscina donde yo aprendí a nadar. No niego el calentamiento global; no niego que la tierra se resienta y el tiempo también. Pero, ¿de verdad hay que alarmar así a la población, o es simplemente que la gente se engancha a la tele para ver si vamos a sucumbir ya o nos van a dar una tregua y eso hace que las audiencias suban, con la consiguiente ganancia de los dueños de las emisoras?
Bien; ya estamos en septiembre. Como no podemos hablar de tremendas olas de calor, hay que inventar otro fenómeno; o mejor dicho, cambiarle el nombre por uno que suene más apocalíptico. Y así hemos pasado de nuestra vieja conocida la gota fría (cuya génesis tiene una lógica aplastante en una zona como la nuestra, precisamente por el mucho calor del verano que hace que se evapore gran cantidad de agua en nuestras costas, que al contacto con un aire frío y bajas presiones forma una ondulación en la circulación del aire que se cierra formando una "gota" y que deja caer torrencialmente todo ese vapor convertido en nuestras tremendas tormentas mediterráneas - que por previsibles, no comprendo aún cómo algún ingeniero ocurrente no ha inventado algún sistema para que todo ese caudal no sea dañino y además no se pierda, con la escasez que luego tenemos...-) al más sonoro y tremendista nombre de "ciclogénesis explosiva". Vamos, algo así como la bomba atómica de las tormentas de otoño. Y claro, todo el mundo ya asustadísimo, los ancianos sin atreverse a salir de casa, todo el mundo comprando botas de agua (mira, eso le viene bien a mi amiga la zapatera)...en fín, un despropósito.
Ahora me acaba de comentar una persona que ha oído que el otoño va a ser muy lluvioso y caluroso. Lo de la lluvia me parece lo normal. Que sea caluroso, pues supongo que significará que en vez de ponernos el abrigo gordo en noviembre nos lo pondremos en Navidades. Otoño, como primavera, son estaciones "de tránsito", en las que lo normal es "lo anormal", o sea, la inestabilidad. Tan pronto puede hacer frío, como calor, llover (más en otoño que en primavera) o hacer sol. Vamos, a ver quién ha tenido una boda en otoño y no se ha quebrado la cabeza pensando si se iba a poner abrigo o americana, y al final casi ha tenido bastante con un echarpe...

Por favor, normalidad. No tengo ganas de vivir asustada por el tiempo. Me iré adaptando a él como buenamente pueda. Si hace calor, disfrutaré de él (porque me gusta) y llevaré menos ropa. Si hace frío, intentaré disfrutarlo también (la verdad es que con el comienzo del curso casi apetece ya esa sensación de ir arrebujadito) debajo de una buena bufanda. Y sobre todo, disfrutaré de esos cambios que hacen que nuestro paisaje cotidiano sea cada día diferente: ver cómo las hojas se van poniendo amarillas, pisar la mullida alfombra que forman en el suelo de los parques, observar el color plomizo del cielo antes de la tormenta, oler el aroma de la tierra mojada, tomarme un café para entrar en calor cuando vengo de la calle. En definitiva, vivir mi tiempo. No el de los telediarios.

Comentarios

  1. No, desgraciadamente no te puedo ayudar, no recuerdo el nombre, quizá porque la Geografía no me interesaba absolutamente nada, yo iba a estudiar Historia y no entendía tener que pasar por el calvario de los libros de Estébanez y el "strauss..." no se qué de Geología. Aunque lo cierto es que sí aprendimos ... Yo sigo echando de menos al gran Mariano Medina, sentado, enseñando medio cuerpo de traje y corbata, serio y profesional, ... explicándonos las inclemencias del tiempo en unos años en que todo era adivinación, no había satélites, ni medidores de precisión, ahora todo es fácil, podemos anticiparnos a cualquier cambio atmosférico, antes, tenías que ser un gran profesional, como era Medina. Cuánto tiempo hace ya de todas las cosas!!!

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    1. Sí, hace ya mucho tiempo de todo...y también, afortunadamente, de nuestra amistad, que no cambia con las modas ni con el paso de los años.

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