MASTER MIX o TERMO CHEF y las tradiciones familiares.



Estos días de Navidad en casi todos los programas de radio dan recetas para que las sufridas (o sufridos) anfitriones queden divinamente con sus invitados. Algunas son imposibles y otras en cambio aportan datos que siempre vienen bien: la temperatura correcta del horno, cuántas vueltas se le debe dar a un ave rellena para que se dore bien… me gusta escucharlas, porque me dan ideas para mejorar lo que vengo haciendo desde hace ya muchos años.

El fin de semana pasado, justo cuando comenzaba mis vacaciones, escuché uno de estos programas en los que daban varios de estos consejos. Pero lo que más me llamó la atención, aparte de la receta, fue que el cocinero puso de manifiesto algo que he pensado muchas veces y que parece ser cierto: casi nadie cocina ya. Lo dijo a propósito de una cena a la que fue invitado, en la que el amigo que recibía en casa ni sabía siquiera cómo se encendía el horno; lo utilizaba sólo para guardar sartenes (esta es una función muy común de ese electrodoméstico, sin duda, pero no la principal…) El cocinero de marras comentaba que  temiéndose lo peor, él había aportado al menú un maravilloso pescado; pero no desveló al final si llegaron a asarlo o no. Y le explicaba a la periodista que por supuesto, sabía que no era su caso, que era consciente de que ella sí cocinaba; pero que era seguramente de las poquísimas personas (él decía que un diez por ciento) que de verdad lo hacían. Y me sorprendió que este señor tan importante hubiera llegado a la misma conclusión que yo: hoy en día la gente ya no se mete en la cocina a elaborar alimentos, simplemente los descongela y los fríe o los calienta en el microondas. Cada vez se consumen más platos preparados. ¿Quién se pasa toda una tarde haciendo masa de croquetas y moldeándolas luego? ¿Quién empana filetes? ¿Quién prepara hamburguesas directamente con carne picada y algún ingrediente más? ¿Quién hornea macarrones? (Aparte de la locutora, alguna que otra persona y yo misma…) El paladar de los niños se está atrofiando: cuando prueban una de estas preparaciones hechas en casa no les gusta: no sabe igual que las que salen del paquete de cartón.

Como a mí me gusta cocinar (no sé si decir “me gustaba”; últimamente cada vez me cuesta más trabajo y me da más pereza, pero lo sigo haciendo), me fío bastante poco de las chicas que se intercambian recetas en los trabajos, recetas que cuando las escuchas te dan idea de lo que saben hacer en realidad: usar su termomix. No digo yo que ese aparato no vaya a ser la olla exprés del futuro; hay electrodomésticos que han facilitado muchísimo las cosas en la cocina, sobre todo a las personas que no tenemos todo el día para cocer garbanzos, y quién sabe si dentro de unos años habrá un aparato de esos en todas las casas. Pero de momento, recelo bastante de un cacharro en el que pones todos los ingredientes a la vez y ello solo se lo guisa (pero no se lo come, jeje…) Y luego hay que limpiarlo, qué pereza…es como la licuadora, que no creo que haya nadie que la use después de la primera vez que tuvo que limpiarla. Tardas más en recoger que en preparar la comida…Y lo que abultan…en fin, no quiero ponerme radical en este tema, porque vaya usted a saber si la termomix pasará dentro de un tiempo a ser un chisme imprescindible y hasta yo misma reconoceré su utilidad. De momento, permítanme que desconfíe. Con mi olla exprés, mis sartenes y mis cacerolas me apaño bastante bien.  Y no me paso todo el día en la cocina…sobre todo a diario…

Visto lo visto, hay algo que no me encaja: el tremendo éxito de los programas de cocina, esos realitys, de adultos o de niños, en los que la gente se quema las cejas en los fogones mientras unos cuantos cocineros marisabidillas los ponen a caldo. ¿Qué interés puede tener la gente en ver cómo se hacen platos complicadísimos si luego van a ir a la cocina a abrirse una lata? Quizá el mismo que si contemplaran cómo se construye un edificio, o se fabrica un automóvil o un avión. Miran absortos cómo alguien hace algo muy difícil, que ellos jamás serían capaces de igualar.  Es la maravilla de lo imposible, supongo. Eso sí, la publicidad de esos programas meten por los ojos hornos, maravillosos alimentos que se pueden encontrar en lujosos supermercados, y todo tipo de adminículos para que si el espectador se atreve a acometer la tan ardua empresa de emular a los que está viendo, pueda elegir los instrumentos adecuados para conseguirlo… En fin, un despropósito. Por la mañana, bombardeo de recetas para hacer ese mismo día la comida familiar (¿en qué casa se come ya a mediodía toda la familia junta, y sobre todo, tan contundente y complicado como lo que nos enseñan?), y por la noche, espectáculo culinario con intriga incluida: ¿quién será el que salga del programa hoy? Por todas partes se escucha a cocineros dando consejos (eso ya lo he dicho más arriba). ¿De qué sirven, si tan poca gente los va a poner en práctica? Habría que encontrar la manera de animar a la gente a meterse en la cocina para preparar cosas sencillas y arte-“sanas”. Sin ringo-rangos. La cocina de toda la vida. Un guiso, una crema, un caldo, una legumbre, una pasta rica…un asado. Como los de Navidad.

Otra tradición más que se está perdiendo. Cocinar en Navidad para la familia. Yo sigo en ella, aunque la verdad, cuando se termina el maratón navideño acabo hecha fosfatina y prometiéndome a mí misma que el año que viene no me van a pillar en estas. Pero al final siempre caigo de nuevo, porque tengo que reconocer que no hay nada más satisfactorio que poner en la mesa un plato y que la gente disfrute de él, y además te lo alabe. Cuando todo el mundo te dice lo riquísimo que está todo, se olvida las horas que has pasado de pie trinchando la dichosa pularda o amasando el roscón (por cierto, este año he creado una nueva variedad: el roscón sin agujero. Se me juntó toda la masa cuando lo vertí en la bandeja…qué desastre…eso sí, rico estaba!) Como tantas otras.

Ya he hablado en anteriores Navidades de las cosas que hacemos en mi familia: cantar villancicos, poner adornos, ir al centro a ver el mercadillo navideño, (vamos, como casi todo el mundo en estas fechas), o tomarse un chocolate en un café antiguo de los que ya casi no quedan, contemplando con nostalgia los ventanales pasados de moda, los mantelitos azules y el vasito de agua, y esos camareros a punto de jubilarse, preguntándonos si será este el próximo en cerrar y acabar así con otro capítulo de los recuerdos de nuestra vida…Y me planteo si las costumbres de mi infancia, y la de mis hijos, seguirán siendo las de mis nietos, si llegan en un futuro. Seguramente, no. Pero,  ¿es eso realmente importante? Porque mis tradiciones (hablo ahora de las navideñas, ya que estamos en estas fechas) son las que han surgido en mi familia, y algunas eran comunes a mucha gente, a un país entero, como las uvas de Nochevieja o la cabalgata de Reyes,  pero otras han arraigado entre mis seres queridos, costumbres que yo misma he ido forjando con el paso de los años. Costumbres que me hacen ser feliz.

Por eso, pienso que no debemos tener nostalgia por cosas que van pasando o se van perdiendo. Si permanecen será porque nos traen algo bueno. Si se marchan es que ya no nos aportan lo mismo que cuando surgieron. De lo que estoy segura es de que toda la gente, en cada grupo humano por pequeño que sea, creará nuevas formas de ser feliz, que repetirá año tras año, hasta que otras personas las cambien e inventen otras, y así siempre, porque lo mejor de las tradiciones es que cuando las seguimos nos sentimos bien, a gusto, como en casa. Si no, no valen de nada. Es mejor inventar una nueva. Nuestra, entrañable y compartida por los que queremos. Esa será la mejor de las tradiciones.

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