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viernes, 27 de septiembre de 2013

Rellenos de ternura

La otra tarde iba andando por una calle muy pija de la ciudad en que vivo. La más pija, podríamos decir. Me gusta pasear por ella, porque sus escaparates están abarrotados de objetos preciosos que me llenan la vista y me hacen sentir bien, aunque no los compre; la mayoría están fuera de mi alcance...esa tarde en concreto sí había comprado algo, de una forma un tanto impulsiva, pero con mucha base de sentido práctico...(era algo que necesito y que me cautivó nada más verlo. Además, me lo podía permitir, así que la decisión fue rápida).
El caso es que iba yo tan contenta con mi paquete, fijándome en todo lo que ocurría alrededor, como siempre: es algo que asombra mucho a mi hija, el que pueda pasar por un lugar y percatarme de todo: carteles, tiendas, indicadores, señales, gente...(eso me ayuda luego a orientarme y a localizar sitios de los que me hablan...) Y de repente, delante de mí aparecieron dos mujeres jóvenes (muy jóvenes), una de ellas empujando un carrito de bebé. Tenían todo el aspecto de ser de ese barrio (no como yo, que iba "de turismo"). El carrito también. Y el bebé...
El bebé, pobre, se desgañitaba a llorar. No tendría más de cinco meses. Iba monísimo, desde luego, con sus pelillos repeinados, digno hijo de su madre (supongo que la que iba empuñando el asa del cochecito). Pero eso, sinceramente, no le servía de mucho en ese momento. No sé si tendría sed, calor (la capota estaba plegada y le iba dando el sol), hambre, o estaría harto de entrar y salir de tiendas donde hacía frío y la muchedumbre se agolpaba a su alrededor, y el olor no era el de su casa ni el de su madre (o el de la nanny). El caso es que lloraba y lloraba. Cada vez más. A grito pelado.
¿Qué hacía su -supuesta- madre? Mirar la Tablet y enseñar lo que veía en ella a su amiga. Las dos muy animadas, muy contentas, muy "ideales". Y muy sordas, por lo que parecía, ya que no oían (o les daba igual) al pobre niñito en su cuco.
Ante esa escena cotidiana, sin importancia, en la que probablemente nadie más había reparado, se mezclaron en mi interior dos emociones contrapuestas pero igual de intensas:
Una, un sentimiento sordo de aversión hacia esas dos personas, esas dos gansas que habían sacado a pasear a su niño como se puede sacar a un perro, qué digo, mucho peor, porque a los perros sus amos les hacen caso y cucamonas, y al pobrecito ni le miraban. Para ellas parecía ser un elemento más de lujo, una posesión más, un simple objeto decorativo. Se podía uno imaginar que la madre había llamado a su amiga para lucir el bebé ante ella y luego atreverse a llevar a cabo, por compromiso,  la incómoda tarea de dar un paseo con él por la calle.
La segunda, mucho más apremiante, una inmensa ternura hacia esa criaturita que reclamaba atención. Me hubiera lanzado sobre el cuco y rebuscado entre las sabanitas un chupete, un juguetito, un biberón con agua...o simplemente le hubiera tomado en los brazos y le hubiera salmodiado un "ea, ea, ea..." de esos que se dicen con la voz hueca, meciéndose atrás y adelante, y que consuelan tanto.

Esta anécdota me impactó bastante, y la retomo ahora al hilo de otra más reciente.

De vez en cuando acudo a un centro de fisioterapia para reparar mis músculos maltrechos y entumecidos. Allí me cuida una muchacha dulce como un arcoíris. Es todo lo contrario a las dos chicas del otro día: una persona amable, delicada,  receptiva, que escucha lo que le cuentas sin perder detalle, y que vuelca también sus sentimientos con la persona que nota que la escucha. Muchas veces me ha relatado historias que demuestran que en ella la ternura rebosa. No hay más que oir cómo habla de los ancianos a los que trata y visita, de las personas mayores de su familia, con un cariño infinito, de los que perdonan las pequeñas faltas en los demás. No la he visto nunca triste, siempre con la sonrisa en los labios y en los ojos. Todo ese amor lo traslada a sus manos, calientes y firmes pero suaves, reparadoras.
Mientras me arregla los desperfectos hablamos de todo un poco, y la otra tarde comentábamos lo vacía que está mucha gente, y cómo para reparar esos huecos abarrotan su vida de cosas absurdas. Lo ideal sería rellenarlas con montones de cosas interesantes, de las que ensanchan el alma y nos hacen mejores. Pero reflexionando sobre el contraste entre la dedicación a los demás de mi fisio y la banalidad de las dos petardas del bebé, pienso que por lo menos todos deberíamos rellenarnos de ternura. Quien posee esa cualidad, ese sentimiento, debe a la fuerza ser bueno, y por ende tener sensibilidad para captar la emoción de la belleza, la grandeza de lo sencillo, la eternidad de lo efímero. No hay que hacer grandes estudios ni acudir al Ateneo para que nos mueva por dentro un ser indefenso, una flor, una mariposa.
Es muy fácil. Dejémonos llevar, rellenémonos de ternura, porque así viviremos más cerca de la bondad, que a fuerza de su dócil carga de razón deshace imperios y conmueve montañas; de la que debería ser el auténtico motor de la Humanidad.

(Gracias, Laura, porque tú ya la tienes en tus dedos y la repartes a manos llenas).

viernes, 13 de septiembre de 2013

El peso de la vuelta

Como quien no quiere la cosa, ya estamos a mediados de septiembre. El verano ha pasado sin sentir, a pesar de que hemos intentado aprovecharlo al máximo,  y el otoño está llamando a la puerta en forma de chaparrones imprevistos, rebequita mañanera y noches de edredón. Es el momento de la vuelta: vuelta de vacaciones, vuelta al cole, vuelta al gimnasio, "Vuelta a España"... y esa vuelta nos pesa.
¡Sobre todo, por los kilos que nos hemos traído de "suvenir"! Hay que ver qué martirio, siempre luchando con los "tres (¡!) kilitos que me sobran". Y que siempre se instalan en el mismo sitio (le han cogido cariño a esa zona de nuestra anatomía y vuelven impenitentes una y otra vez...)
Pero este año he decidido ir zafándome de esos huéspedes de vaivén con filosofía. Sobre todo, porque representan lo mejor del verano: el placer de una cervecita o un delicioso vino blanco bien frío; el maravilloso tour gastronómico en que se han convertido mis vacaciones, en las que he probado desde las más humildes sardinas asadas hasta el más británico roast-beef, pasando por toda clase de postres ultracalóricamente deliciosos; la pereza de la siesta tumbada al sol en la playa; en fín, toda clase de sensaciones maravillosas de las que no estoy dispuesta a prescindir. ¿Hay que pagar luego por ello el peaje de unos meses estoicos bebiendo sólo agua hasta que podamos meternos en esa falda icónica que sólo nos entra cuando estamos en forma? Bueno. Pero la verdad, no estoy nada de acuerdo con un preparador personal, de esos tan de moda hoy día, que escuché el mes pasado en la radio, y que decía que en vacaciones hay que llevar una vida similar a la del resto del año: comida sana, ejercicio, nada de excesos...¡vamos, menudo aburrimiento! Para unos días que tiene una de soltarse la melena...hay que disfrutar de los placeres que podemos permitirnos, porque si los dejamos pasar quizá dentro de un tiempo sean muchos menos, y hayamos perdido la oportunidad de gozar de otros. 
La que no me pesa nada, sino todo lo contrario, es la vuelta al cole. Claro, que no soy yo la que tiene que enfrentarse a nuevos profesores, nuevas materias, el aburrimiento de las clases monótonas...Pero a mí me encanta ese olor de los libros recién comprados, de las virutas de los lapiceros afilados, de la goma de borrar que se quedó olvidada en el estuche...es un olor melancólico y dulce, como la niñez. Me hace una ilusión tremenda volver a pisar el patio, ver a los chavales salir en tropel, reírse y abrazarse el primer día como si no se hubieran visto en años...me da una sensación de familiaridad contemplar a los profesores afanarse en reunir las filas yendo de un lado a otro, chocar las palmas con sus alumnos mayores, besar a los chiquitines. Me trae recuerdos propios, pero sobre todo recuerdos de los años que llevo viendo esa misma escena con mis hijos como protagonistas. Luego vendrá el aluvión de cosas que contar: cómo han visto a sus amigos y compañeros, que el profesor preferido este año no va a darles clase, que "hay uno que es un estúpido y no puedo soportarlo y me va a ir fatal con él", que "este profesor es genial, me va a encantar su asignatura", mamá hay que llevar una foto, comprar material, forrar los libros...La más amable de todas las vueltas es sin duda para mí la vuelta al cole.
Pero no he dicho nada de la vuelta al trabajo...que me espera dentro de dos días...en fín, en esa hoy prefiero no pensar. Cuando llegue el lunes, me tiraré de cabeza a la piscina. Espero que haya agua... 

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