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domingo, 28 de abril de 2013

El derecho a la Felicidad




La semana pasada vi una película en la tele que se me había quedado en la lista de las pendientes: "Feliz Navidad". Podría parecer que la habían programado fuera de temporada, pero no es así, a pesar del título. Recrea un hecho real: en la Nochebuena de 1914, en plena Primera Guerra Mundial, los soldados alemanes, británicos, franceses, que estaban en el frente, en las trincheras, muy cerca unos de otros, decidieron hacer un alto el fuego y celebrar juntos la fecha.  Pero la película no se queda en la anécdota: relata sin sentimentalismos el absurdo de que unos hombres que no tienen nada en contra de otros se vean en la obligación de matarlos porque así lo han decidido algunos que no están allí ni estarán, sino en habitaciones confortables desde las que dirigen los destinos de miles de personas que tienen sus propias vidas, preocupaciones y anhelos, y que los ven todos rotos por la contingencia de la guerra. En la película se contraponen los sentimientos de un militar que está comprobando la crueldad innecesaria de la batalla, la miseria del hambre, la suciedad y el frío, el absurdo de verse arrancado de la realidad cotidiana y arrojado a la turbulencia de un lugar en el que puede ocurrir cualquier cosa, y de otro militar (su padre), oficial de los que habitan los despachos y deciden las maniobras. Ambos ven la situación desde lugares muy distintos. Sería interesante analizar cuál de los dos obra de modo más conveniente o es más consecuente consigo mismo; pero ahora prefiero centrarme en el que se arrastra por el barro en la trinchera, en sus compañeros de la misma nacionalidad y en los que hasta aquel momento eran sus enemigos.
Cuando el soldado alemán empieza a cantar Noche de Paz, y sin miedo alguno sale fuera de la trinchera portando un árbol adornado, y lo coloca allí en medio, entre el cementerio desnudo que todos habían contribuido a  crear, los demás lo escuchan y lo siguen con su música de gaitas o con sus gargantas. Y de repente, todos a una, precedidos por sus mandos, deciden salir y encontrarse cara a cara. Como hermanos. Como seres humanos, seres sufrientes arrastrados a la muerte por algo que no comprenden ni comparten.
Y es en ese momento, en el que han recuperado su identidad de personas, cuando la felicidad ilumina sus rostros. Son inmensamente felices en ese instante, (que se prolongaría un día, o varios), aunque están rodeados por sus amigos muertos en el suelo con los fusiles abandonados junto a ellos; aunque saben que ese horror no se va a parar aunque ellos se paren. Pero en ese momento pueden ser los hombres más felices, porque han decidido borrarlo de sus vidas y disfrutar de la alegría de estar junto a sus semejantes, de compartir sus pocas pertenencias, de disfrutar de una Noche de Paz. Todos estos soldados estaban ejerciendo un derecho primordial para el ser humano: el Derecho a la Felicidad.
 
No sé qué filósofo dijo en algún momento que la primera obligación del hombre era buscar la Felicidad, ser feliz. (Ni siquiera sé si fue un filósofo o un anuncio de la CocaCola, soy así de inculta). Pero en cualquier caso, creo que es cierto. Leo que Bután, un pequeño país asiático, ha promovido en Naciones Unidas una moción que fue aprobada en julio de 2011 según la cual se reconoce la búsqueda de la felicidad como un objetivo humano fundamental. Sin embargo, parece que la realidad que nos rodea se empeña en obligarnos a estar tristes, preocupados, ansiosos...y en hacernos sentir culpables si por un momento, como los soldados de la película, somos terriblemente felices.
Me rebelo desde aquí contra esa corriente de negatividad que quiere arrebatarnos la esperanza y la alegría. Porque no es cierto que debamos ser continuamente seres desgraciados, porque no lo llevamos en nuestra naturaleza.
 
Comprendo que hay muchas personas en situaciones límite. Que estamos en un momento de caída libre. Que el vértigo se instala en nuestras casas. Y no sólo en estos tiempos oscuros puede uno estar inmerso en la pena: siempre al acecho nos acosan la enfermedad, el desaliento, la derrota... Pero estoy segura de que hasta en los peores momentos, en las más tremendas situaciones, todos y cada uno de nosotros puede sentir ese torbellino de alegría que de repente, sin darnos cuenta, nos atrapa y borra todo lo demás.  Por lo más nimio, por lo menos esperado: una sonrisa de nuestros hijos, un beso, un amanecer, las hojas de los árboles que van brotando en esta primavera loca, una nube graciosa, el ruido de las olas, una flor perfecta entre la hierba, una canción que nos trae un recuerdo alegre, una declaración de amor. Cuando nos rodea el hastío, la desazón, la desilusión, puede ocurrir que nos asalte una tremenda ansiedad por ser felices, por salir de ese pozo de amargura y disfrutar de las calles soleadas, de sentirnos vivos, al fin y al cabo. Es entonces cuando tenemos que dejarnos llevar por ese impulso y disfrutar  sin vergüenza, sin culpa, con la alegría de haber encontrado el camino para alcanzar el objetivo fundamental de nuestra vida: la Felicidad.
Como dice Benedetti en su canción: "...mi paraíso, es decir, que en mi país la gente viva feliz aunque no tenga permiso..."
Por favor, seamos felices, tengamos o no permiso para ello.



sábado, 20 de abril de 2013

Las edades del Hombre (y de la Mujer...)

Ver fotos es muy entretenido, pero también algo arriesgado.
Si son modernas, la mayor parte de las veces no nos encontramos bien: el pelo, los ojos, el gesto, el tipo, siempre hay algo en ellas que no nos gusta. Nos decimos, "yo no soy esa, yo no soy así". Si son antiguas, y más si las vemos acompañados de alguien que no nos conoció en ese tiempo, corremos el riesgo de que no nos reconozcan: "Uy, pero si no pareces tú, qué jovencita". Es realmente difícil que nos hagan una foto con la que estemos agusto, conformes. Normalmente, porque la imagen que tenemos de nosotros es la nuestra, no la que da la cámara, ni siquiera la que se han construido los demás.
Pero no es esto lo que quiero comentar hoy: el tema de la imagen propia es tan complicado que prefiero dejarlo para otro momento. No, hoy voy a hablar sobre la edad. La que tenemos en el presente, la que tuvimos en esas fotos que repasamos con cariño y a veces con sorpresa. Sobre todo, la que sentimos por dentro.
Soy una mujer de mediana edad. (Muy muy mediana: casi la mitad, vamos). Hace algunos años, cuando era más joven y veía a señoras que tenían los años que tengo yo ahora, me parecían viejísimas. Sin embargo, ahora que yo las he alcanzado, no me siento vieja. La verdad es que a veces hasta me parece que soy algo infantil. En cada situación, en cada momento, la persona que soy yo por dentro puede ser una anciana, una niña, una adolescente, una mujer joven...según los sentimientos o los recuerdos que me despierte el hecho en concreto que estoy viviendo.
Si miro fotos de hace muchos años en las que estoy con mis hijos, contemplo el cambio físico que yo he sufrido, y si fuera una obsesa de la estética diría ¡qué horror, como estoy de cambiada, me he estropeado un montón! Pero no tengo más que mirar a esas dos preciosidades de la foto para darme cuenta de que no soy la única que ha experimentado cambios. De hecho, en ellos es aún más evidente: han pasado de ser bebés, niños, a convertirse en adolescentes y jóvenes. Y eso no significa que estén "estropeados": estaban maravillosos entonces y hoy lo son aún más. ¿Por qué en mi caso utilizo el adjetivo "estropeada" y en el suyo no? ¿Es que vivir es estropearse?
Si damos por hecho que el final de la vida es la culminación de un proceso degenerativo a nivel orgánico, fisiológico, es lógico que nos asuste ver que la mitad de ese proceso se ha cumplido ya. Pero no podemos tomarnos la vida como si fuéramos verduras metidas en la nevera que se van poniendo pochas día a día. Las personas somos algo más. Y la vida, muchas veces, y de una forma brusca y dolorosa, interrumpe el proceso a medias: no da lugar a que se llegue a término arrugadito y desgastado por dentro y por fuera.
Entonces, ¿por qué ese afán de estar siempre "joven", lozano y rozagante como una lechuga, con la piel tersa, los músculos en su sitio, ni un solo michelín colgando sobre el borde del pantalón? Se supone que el ideal de belleza es el de alguien en la veintena, recién salido de la turbulenta pubertad y convertido en un ser perfecto en la plenitud de su funcionamiento celular. No voy yo a negar que me parezca maravilloso un cuerpo elástico y grávido. Pero el impulso, la emoción que habita ese cuerpo, no se arruga. Se conserva: si queremos que se conserve, claro. Si no nos dejamos llevar por la cuenta de los años o el aspecto de nuestras ojeras. Ahí está el secreto: primero, en no olvidar cómo fuimos, y segundo, en mantener las ilusiones y las ideas de entonces igual de vivas.
Estos últimos días han repuesto en la tele una serie muy "vieja": Anillos de Oro. Yo la veía en su momento; me gustaba mucho, y ahora la he estado viendo a trompicones y a retazos. En ella salía Imanol Arias, jovencísimo (Era mayor que yo cuando la veía entonces, aunque en la actualidad yo soy mayor de lo que era él cuando la rodó: otra carambola del tiempo y la edad). Comparo su físico con el del Imanol Arias de las noches de los jueves en "Cuéntame..." y también me viene a la cabeza la expresión "cómo ha cambiado, qué viejo está, parece otro". Pero si miro atentamente sus ojos, su expresión, su forma de hablar, sus gestos, me doy cuenta de que son los mismos: los de ayer están en el Imanol de ahora. ¿Es menos bello este que aquel? Yo diría que no; es una opinión personal. A mi me gusta más el presente que el pasado. Pero no por sus canas o porque su edad se acerque más a la mía. Me gusta más porque lo veo más lleno de vida, de lo que la vida le ha ido aportando.
Si contemplo una foto mía actual y la comparo a alguna de mi adolescencia, me ocurre lo mismo. En un principio diría: no es la misma persona. Pero luego me doy cuenta de que mi sonrisa sí es la misma, de que mi mirada tiene el mismo alcance y el mismo calibre; aunque quizá no la misma profundidad.
¿Dónde está aquella chica? ¿Dónde están mis bebés? Ya no existen, ni la una ni los otros, aunque puedan convivir todos a la vez en las imágenes congeladas, y ser los tres de la misma edad por arte de la magia fotográfica. No; se fueron, pasaron a la vez que el tiempo que los ha ido modificando. Pero, ¿no queda nada de ellos?
Pues claro que sí. La realidad de hoy es la suma de todas las realidades anteriores. Yo soy la persona que vive en abril de 2013 porque viví en los años 80, y en los 70...y fui todas y cada una de las chicas y mujeres sucesivas que vivieron esos días.
Esa es la cuestión. Dentro de mí vive una muchacha de diecisiete años y una mujer de treinta y cinco. En cada momento me puedo sentir como cada una de ellas. Por eso no me siento vieja por dentro, porque no llevo en mí alguien derrotado, cansado, agotado. Llevo una niña que juega a la comba, que sufre por las injusticias que la vida tiene con los niños; llevo una adolescente que no se entiende, que quiere cosas que le parecen lejanas, que se cree en posesión de la verdad, que quiere cambiar lo que la rodea; llevo una joven que se encuentra a sí misma, que halla su lugar en el mundo, que tiene la plenitud de las manzanas; llevo una mujer que fructifica y produce la belleza de dos nuevas vidas. Pero en cada persona sucesiva permanece la anterior. Así la madre se recuerda cuando jugaba en el parque, cuando tenía miedo; cuando era adolescente y pretendía burlar todas las normas y las prohibiciones.
Si ahora mismo me preguntaran, "¿cuántos años tienes?", podría contestar una cifra concreta; pero si me dijeran, "¿Cuál es tu edad?", ya no sabría qué decir. Me siento atemporal, porque estoy en todos los tiempos a la vez. Y desde luego, mi alma o mi pensamiento no tiene X años. Quizá la vida nos va lastrando con muletillas, con pequeños tics, con absurdas manías. Pero nuestro espíritu vuela libre y sin edad por encima de las arrugas, los michelines o la piel descolgada.
 
 
 
 

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