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martes, 26 de febrero de 2013

Los funcionarios geniales

Soy funcionaria de un gran Ayuntamiento español. Decir esto hoy en día tiene muchas connotaciones negativas para los demás y para nosotros mismos. Para los demás, porque nos ven como unos privilegiados que en épocas de vacas flacas seguimos teniendo horarios y sueldos de otros tiempos (a pesar de los inmensos bocados que nos están pegando). Para nosotros, a causa de esos mismos bocados que trastocan nuestra arcádica monotonía laboral y hacen tambalearse las patas del enorme mastodonte que es la Administración.
Lo soy, y nunca quise haberlo sido. Desde muy pequeña me horrorizaba el trabajo de oficina: me parecía gris y vulgar. En un principio mi intención era ser "escritora y periodista", y así se lo recitaba cursi a quien me preguntaba qué iba a ser de mayor. No sé si se lo creían...yo sí. Cuando llegó el momento de elegir, mi camino se truncó. No estudié periodismo, sino Historia Contemporánea. Me hubiera encantado dedicarme a la investigación, ser un ratón de biblioteca y archivo que fisga en los documentos que nos han dejado otros y buscar explicaciones inéditas para los grandes interrogantes de nuestro tiempo y el pasado. No pudo ser. Así que algo había que hacer para ganarse las lentejas y poder casarse y salir por fin del nido. (Sí, esto suena arcaico pero lo hemos vivido muchos...otra generación). Yo hubiera querido ser dependienta de una tienda de moda, o recepcionista en una clínica...nadie me quiso. Así que no tuve más remedio que enfrentarme a la que Ortega llamó "segunda Fiesta Nacional": las oposiciones.
Me parece tan injusto, tan sinsentido, tan fuera de la realidad este sistema anticuado y absurdo...un modo de encontrar trabajo en el que ni el esfuerzo ni la valía personal garantiza el conseguirlo; en el que no triúnfa el mejor para el puesto, sino el que aguanta más la presión y aprende a aprobar el examen. Hay que competir con miles de personas, todos metidos como borregos en unas naves inmensas en las que se pasa frío, calor, nervios y miedo, sentados en unas estúpidas sillas plegables a unas mesas ridículas que casi siempre cojean. Hay que esperar luego la benevolencia del Tribunal, (palabra que suena a todo lo más temible, como la Inquisición o la Justicia implacable que cae ciega sobre el inocente),  y sobre todo hay que esperar con paciencia las pocas noticias, siempre hurtadas y escondidas, que van llegando sobre cuándo habrá un resultado. Y si al final este es negativo, hay que reparar luego la autoestima destrozada y decidir si seguimos en el empeño o no. En este proceso se van años. He visto personas desencantadas después de dejarse la juventud en una mesa de estudio y no lograr su objetivo, ir probando de Juez a Técnico, a Administrativo, hasta llegar a conseguir un puesto de Auxiliar. La injusticia de no poder encontrar directamente un trabajo sabiendo que se es perfectamente válido para ello sin pasar por este calvario, sólo por haber estudiado una carrera de letras, y no Económicas, o Derecho, es algo que nunca he digerido.
Este sufrimiento es el que enarbolan todos los que dicen a aquellos que nos critican por nuestros privilegios: "que hubiera hecho una oposición..." Como si la injusticia de la selección pudiera justificar nuestras muy especiales (hasta ahora) condiciones laborales. Ni lo uno ni lo otro: no creo en el modo de ingresar en la función pública ni creo que todo ese horror justifique que nos creamos superiores al resto de la población activa española. Tampoco creo en el modo en que funciona la Administración, en su anquilosamiento, en su falta de agilidad, en su excesiva burocracia, en la nula motivación de sus trabajadores, que no pretende en la mayor parte de los casos dar un servicio público, sino cumplir el horario con justeza y salir pitando a casa.
No voy a ponerme estupenda y decir que no me alegro de tener un horario cómodo, un montón de días libres (ahora ya no), vacaciones para repartir a lo largo del año, un trabajo "relativamente" relajado...y la seguridad (al menos por ahora) de no perderlo, y además estar bien pagada por todo ello. Pues claro que me parece muy bien. Ya que he llegado hasta aquí asumo el modelo, porque cambiarlo es muy difícil salvo en el propio trabajo de cada día, intentando hacerlo lo mejor posible, eso siempre, y siendo honesta conmigo misma y con los demás, jefes y compañeros. No está en mi mano reformar la estructura de la Administración, eliminar cargos políticos para que la imparcialidad que da sentido y origen a la función pública se mantenga intacto y repartir los medios para optimizar los resultados. Eso depende de otras personas con mucho más poder e influencia que yo.
La especial idiosincrasia del trabajo de los funcionarios, sin embargo, es muy positiva en otros aspectos. Y a esto me quiero referir. Porque precisamente la flexibilidad de horarios y las tardes libres nos permiten, a quienes no nos dedicarmos a este oficio de forma vocacional, aunque lo hagamos dignamente (de todo hay en la viña del señor, y conozco algunos funcionarios que disfrutan con su trabajo y se sienten muy realizados con él; tienen mi respeto) tener otra vida, la real, la que de verdad nos ocupa, nos llena y nos interesa. Es ahí donde a veces surge la genialidad.
Estos últimos días he sido testigo de ello. Una compañera nos ha mostrado su trabajo, un precioso trabajo artesano,  hecho a mano y con todo el amor posible. Unos objetos maravillosos, perfectos, únicos... primorosos, como los que añoraba en otra entrada de este blog ("Lo bien hecho bien parece") Me pregunto, y pregunto a mi compañera, pero ¿tú qué haces aquí, cuando tu sitio está al lado del costurero? Deberías dedicarte sólo a esto...Y luego reflexiono y me doy cuenta de que detrás de muchos de nosotros late otra persona diferente a la que vemos cada mañana: creativa, llena de intereses y de posibilidades...En alguna ocasión, esta vis cobra potencia y rompe el molde rígido de la función pública, y así han surgido portentos como Almodóvar o Muñoz Molina, que seguían ocupando su puesto administrativo mientras desarrollaban esa otra faceta que  al final y definitivamente ha ocupado el lugar que merecía. En estos ejemplos gigantescos pienso mientras robo minutos a mi otra tarea, la de madre, que me ocupa casi toda la tarde y parte de la noche, para escribir en este blog que leen cuatro gatos y mandar correos a todas las editoriales que se me van ocurriendo ofreciéndoles mis trabajos.
Me encantaría que mi amiga pudiera hacer sólo lo que le gusta, que pudiera expresar su fantástico sentido estético, su sensibilidad, todo lo que siente, a través de sus pequeños animalitos decorados. Como me parecería estupendo que otra de nuestras compañeras pudiera dedicarse a grabar discos y dejar que todo el mundo conozca su preciosa y  afinadísima voz. Como me gustaría poderme dedicar yo misma  a lo que toda la vida he querido hacer, abandoné durante un tiempo y ahora he retomado con brío y con ilusión: escribir. Me gustaría que hubiera cada vez más casos de "funcionarios geniales": aquellos que se atreven a romper el molde, que salen del armario de la Administración y se reconocen a ellos mismos como seres especiales, paso previo para que todo el mundo les reconozca también su valía, y por fín puedan mostrar lo que llevan dentro.
Pero aún me gustaría mucho más otra cosa: que no hubiera que dar un paso atrás para luego adelantarse; que no fuera necesario encerrarse con expedientes para luego salir a la vida real; que cada uno pudiera dedicarse a lo que de verdad le importa, y convertir su "afán (con el sentido que Landero da a la palabra en su primera novela y que le persigue en todas) en su profesión, en su medio de vida; ganarse la vida con lo que de verdad es "lo nuestro", lo propio e intrínseco de cada uno.

(Va por tí, Raquel).
 

domingo, 3 de febrero de 2013

A través de la ventana


Para nadie resulta agradable estar en un Hospital. Si es como enfermo, uno está deseando que le quiten los tubos y los botes y salir corriendo para casa donde poder comer algo razonable y dormir sin que una horda de enfermeras interrumpa su sueño cada dos por tres. Si lo que hacemos es acompañar y cuidar a un familiar, la tarea es agotadora, a veces (contradictoriamente) por lo inactiva. Cuando ya se han terminado todas las faenas matutinas y el paciente está tranquilo no hay mucho en qué entretenerse, salvo en darle conversación, pero quizá quiera dormir o esté desanimado o preocupado y no le apetezca hablar de nada. Entonces se generan enormes vacíos en los que el tiempo parece detenerse y uno espera la hora de la merienda como un gran acontecimiento.

En esos momentos siempre nos queda el recurso de las ventanas. (Tengo que reconocer que desde muy pequeña ejercen sobre mí una enorme fascinación, y podría estar las horas muertas mirando a través de ellas cómo el mundo transcurre y se agita). A lo largo de mi vida he mirado por numerosas ventanas de Hospital. Algunas daban a patios sin grandes movimientos, simples zonas de paso entre edificios contiguos, pero aún así interesantes, porque se puede indagar sobre lo que en ellos se almacena, contemplar los tejados, las chimeneas o los sótanos de la maquinaria, o ver cristales brillantes a lo lejos, lugares habitados por otras personas con vidas tan simples o complejas como las nuestras. En una ocasión tuve frente a mí la azotea de un Colegio Mayor, donde los estudiantes jugaban al baloncesto casi siempre a la misma hora, y eso me hacía pensar en las rutinas de unos jóvenes dedicados en cuerpo y alma a la creación de su propia  identidad.

Estas últimas semanas he tenido como compañera a una ventana muy grande, una puerta de balcón, más bien, que daba a una tranquila calle dentro de un barrio muy céntrico y lleno de vida. Por la noche, cuando ya las enfermeras habían hecho la última ronda y no volverían a interrumpir hasta la madrugada, el recuadro de luz que se filtraba de la calle me acompañaba en el duermevela. Me gustaba antes de ocupar mi provisional cama de centinela comprobar la quietud de las aceras, el cierre echado de las tiendas, la ausencia de tráfico, la luz artificial en las salas apenas veladas por visillos ligeros, adivinando una familia, un anciano, una tele encendida, niños jugando, alguien que remolonea antes de ir a dormir. Aunque la habitación no estaba en una planta muy alta, las casas de ese barrio antiguo y tradicional tienen una dimensión razonable, por lo que podía ver los tejados, las buhardillas parecidas a las mansardas que veíamos este verano por todo París. De noche, cuando el Hospital se disponía a dormir, me consolaba en mi angustia esa quietud transitoria, de tarea finalizada, que trascendía de la calle silenciosa. Luego, durante los frecuentes desvelos nocturnos, la luminosidad que remarcaba la ventana me acompañaba y hacía más llevaderas las largas horas de vigilancia.
Por el balcón, con su persiana levantada, me llegaba la primera luz del alba, y con ella el aviso de que pronto las enfermeras irrumpirían con sus aparatos en la habitación dormida, anunciando un nuevo día en que seguir luchando por recuperar la salud deteriorada. Entonces, mientras mi madre dormitaba más tranquila con su medicación recién puesta, me gustaba mirar hacia fuera, hacia la vida que se agitaba en la calle. (Tuvimos la gran suerte de que nos asignaran un cuarto que da al sur, así que el sol nacía por un extremo y se ponía por el otro, siempre acariciando las sábanas blancas y limpias como lienzos). No sé porqué desconocida razón me emocionaba la aurora, con los rayos del sol deshaciendo la bruma matutina tras los edificios de color pastel. Todo parecía recién puesto, como un regalo nuevo de la vida para los que estábamos en esa casa tan llena de melancolía y dolor. Y entonces surgía el bullicio de los portales: la cafetería abría sus puertas y pronto algunos madrugadores entraban a desayunar; la portera de la casa de enfrente barría una y otra vez la acera, tenazmente, como si su única misión en la vida fuera mantener esas cuantas baldosas libres de polvo y residuos. Se veía a niños de la mano de sus padres con la mochila colgada a la espalda dirigiéndose al colegio, y a otros mayores y solos, también con mochilas, quizá de camino al instituto o la Universidad. La tienda de juguetes aún no había abierto, y a esa hora temprana no había tráfico, ni ruido apenas; sólo el de las personas que se apresuraban a sus trabajos seguramente lejos de allí. Al fondo, calle abajo, se vislumbraba en una gran avenida el tráfago denso del latido de la ciudad.

En este breve espacio de calle que nos pertenecía por un tiempo limitado a los huéspedes de la habitación de Hospital había muchas cosas, como ya he enumerado; pero había algo más, algo inusual por lo escaso en estos tiempos: un campanario que a cada rato nos avisaba de la hora. Hay personas a las que les incomoda y pone nerviosas el oir los compases de un reloj. Pues aquí se habrían descompuesto, porque este campanario, que pertenece a una iglesia que forma parte del propio complejo hospitalario, da los cuartos, la media, los tres cuartos y la hora, y luego una por una las campanadas que correspondan. Pero además, al mediodía, celebra el ángelus con un repique jubiloso y lleno de orgullo. Para alguien podría haber sido molesto tanto tintineo; para mí era una delicia el alegre sonido de las horas transcurridas.

Afortunadamente no he podido disfrutar de la cotidianeidad de esa calle durante mucho tiempo; nos íbamos turnando para descansar (qué dulce es la rutina que de costumbre tanto nos pesa cuando podemos volver a ella haciendo un paréntesis dentro de la subversión que supone en nuestra vida un acontecimiento repentino y amargo como es la enfermedad), y además pronto volvimos a casa. Pero me llevo en el recuerdo algo hermoso, y quiero verlo así: hasta en las situaciones más tristes hay siempre algún detalle que nos toca el alma, que nos consuela el espíritu, como esos cristales relucientes bajo los recién nacidos rayos del sol.
 

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