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domingo, 20 de marzo de 2016

¿Tristeza del bien ajeno o pudor del propio?

Hace unos meses que, afortunadamente, en mi familia todo son buenas noticias. Y yo, que soy una persona por naturaleza expansiva y comunicativa, me lanzo a contárselas a mi círculo más íntimo, suponiendo que se van a alegrar conmigo. Así es en la mayoría de los casos, pero sin embargo he observado reacciones que me mueven a reflexionar ahora sobre cómo nos enfrentamos a las cosas o acontecimientos positivos que suceden a nuestro alrededor.
Siempre se ha dicho que España es el país de la envidia; ese es, o parece ser, nuestro pecado capital. No sé si es cierto, pero la verdad es que la he visto crecer en numerosas ocasiones y he sido testigo del mal que puede causar. La RAE define este defecto como “tristeza del bien ajeno”, y me parece una definición absolutamente precisa. Lo que produce en los envidiosos ver que los demás tienen lo que a ellos les falta es tristeza. No coraje, ni siquiera desesperación, sino una tristeza amarga que reconcome y no deja ser feliz. Muchas veces el envidioso no tendría por qué serlo; hay personas que tienen todas las condiciones para ser felices, tanto económicas como emocionales, pero no lo son porque desean justamente lo que ven en los demás (en los que a lo mejor viven más contentos precisamente porque no andan fijándose en quienes los rodean). Verdaderamente, es una pena que este sentimiento se adueñe del alma y la convierta en una ponzoña que guía los actos del contaminado, envenenando todo lo que toca.
Pero hay una actitud de la que se habla mucho menos, y es tan perjudicial como esta. Y es, en una definición paralela a la anterior, el pudor del bien propio. Algo parecido a la falsa modestia, pero más desasosegante para el que lo experimenta.
Cuando alguien peca de falsa modestia, lo hace precisamente para señalar sus virtudes, sus posesiones, lo que tiene de valioso, destacando este carácter por contraste con lo que refiere de ello. El falso modesto quiere que todos sepan lo maravilloso que es algo que le es propio, pero para no resultar vanidoso recurre a su contrario. Por eso es falsa su modestia, claro, porque le encantaría presumir de todo, pero le da apuro. (El auténtico modesto es el que no considera importante nada de lo que tiene, y así no le parece digno de comentario o de admiración). En cambio, el que tiene pudor de su propio bien sabe que este es real, que existe, pero es incapaz de compartirlo, por pensar que va a caer precisamente en la vanidad, en la presunción. Debido seguramente a la educación recibida, estas personas prefieren guardarse sus sentimientos a expresarlos; craso error, ya que tanto la alegría como la tristeza, si se comparten con la persona adecuada, se viven de un modo más satisfactorio; la primera se atenúa porque el interlocutor nos ayuda a llevar la carga, y la segunda aumenta al sumarse a ella quien nos escucha. Pero este sentimiento de pudor es algo que se vive muy interiormente, y que posiblemente no pueda evitarse una vez que ha arraigado en la forma de ser de un individuo. Lástima, porque le va a producir un sentimiento parecido (en absoluto el mismo) al del envidioso. No tristeza, sino impotencia. Las personas que actúan así se sienten molestas al escuchar a otras que no tienen inconveniente en demostrar su alegría por lo bueno que les sucede; pero no porque lo deseen, sino porque a su vez seguramente tienen un montón de cosas agradables que poder decir de sí mismas, pero no son capaces. No quieren parecer vanidosos, porque eso les parece un gravísimo defecto, o cargantes. Prefieren callar. Es una pena; no comprenden que se puede ser sincero en la alegría, o en la tristeza, sin imposturas ni afán de molestar a los demás, sino todo lo contrario: con el deseo de compartir las cosas importantes de la vida con alguien a quien queremos y deseamos hacer partícipe de la nuestra.
Por mi parte, me encanta que los demás se sinceren conmigo. Si tienen alegrías, disfruto con ellas; si tienen penas, intento consolarlos. ¿Siento envidia alguna vez? No sé, realmente no me considero una persona envidiosa…supongo que en alguna ocasión habré deseado tener algo que otro posee, pero realmente no me ha causado esa tristeza destructiva…tampoco me alegra el mal ajeno. Hay que odiar mucho para que esto suceda. Y el odio es más destructivo aún. Si se me ha pasado por la cabeza este sentimiento, he procurado desterrarlo.
Ya he dicho que soy expansiva y comunicativa. Voy a seguir siéndolo. Y Creo que disfruto mucho más de la vida así. Me apena que haya personas que no lo comprendan, o que puedan sentirse molestas u ofendidas con esta actitud. Pero, sinceramente, prefiero guardarme el pudor para otros ámbitos…

sábado, 12 de marzo de 2016

Cuéntame...si eran así.

Veo poquísima televisión. Las series de las cadenas comerciales me suelen parecer zafias y sin contenido. Los programas de actualidad, un griterío insoportable. Los documentales, repetitivos y aburridos. Al final queda poco: alguna película que pillo por casualidad en esas cadenas minoritarias que casi nadie sintoniza o alguna serie de las cadenas públicas, hechas con un poco más de rigor y de cuidado. En estas últimas, además, existe la ventaja de que no molestan los anuncios...(Aún así, por mi obsesión de estar al día, procuro enterarme de todo lo que se puede ver; de lo que está en el candelero y la gente comenta en el trabajo; y a veces lo pesco de refilón para darme una idea y no parecer extraterrestre cuando surja la conversación.)
 
Sin embargo, soy fiel a algunas series, lo que no significa necesariamente que sean buenas; simplemente, me da pereza dejar de verlas. Un ejemplo es "Cuéntame".
Cuando comenzó me hacía mucha ilusión ver mi vida reflejada en la pantalla. Objetos, moda, costumbres, todo me recordaba mi infancia. Hasta el tipo de familia: tres hijos de los cuales el protagonista es el pequeño, que además se lleva muchos años con los otros dos, como es mi caso. La cosa es que me enganché  y nunca he dejado de verla. Pero tengo que reconocer que cada temporada que pasa me gusta menos. Me parece menos real, más exagerada; los temas, cogidos por los pelos, forzados. Y los personajes, llevados al límite. Creo que esto es lo que más me rechina.
 
En un principio, el padre trabajaba como un negro para sacar a su familia adelante, y la madre también lo hacía, primero en casa y luego como empresaria, con iniciativa y decisión, marcando el cambio de los tiempos. Ahora, después de montones de vicisitudes, de altos y bajos y de sucesivas ruinas y éxitos, se han convertido en unos sujetos sin verdad que no cuadrarían en la época que representan. Porque en vez de evolucionar con los tiempos han involucionado y aparecen como figuras de cartón piedra.
 
La madre es la eterna ausente. Lo único que hace esta mujer en la historia es sufrir. Se nos dijo que había estudiado una carrera, fue dueña de varias empresas...pero ahora, ¿en qué ocupa su tiempo? Se pasa el día angustiada; cuando no por el marido, por los hijos. En vez de hacerles realmente caso y ocuparse de ellos, de sus problemas e intereses, está continuamente suspirando y yendo de acá para allá como un alma en pena que no encuentra sosiego en nada ni en nadie. No es feliz, y parece que le preocupa que lo sean los que la rodean, pero está como paralizada detrás de un muro invisible que le impide interactuar con el resto de miembros de la familia.
El padre no tiene desperdicio como sujeto a analizar. Inestable, ambicioso, rígido, egoísta, prepotente. Piensa que la familia debe girar a su alrededor, y por supuesto, darle la razón y comportarse según sus gustos. Si no es así, monta en cólera y se muestra herido y ofendido.
 
Toda esta reflexión viene a cuento de un comentario que surgió hace poco en mi trabajo, precisamente hablando sobre series de televisión. Yo decía que me molesta muchísimo que en las de temática adolescente los protagonistas, los "héroes", sean los peores: los más bandarras, los que menos estudian, los que están al borde del precipicio. A los chavales les dan un ejemplo pésimo: sé malo, así triunfarás. Y cuando al siguiente jueves vi de nuevo un capítulo de Cuéntame, comprendí que también esta historia nos da un ejemplo horroroso. Queriendo reflejar una época nos da un modelo de educación nefasto, seguramente peor que el que en realidad existía entonces.
 
Me baso para explicar esto en el personaje de la hija pequeña, que llegó sin querer y a la que nadie parece hacer ningún caso. Esta cría ha crecido sola y a su aire, sin que los hermanos la apoyen y le cuenten sus experiencias, y sin que los padres sepan más sobre su vida que lo poco que puede decir en la mesa, donde continuamente le mandan callar a gritos, desprecian su opinión y ponen los ojos en blanco echándose las manos a la cabeza ("Ay Señor, Señor") al ver que es una persona con criterio propio. Me ofende muchísimo ver a ese padre, que se relaciona chillando con sus hijos y que nunca les pregunta por sus cosas, por sus intereses. No se sienta a escuchar lo que puedan querer decirle. El contacto más cercano que tiene con ellos se limita a la bofetada o el zarandeo. A la pobre niña nadie le echa una mano con los deberes, nadie le toma la lección ni le pregunta si está de exámenes o le prepara la merienda. Va por libre. ¡Cuántos abrazos faltan en esta serie, cuántos besos de madre necesitaría esta niña en plena pubertad! No hemos visto una conversación "de chicas" entre madre e hija comentando las faenas que le hacen las amigas o lo guapo que es tal o cual chico; la hija no le pide prestado a la  madre alguna prenda... a la pobre le han puesto gafas (por cierto, no deberían ser de pasta, sino metálicas) y nadie parece entender en qué mal momento ha sucedido...¿de verdad eran así nuestros padres, ese era el modelo educativo y de relación que existía en los años 80?
 
Desde luego, no nos educaron como nosotros hemos educado a nuestros hijos (me refiero a los padres de mi generación). No estaban tan pendientes de cada aspecto de nuestras vidas, de cada sentimiento. No nos facilitaban tanto las cosas como hacemos ahora, nos dejaban más sueltos, nos teníamos que valer por nosotros mismos, buscarnos las vueltas. Eramos más independientes y más autosuficientes.
Pero yo he tenido dos hermanos que me han ayudado muchísimo con los estudios, con los que he compartido aficiones y charlas, con los que he bromeado y discutido, que se han preocupado por mis cosas y han estado pendientes de mis amistades. Y he tenido unos padres que siempre me han demostrado que me querían por encima de todo. Que no me han chillado ni me han pegado (nunca jamás), aunque no me dieran demasiada "vela en el entierro".  En los que siempre ha triunfado el respeto y el amor.
El modelo era distinto al nuestro, pero eso no quiere decir que cada miembro de la familia fuera a su bola sin preocuparse de los demás, ni que los padres solo estuvieran ahí para regañar, castigar o recriminar. Los jóvenes de los ochenta no teníamos confianza con nuestros padres como tienen ahora nuestros hijos con nosotros, pero nos sabíamos queridos. La familia era un lugar en el que se encontraba apoyo. En el que todos se preocupaban por los problemas de los demás.
 
No me cuentes cómo lo imaginas. Yo te cuento cómo fue.

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