sábado, 13 de octubre de 2012

La caja de los hilos

Al término de un día difícil en el que la tristeza me ha estado asaltando en oleadas, subiendo a mi garganta desde algún sitio profundo que desconozco, oigo un ruidito metálico: un botón de mi chaqueta ha caído al suelo. Vaya; otro contratiempo más. Ahora tendré que ponerme a coser, qué pereza...
Pero venzo la pereza de la mejor manera que sé: poniéndome manos a la obra. Así que saco el costurero ("la caja de los hilos", nombre atávico y familiar de cuando todo el material necesario para la costura se guardaba en una lata de Cola-Cao verde con dibujos chinescos en blanco) y me dispongo a la tarea de enhebrar una aguja, harto difícil para mis pobres ojos que a estas alturas no ven bien de lejos ni de cerca. (Sin gafas, recuerdo por un momento a mi madre, con tan poca vista la pobre que como mejor ve es con sus ojos desnudos).
Buscando el color adecuado reparo en que sólo tengo una hebra que me sirva; está primorosamente enrolladita en un cartón que ella misma preparó cuando me casé: un cartoncito alargado, recortado con formas dentadas entre las que se aprietan hebras de los colores más necesarios, más usuales en la ropa de cualquiera. Y hete aquí que después de veintitantos años en los que este testimonio de cariño me ha acompañado, encuentro en él lo que ahora necesito.
Mientras desenrollo con cuidado el hilo, procurando no gastar del todo este regalo tan antiguo, me fijo en el pequeño desorden de mi costurero. Manos distintas abren y cierran de vez en cuando esta caja de los milagros, no precisamente buscando aguja e hilo con que reparar una prenda, sino tal vez las tijeras, la cinta métrica, hilo invisible de nylon... Aquí se amontonan los botones de repuesto que nunca se usarán, las coderas que repararán sietes en pantalones de uniforme, las cintas que nadie sabe de dónde han salido...Y animosa, resuelvo ordenar todo ese desbarajuste antes de coser el botón.
Como si de una mina se tratase, separo y extraigo primero los objetos que deberán trasladarse a otros continentes. Queda así la preciosa veta al descubierto: un buen puñado de bobinas de colores, de diferentes tamaños, que decido ordenar siguiendo el Arcoiris, como hace mi hijo con sus lapiceros. ¡No tengo rojo!, pero sí gran variedad de anaranjados, ocres, amarillos, dorados, verdes y azul celeste. Sólo un añil, pero muchos violetas, morados, púrpura y rosas. El blanco, negro y beige quedan desterrados a la superficie, junto con objetos prácticos, pero sin interés, como las agujas y el dedal: es el mundo de lo usual, de lo cotidiano. Lo más valioso queda resguardado en el fondo del costurero.
Esta inocente actividad me produce un gran placer: adoro la belleza del color.  Esa fue una de las causas de mi antigua afición al punto de cruz. Me encantaba comprar y guardar en una cajita las madejas de hilo satinado y sedoso que componían una gama infinita de graduaciones de color, y combinarlas en el panamá de modo que surgieran dibujos y formas según el esquema que yo iba siguiendo escrupulosamente. Ahora la falta de tiempo y de vista y mis cervicales protestonas me impiden seguir la labor hace años comenzada. (Quizá cuando sea viejecita pueda retomarla y revivir esa sensación de tener un pequeño tesoro entre las manos).
Pero no es sólo esa experiencia sensorial y estética la que está infundiendo calma y alivio a mi temperamento hoy un poco desquiciado. Abrir la caja de los hilos me ha traído un aroma de otro tiempo: el recuerdo, cálido como una caricia, de mi madre, que atenta a cuidar de su hija que volaba del nido, preparaba hacendosa aquello que consideraba de primera necesidad. Me enternece pensar en ella, ahora tan disminuída, tan diferente de aquellas otras, distintas a su vez y sucesivas en el tiempo, que me acompañaron durante mi juventud y mi niñez, siempre, eso sí, como ahora, valientes, totales, íntegras. Me dibuja una sonrisa de agradecimiento constatar el amor que está entrelazado en ese pequeño cartoncito, con sus colores ya algo desvaídos, y pienso que lo conservaré como un tesoro, como la prueba de la dedicación y el cariño de mi madre, alguna vez en otros tiempos pasados un poco escondido entre sus muestras de preocupación.
Pienso, mientras estoy sintiendo este calor de un hogar que se fue, cuánto repara mis emociones desordenadas poner orden en los objetos que me rodean. Siempre que me asalta el furor de "recoger" lo hace como consecuencia directa del batiburrillo interno que estoy sintiendo. Instalar cada elemento en su lugar me ayuda a recuperar el equilibrio perdido. Las cosas parecen  serenas en su sitio, tranquilas, elementales, auténticas. Una taza lo es más si reposa en su alacena, un bolígrafo adquiere toda su identidad metido en el bote de la mesa escritorio. Cuando todo vuelve a su ser, yo puedo respirar tranquila y decirme: todo está bien, todo guarda una lógica, el mundo gira como debe y mi vida sigue su curso.
Termino de coser el botón y me siento mucho mejor que al principio. Mi humilde caja de los hilos me ha hecho evocar sensaciones placenteras y reflexionar sobre mis pequeñas manías. Se oyen las llaves en la puerta. Es mi marido que llega. Me levanto de la silla, más ligera, dispuesta ya un día más a preparar la cena.

1 comentario:

  1. La belleza de estas palabras, aunque difícil de imitar, no es comparable a la inmensa alegría que siento yo al pensar que quien las escribe muestra a sus hijos un millón de veces más su dedicación y su cariño que sus preocupaciones.
    De todas formas, debo decir que compartir estas últimas con ellas contribuye también a mi felicidad...

    Nunca dejes de escribir, mamá. Da gusto leerte.

    ¡Te queremos!

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