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lunes, 24 de diciembre de 2012

El espíritu de la Navidad

En el colegio, todos los años, unas semanas antes de que llegaran estas fechas, se nos ponía a los chavales el mismo ejercicio, ya fuera para clase de Religión o de Lengua: una redacción sobre el "auténtico sentido de la Navidad". Todos intentábamos ser muy originales, no hablar para nada de los regalos de Reyes (entonces Papá Noel no tenía a España en su ruta), de los polvorones, de las luces de colores y de los villancicos. Nos poníamos muy serios y devotos y centrábamos nuestros trabajos en la venida de Jesús y su mensaje de Paz y Amor. Luego, a cada uno le salía como podía: unos más acertados y otros insoportablemente ñoños y cursis.
 
Con el paso del tiempo y de las circunstancias personales, mi redacción sobre la Navidad ha ido transformándose, pero no por eso ha perdido profundidad ni ha restado importancia al asunto; al contrario, creo que al final he podido encontrar la clave oculta que los compañeros de clase intentábamos descubrir.
 
Son muchas ya las Navidades que he vivido. Y ha habido de todo: algunas muy felices, otras contrariadas, y una en concreto que reunió lo mejor y lo peor: la pérdida de un familiar muy querido y la entrada en mi vida del que desde entonces es mi compañero para siempre. Pero todas ellas tuvieron algo en común, la identidad que las hacía auténticas y especiales, un tiempo que no se parece a ningún otro.
 
Desde hace algunos años está muy de moda decir que se aborrece la Navidad; da casi un poco de apuro reconocer que nos gusta. Preguntan, ¿Cómo la pasas, "bien o en familia"? Vaya chiste barato. Vaya manera de desprestigiar una de las mejores cosas que ha construido el ser humano: un núcleo que nos protege incondicionalmente. Sí, es verdad que también las mayores broncas y disgustos proceden de los que más queremos, pero cuando hay problemas, ¿quién está ahí, sino nuestros seres queridos? Creo que a aquellos que no soportan estas fechas, no es la propia Navidad lo que les disgusta, sino una alegría que ellos consideran impuesta, los adornos, los brillos que se les hacen horteras, las canciones que les empalagan, el gasto extra en regalos o en comidas especiales...algo de lo que sin duda habrán participado en muchos momentos de sus vidas y que habrá llegado a empacharles o que rechazarán por asociación con alguna experiencia triste o negativa; quizá no son capaces de dejarse llevar y sentir por unos días como lo hacían cuando eran niños, no porque alguien nos lo mande, sino porque nos apetece volver a disfrutar de aquel modo. En estos días raro es quien no echa en falta a alguien; los puestos en las mesas van siendo menos con el paso del tiempo. Pero eso no debe hacernos estar tristes, sino al contrario, debemos alegrarnos recordando los buenos momentos vividos juntos.

Si quiero describir lo que para mí significan estas Fiestas tengo que echar mano de muchos y pequeños recuerdos.
Quizá el primero sea una habitación casi vacía, con un Belén lleno de personajes, que yo me encargué de romper uno a uno pensando que eran muñequitos con que jugar. Y años después, una tarde helada, ya oscurecido, subiendo la cuesta de mi calle hacia otra principal que la cruza, en la que se ve como  telón de fondo un montón de bombillas blancas adornando los árboles desnudos en las aceras. Luego está la excursión que junto a mi madre y mi hermana hacíamos al "Economato"; entonces que no existían  los supermercados aquella nave inmensa llena de alimentos festivos era el paraíso de los golosos. Más allá, recuerdo un Belén de plastilina para clase de religión que de camino al colegio se empeñó en cobrar vida propia y movimiento (o sea, que se me cayó entero)  y llegó en un estado tan lamentable que el cura de sotana negra me miró con una cara aún más adusta que la de costumbre. Puedo oír el timbre que anunciaba la visita del cartero o el repartidor del gas, pidiendo el aguinaldo. Veo a mi hermana pintando de purpurina plateada unas inmensas hojas de plátano que había recogido por la calle alfombrada del otoño siguiendo las instrucciones de una revista de decoración que daba ideas para adornar la casa. (Le quedaron fantásticas...) Y me veo con ella también, una tarde muy lluviosa, cogiendo el autobús para ir al centro a comprar figuritas del Belén y reponer las que yo rompí. (Poner los adornos era siempre tarea suya. Cuando tuvo su propia casa pasó a ser mi responsabilidad). Ante ese Belén rezaba y cantaba yo cuando estaba sola y no me veía nadie, muy recogida y emocionada. Recuerdo a mi abuela, siempre mi abuela, con sus adoradas manos como sarmientos, pero suaves como la seda, haciendo "turrón de pobre" y asomándose al salón donde mi hermano y yo veíamos en la tele el Torneo de Baloncesto de Navidad, en el que actuaba de árbitro mi profesor de matemáticas. Y recuerdo a mi padre, partiendo el turrón obedientemente mientras mi madre le daba instrucciones: "no tan pequeño, no tan grande, cuidado que se te desmiga todo...", y ella misma se afanaba del horno al fregadero. Pero en Nochevieja no se cocinaba, porque mis padres salían, y yo me conformaba con vestir mis Nancys de gala mientras veía a mi madre con los rulos puestos y a mi hermana probándose el traje de fiesta que iba a llevar. ¡Qué envidia, lo que hubiera dado por tener quince años más...! En casa no se hacían grandes reuniones, pero sí bajábamos a ver a mi abuelo que juntaba a sus hijos y nietos aunque fuera solo un rato para cantar algún villancico y comer un dulce. Otras veces nos visitaban tíos que en esa ocasión se sumaban a la Fiesta. ¡Y qué decir de la noche de Reyes...! No se dormía nada, anhelando que se hiciera una hora prudencial para levantarse y ver qué habían dejado...en una ocasión, al lado de mis zapatos había un paquete enorme, que no abrí pues lo consideraba excesivo para ser mío. Mi hermana me animó, ¿no lo abres? ¡Era un perchero con cabeza de león de peluche - un león inofensivo, gracioso, con un sombrerito-! Me encantó. Por cierto, nunca me echaron una bañera para las muñecas que yo pedía insistentemente todos los años aduciendo que los Reyes, que eran mágicos, seguro que me la traían...aunque mi hermana me miraba escéptica y aseguraba que ese regalo no iba a llegar.

Después de muchos años en los que la familia y también las Fiestas fueron transformándose, tuve una hija con la que compartir la ilusión de un tiempo de luz y de vida. Pues en su origen, y en la esencia misma de estas fechas,  eso es la Navidad: el solsticio de invierno, el momento en que las noches que se han ido alargando comienzan su retirada y el sol aparece débil como una promesa: por eso hay que atraerlo con luces, brillos y adornos que ya los antiguos druidas colgaban de los árboles...hay que conjurar la luz para que llegue y nos lleve poco a poco hasta el momento de la fecundidad de los campos y del retorno de la vida; esa es también la promesa de Jesús en el Pesebre: un Niño que nace con la misión de vencer a la muerte.
Luz, cambio, renovación, niños, vida: ese es el quid de la cuestión, es la esencia que cada uno vive a su manera en estas Fiestas. Y ya que es un Niño el que viene cada año a recordárnoslo, nuestro deber y nuestra alegría es convertirnos también en niños; si estamos rodeados de ellos es más fácil, pues su ilusión es contagiosa, pero aunque ya seamos adultos y parezca que toda esta algarabía no va con nosotros, si somos capaces de recordar cómo nos sentíamos años atrás, veremos que aún nos queda un rescoldo de ingenuidad, que aún podemos disfrutar escribiendo una felicitación a un amigo o a un familiar del que hace tiempo no sabemos, que los villancicos de toda la vida nos siguen alegrando el alma y que las calles iluminadas nos invitan a pasear por ellas con una sonrisa en la cara, quizá melancólica, pero muy emocionada.
Sí, es cierto que hay muchos anuncios, que todo nos incita a gastar y derrochar lo que no tenemos, que Papá Noel es un producto de la Coca Cola, que los grandes almacenes hacen su agosto y los chavales buscan desesperadamente un traje de fiesta que cueste dos duros. Que en la comida de trabajo a veces tenemos que aguantar a más de un plasta, pero ¿no habéis sentido a veces en estos ambientes tan difíciles la necesidad de pedir perdón a un compañero, de charlar con el que casi ni os saluda por la mañana? ¿No es relajante poder compartir risas con los que a diario compartimos problemas y ansiedades? Además, para aquellos que ven en la Navidad una época de consumo exacerbado, diré que desde los tiempos de mis redacciones escolares, y ya ha llovido mucho, se viene criticando lo mismo. Y que hacer regalos y sentirse por unos días más generosos tampoco es tan malo. Se trata de festejar, y la fiesta siempre es algo excesiva, algo fuera de lo común.

Por eso, creo que debemos mantener el espíritu de la Navidad: los más creyentes, con la alegría inmensa de la noticia del Nacimiento del Salvador; aquellos que estén alejados de sus convicciones de niños, con la buena voluntad de dar y recibir amor de sus semejantes; y todos, en la esperanza de  la renovación que nos trae el solsticio de invierno, adornando  nuestras casas con los destellos de plata y luz de las guirnaldas y festejando que un año más hemos vuelto por unos días a ser niños.

 

jueves, 6 de diciembre de 2012

"Elogia, que algo queda..."

Una boda. Cuando termina la cena, todas las chicas salimos escopetadas al baño, aunque sólo sea para estirar un poco las piernas, que se han quedado entumecidas después de casi dos horas de estar esperando el próximo plato. Y también a repasar el carmín...
En los lavabos somos multitud. Allí encuentro a gente de la familia, a mujeres que me suenan  de vista y a perfectas desconocidas. (¿Eres del novio o de la novia...?) Una de las últimas me ha llamado la atención ya en la ceremonia. Va preciosa: un vestido negro años cincuenta, moño estilo Audrey Hepburn, collar y pendientes de perlas que aunque siempre quedan serios no pueden ocultar lo jovencísima que es. Ahora que estoy frente a ella me fijo en otros detalles: pequeñas flores amarillas que adornan su pulsera y sus zapatos, a juego con un bolsito de fiesta estilo bombonera totalmente amarillo canario. (Qué mezcla tan atrevida, y tan alegre...) Una amiga la está admirando y le echa piropos, quizá esperando un elogio recíproco. Y yo no puedo evitarlo; me vuelvo y le digo: "No te conozco de nada, pero vas de diez; ya me he fijado en tí en la Boda y ahora te lo tengo que decir: estás genial; me encanta tu vestido, el bolso y las flores amarillas, y el fantástico moño con diadema."
La chica me mira atónita, y cuando reacciona me da efusivamente las gracias, muy contenta, y me pide que le permita darme un abrazo, a lo que por supuesto accedo de buena gana. "Usted también va muy elegante", me dice sin mucha convicción; más bien para agradecerme el detalle de haber ensalzado su look de fiesta.
A todos nos gusta que nos regalen de vez en cuando el oído, sobre todo si hay razones objetivas para ello: ropa nueva, unos kilos de menos, un cambio de peinado...llegamos al trabajo o a una reunión esperando que los que nos rodean (y suponemos que nos estiman) hagan grandes alharacas al comprobar un cambio a mejor en nuestra apariencia, cambio del que somos conscientes y en el que hemos puesto intención y empeño. Y la mayoría de las veces nos llevamos un buen chasco: sólo encontramos un silencio indiferente, y en ocasiones alguna tímida constatación de los hechos: "ah, te has dado mechas..."
Sin embargo, cuando uno sabe que ese cambio a mejor existe, porque todos tenemos ojos en la cara y espejos en las paredes que nos dicen si ese día estamos fantásticos o penosos, resulta chocante cuando no enojoso que nadie se fije (o parezca fijarse) en eso de positivo que nuestro aspecto presenta hoy. Y nos preguntamos, "¿pero cómo es posible que no se den cuenta de que los pantalones me quedan más sueltos?"  "¿Es que no ven que llevo una blusa nueva?"  "¿Será que mis zapatos son tan vulgares que pasan inadvertidos?" Por el contrario, en alguna ocasión califican como atractivo y novedoso  algo que de tan antiguo y usado ya ni uno mismo toma en cuenta.

Esta actitud tan generalizada (aunque a todo hay excepciones y en este caso siempre muy gratas) hace que uno intente explicarse cuál es la razón de un comportamiento tan caprichoso y aleatorio. En primer lugar, se piensa  en la envidia. Hay muchas personas que aun siendo fantásticas tienen tan baja estima de sí mismos que cualquier detalle significativo en los demás les sumen en la tristeza del bien ajeno. Y aunque estén viendo algo que les parece estupendo, como creen carecer de ello, prefieren no ponerlo de manifiesto para que su falta no sea evidente. Pero ese tipo de gente no es mayoritario, afortunadamente; aunque alguno siempre encontramos en todo grupo humano, no solemos vivir rodeados de envidiosos... En segundo lugar, están aquellos que aunque se dan cuenta del detalle novedoso se callan con intención de fastidiar. Esta actitud podría  ser  asimilable a la del anterior,  porque no produce beneficio al que se calla más que el de no dar una alegría al otro. Por otra parte está  la falta de atención. Hay personas muy poco observadoras que sin tener intención de hacer daño simplemente no reparan en lo nuestro. Esto sienta bastante mal a los que sí se fijan en lo bueno que tienen los demás. Y por último, hay a quienes les da pudor hacer comentarios elogiosos del resto, porque piensan que si lo hacen van a crear una situación embarazosa de la cual no sabrán salir airosos.

Todos estos motivos para el silencio son frecuentes, pero debería hacerse todo lo posible para no caer en ellos. ¿Qué trabajo cuesta decir lo que pensamos? (Siempre que sea algo bueno, claro está, no se trata aquí de denostar a nadie: lo que no nos gusta, mejor callarlo). Al que escucha le haremos sentir bien, y  nosotros también recibiremos de vuelta parte de ese bienestar. Si nos gusta que nos halaguen, ¿por qué no empezamos por dedicar alguna palabra bonita a los que tenemos más cerca, si realmente lo merecen? Perdamos el miedo a ser agradables; eso no nos va a hacer más vulnerables, ni menos respetables ni peores personas; todo lo contrario. Los que reciban el elogio que yo ahora aquí reivindico reaccionarán como la chica de la boda: al principio con cierta sorpresa, pero enseguida con gratitud y cordialidad recíproca.

Hagamos el mundo un poco más amable, un lugar en el que sentirse apreciado y valorado. Hagamos todo lo contrario de lo que aconseja el refrán, y siempre que surja la oportunidad cambiémoslo por este: "Elogia, que algo queda".





martes, 13 de noviembre de 2012

"lo bien hecho..."

"Lo bien hecho, bien parece". Ese era uno de los muchísimos dichos que mi abuela, mi madre y otras mujeres que me rodearon en la infancia relataban de vez en cuando, si la ocasión lo requería o lo propiciaba, y que a fuerza de oirlos han pasado a formar parte de mi memoria inconsciente, de manera que yo también los utilizo, algunos habitualmente y otros rarísima vez. (Siempre hay alguno que mis hijos nunca habían escuchado antes de mi boca, ni de otra, y cuando me lo advierten yo me sorprendo mucho, ya que para mí es tan familiar como los demás; quizá no había surgido antes la ocasión). Me encanta apostillar cualquier hecho o conversación con estos ripios que me vienen de tan lejos y que me traen un olor añejo y casero a tradiciones antiguas de hogar. Me hace cierta gracia escucharme diciendo cosas que podría haber dicho mi abuela; de algún modo me acerca a ella a través del tiempo y el espacio.
El que quiero rescatar hoy se puede aplicar perfectamente a nuestro quehacer cotidiano, y sobre todo a las actividades que llevan a cabo muchas personas que nos rodean día a día. Cuando pienso en aquellas mujeres sentenciosas poniendo en sus labios ese refrán, mi mente le asocia enseguida un adjetivo que me encanta: "primoroso". Un bordado primoroso,  una letra primorosa,  un balcón  lleno de macetas primorosas. Siempre referido a una actividad manual hecha con cariño, con cuidado y dedicación, con limpieza y con afán, procurando que el resultado sea excelente, pero que además transmita el amor con el que se ha realizado. Aunque debo reconocer que todo esto suena algo antiguo (yo misma a veces me parezco muy antigua - y no es cuestión de edad-) e incluso cursi, la verdad es que echo en falta desde hace bastante tiempo ese "primor" y ese gusto por las cosas bien hechas en muchas de las que yo o los demás realizamos cada día.
Por ejemplo, me molesta sobremanera (quizá esto sea un poco injusto) que la persona que ayuda en las tareas de la casa no ponga cuidado o esmero en terminarlas, y queden cumplidas, pero no rematadas, o al menos no como yo querría, sino un poco al desgaire, como esperando que otra mano más atenta dé un tironcito a la colcha o gire un cenicero o ahueque un cojín. Otra mano que ponga amor a las cosas inanimadas para que ellas a su vez lo transmitan a quien las utilice. Ya comenté en otra entrada que me gusta que cada objeto esté en su sitio: hay que poner orden en las alacenas, en los cuberteros, en los armarios roperos, para que todo luzca con "primor". Evidentemente, las prisas con las que va esta mujer no son compatibles con la dedicación que precisa una labor bien hecha. Demasiado hace con acabar todos los cometidos que se le encomiendan, que son muchos y en un tiempo escaso. En otras épocas, en las que se iba más despacio y las mujeres que trabajaban en casa ajena eran poco más que esclavas, sí se exigía la perfección, so pena de repetir las veces que hiciera falta lo que la tirana "señora" de turno creía inacabado o mal hecho. (Eso tuvo no obstante una consecuencia positiva, entreverada en el cúmulo de sinsabores y desmayos: las chicas aprendían dentro de estas familias acomodadas un oficio, el de amas de casa, que en su mayoría iban a desempeñar cuando salieran de allí. Y así, en su vida personal aplicarían después el mismo ahínco que antes pusieron en tener un hogar ordenado y pulcro. También, pero este es otro tema, pudo contribuir esta experiencia doméstica del primer franquismo a crear una amplia clase media que repetiría en la medida de sus posibilidades los patrones aprendidos en las casas de la clase alta dirigente).

En esta falta de tiempo y en la premura con la que todos andamos trajinando veo yo la causa de la mediocridad que me repele: vamos todos azogados, queriendo acabar antes de haber empezado. Y así, el electricista anda rezongando mientras desatornilla las clemas porque piensa en el próximo trabajo que le espera y en las horas que se le harán; el albañil se marcha de casa dejando las baldosas renqueantes y la lechada desigual; el oficial de Correos pone el matasellos de cualquier modo y como caiga, aunque el sello sea de colección y el envío tenga un valor estético; la cajera del supermercado coloca los alimentos en las bolsas al buen tun tun, según van llegando en la cinta rodante, sin pensar si está mezclando la lejía con el pan; el estudiante amontona sus apuntes, o lo que es peor, los ajenos, arrugando y descolocando las  hojas en las que después tendrá que afanarse y estudiar; en los almacenes de ropa, las prendas que otros clientes seleccionaron en un principio y después desecharon se amontonan unas sobre otras en los parabanes como trapos viejos sin que nadie tenga cuidado de colocar donde estaba aquello que escogió para probarse; el camarero que nos atiende no limpia las migas que ha dejado el cliente anterior y trae la consumición confundida o  mal preparada; no se provee al cliente de aquello que con seguridad va a necesitar, sino que se espera a que éste lo reclame de malos modos, "porque le están haciendo perder tiempo".
Y así, mil y un ejemplos de lo que las prisas provocan a nuestro alrededor: una algarabía de desorden y manquedades que ensombrecen nuestra vida, le quitan color, virtud y bondad.

Tampoco es que yo ande sobrada de buenas hechuras, porque tampoco lo voy de tiempo. Pero últimamente tengo una manía: en mi trabajo, cuando me enfrento a un expediente algo complicado y no sé por dónde empezar, lo primero que hago es desgraparlo. Me tiro un buen rato desliando ese amasijo de alambre en que se convierten las grapas cuando caen unas sobre otras hoja tras hoja, a pique de pincharme y tener que inyectarme la vacuna del tétanos. Luego, a medida que los leo, ordeno los informes, los documentos, que van adquiriendo sentido al ocupar su sitio. Y así, cuando llego al final, ya tengo una visión clara de lo que habrá que resolver. Puede parecer una pérdida de tiempo o una tontería, pero me ayuda a ordenar mis ideas y a ponerme al tajo, que a veces se me hace tan cuesta arriba. Y es una forma de convertir un aburrido montón de papeles en un documento digno de representar, dentro de muchísimos años, parte de nuestra Historia.

El caso es introducir un poco de ese "primor" que tanto se echa en falta en lo que nos rodea. Pienso que si cada uno pusiéramos un granito de interés en lo que hacemos a diario la vida se nos haría más fácil a todos. No cuesta tanto y seguro que los demás nos lo agradecen con una sonrisa.

sábado, 27 de octubre de 2012

Lo auténtico

Hace muchos años, caminaba un día cuesta arriba hacia la Laguna Negra. Acababa de dejar Covarrubias, era verano y llevaba puesto un vestidito de flores, un jersey de algodón y unas merceditas marrones, bastante machacadas porque me resultaban comódísimas para caminar y no me había calzado otra cosa desde que las compré a principio de temporada.
La mañana estaba tranquila y fresca. Los pinos altísimos parecían las columnas de una inmensa antesala, se oía cantar a los pájaros y el aire era limpio y quieto. Caminando por el sendero, parecía comulgar con una religión antiquísima y solemne, participar del misterio de un rito sagrado: la vida del bosque, que me acogía silencioso y secreto.
Y de repente...
De repente, una horda de excursionistas nos alcanzan a mi marido y a mí, perturbando la magia del momento, embutidos en sus chándales de colores y sus deportivas de última generación, corriendo más que andando por la empinada cuesta, a ver quién llega antes, sin detenerse a mirar a lo lejos el horizonte, o de cerca las cortezas, blancuzcas de liquen, de los árboles.
En ese instante pensé que toda esa gente estaba profanando un lugar único y auténtico con sus disfraces de domingueros. Yo no iba vestida para la ocasión; iba vestida de mí. Cómoda, integrada con todo lo que me rodeaba, porque me sentía tan única como las piedras, el cielo y los guijarros del suelo, sin pensar en más que en mi naturaleza de mujer adentrándose en un bosque.

Durante mucho tiempo guardé en el cajón de recuerdos esta imagen que tan gran impacto me causó. Y al cabo de los años la rescato, al hilo del último viaje familiar por Francia, porque me vuelve a asaltar el pensamiento de que no somos capaces de disfrutar de lo auténtico.
Visitando la Conciergerie en París, mi hija Paula se encuentra incómoda: le molesta la presencia de los turistas impertinentes en aquellas salas que contemplaron una vez el terror, la desesperanza y la desolación. ¿Cómo imaginar, recordar todo lo que estas paredes han vivido, rodeados de personas interesadas únicamente en recoger con su aparato de última generación una imagen para enviarla en tiempo real a montones de conocidos? Es necesario el silencio para que las piedras hablen. No pueden hacerlo entre gritos, carreras, sudor y empujones. Casi se las ve sufrir si uno se fija bien, porque su mensaje, lo que tienen que decirnos, no se escucha bajo el tremendo fragor del turista. No pueden expresar todo lo que llevan dentro, lo que ha estado calando su existencia, los olores antiguos y las palabras pronunciadas con amor o con odio o con ira o con miedo, los pasos resonantes en las losas y los roces de los vestidos en las esquinas. El vértigo del tiempo, de la Historia, no puede atravesar una fila de resignados visitantes que leen obedientemente el folleto editado por la Oficina de Turismo. En el calabozo de María Antonieta, siento que estamos profanando un lugar que debía haber sido conservado con sumo respeto para que todo el dolor que se vivió en él impregnara al que volviera a atravesar sus puertas.
Pienso en las pirámides de Egipto, que no he visitado, o en la Acrópolis de Atenas. Y casi me alegro de no haber estado allí, si para ello tenía que compartir el momento con cientos de personas que gritan y corretean entre las ruinas toqueteando las piedras como si visitaran un parque temático. Todo el misterio, toda la liturgia se habrá perdido. Y por mucho que se intente, ¡qué difícil resulta abstraerse de esa agitación desinhibida e ingenua que se apodera de los turistas cuando llegan a su destino!
¿Habrá que concluir entonces que es mejor mantener en secreto las maravillas que nos aguardan en cada rincón del mundo? Difundirlas equivaldría a mancillarlas, a ponerlas a los pies de los caballos...y perder así la ocasión de encontrarlas íntegras, puras, en su autenticidad; de poder pasear entre los bosques sin la incómoda presencia de los clientes de Decathlon que atraviesan los senderos sin mirar donde pisan ni qué sombra los refresca, y de escuchar lo que las paredes, las piedras, las telas o las ventanas nos cuentan sobre quién las construyó, las vivió, las tocó o miró a su través.
Pero seamos sinceros; si otros no nos hubieran advertido sobre la belleza de aquellos parajes o estancias, posiblemente nunca hubiéramos llegado a visitarlos, y quizá, con los tiempos que corren, si no dispusieran del importe que supone el pago de una entrada para su mantenimiento, estarían arruinados, rotos, olvidados y llenos de la pátina del abandono. Eso, ahora lo recuerdo, lo pude comprobar en Ribadeo, donde un bellísimo palacio modernista se desmoronaba triste y vencido por los años, sin que nadie lo habitara y le diera un hálito de vida.
 
¿Cómo compaginar entonces el ansia y la emoción de conocer, la generosidad de entregar un tesoro para su admiración por los que vendrán, con la vulgarización de lo más bello, de lo más trascendente? Creo que como siempre hay que buscar la clave en nosotros mismos. Debemos ser los visitantes los que con nuestra actitud respetuosa preservemos aquello que queremos, que admiramos. Con un silencio humilde y sobrecogido, que haga resaltar la importancia del lugar en el que estamos, ya sea una montaña, un río, un desierto o un palacio. 
 


Y sobre todo, como diría José Luis, "madrugando muchísimo..."

sábado, 13 de octubre de 2012

La caja de los hilos

Al término de un día difícil en el que la tristeza me ha estado asaltando en oleadas, subiendo a mi garganta desde algún sitio profundo que desconozco, oigo un ruidito metálico: un botón de mi chaqueta ha caído al suelo. Vaya; otro contratiempo más. Ahora tendré que ponerme a coser, qué pereza...
Pero venzo la pereza de la mejor manera que sé: poniéndome manos a la obra. Así que saco el costurero ("la caja de los hilos", nombre atávico y familiar de cuando todo el material necesario para la costura se guardaba en una lata de Cola-Cao verde con dibujos chinescos en blanco) y me dispongo a la tarea de enhebrar una aguja, harto difícil para mis pobres ojos que a estas alturas no ven bien de lejos ni de cerca. (Sin gafas, recuerdo por un momento a mi madre, con tan poca vista la pobre que como mejor ve es con sus ojos desnudos).
Buscando el color adecuado reparo en que sólo tengo una hebra que me sirva; está primorosamente enrolladita en un cartón que ella misma preparó cuando me casé: un cartoncito alargado, recortado con formas dentadas entre las que se aprietan hebras de los colores más necesarios, más usuales en la ropa de cualquiera. Y hete aquí que después de veintitantos años en los que este testimonio de cariño me ha acompañado, encuentro en él lo que ahora necesito.
Mientras desenrollo con cuidado el hilo, procurando no gastar del todo este regalo tan antiguo, me fijo en el pequeño desorden de mi costurero. Manos distintas abren y cierran de vez en cuando esta caja de los milagros, no precisamente buscando aguja e hilo con que reparar una prenda, sino tal vez las tijeras, la cinta métrica, hilo invisible de nylon... Aquí se amontonan los botones de repuesto que nunca se usarán, las coderas que repararán sietes en pantalones de uniforme, las cintas que nadie sabe de dónde han salido...Y animosa, resuelvo ordenar todo ese desbarajuste antes de coser el botón.
Como si de una mina se tratase, separo y extraigo primero los objetos que deberán trasladarse a otros continentes. Queda así la preciosa veta al descubierto: un buen puñado de bobinas de colores, de diferentes tamaños, que decido ordenar siguiendo el Arcoiris, como hace mi hijo con sus lapiceros. ¡No tengo rojo!, pero sí gran variedad de anaranjados, ocres, amarillos, dorados, verdes y azul celeste. Sólo un añil, pero muchos violetas, morados, púrpura y rosas. El blanco, negro y beige quedan desterrados a la superficie, junto con objetos prácticos, pero sin interés, como las agujas y el dedal: es el mundo de lo usual, de lo cotidiano. Lo más valioso queda resguardado en el fondo del costurero.
Esta inocente actividad me produce un gran placer: adoro la belleza del color.  Esa fue una de las causas de mi antigua afición al punto de cruz. Me encantaba comprar y guardar en una cajita las madejas de hilo satinado y sedoso que componían una gama infinita de graduaciones de color, y combinarlas en el panamá de modo que surgieran dibujos y formas según el esquema que yo iba siguiendo escrupulosamente. Ahora la falta de tiempo y de vista y mis cervicales protestonas me impiden seguir la labor hace años comenzada. (Quizá cuando sea viejecita pueda retomarla y revivir esa sensación de tener un pequeño tesoro entre las manos).
Pero no es sólo esa experiencia sensorial y estética la que está infundiendo calma y alivio a mi temperamento hoy un poco desquiciado. Abrir la caja de los hilos me ha traído un aroma de otro tiempo: el recuerdo, cálido como una caricia, de mi madre, que atenta a cuidar de su hija que volaba del nido, preparaba hacendosa aquello que consideraba de primera necesidad. Me enternece pensar en ella, ahora tan disminuída, tan diferente de aquellas otras, distintas a su vez y sucesivas en el tiempo, que me acompañaron durante mi juventud y mi niñez, siempre, eso sí, como ahora, valientes, totales, íntegras. Me dibuja una sonrisa de agradecimiento constatar el amor que está entrelazado en ese pequeño cartoncito, con sus colores ya algo desvaídos, y pienso que lo conservaré como un tesoro, como la prueba de la dedicación y el cariño de mi madre, alguna vez en otros tiempos pasados un poco escondido entre sus muestras de preocupación.
Pienso, mientras estoy sintiendo este calor de un hogar que se fue, cuánto repara mis emociones desordenadas poner orden en los objetos que me rodean. Siempre que me asalta el furor de "recoger" lo hace como consecuencia directa del batiburrillo interno que estoy sintiendo. Instalar cada elemento en su lugar me ayuda a recuperar el equilibrio perdido. Las cosas parecen  serenas en su sitio, tranquilas, elementales, auténticas. Una taza lo es más si reposa en su alacena, un bolígrafo adquiere toda su identidad metido en el bote de la mesa escritorio. Cuando todo vuelve a su ser, yo puedo respirar tranquila y decirme: todo está bien, todo guarda una lógica, el mundo gira como debe y mi vida sigue su curso.
Termino de coser el botón y me siento mucho mejor que al principio. Mi humilde caja de los hilos me ha hecho evocar sensaciones placenteras y reflexionar sobre mis pequeñas manías. Se oyen las llaves en la puerta. Es mi marido que llega. Me levanto de la silla, más ligera, dispuesta ya un día más a preparar la cena.

martes, 18 de septiembre de 2012

BIENVENIDOS!

 
Hola a todos.
Este es mi blog, Un Aire de Vida.
 
Aire para respirar libres, con los pulmones llenos de todo lo bueno que nos trae la brisa del mar, el olor de tierra mojada tras una tormenta, el frío del invierno que despeja la mente, el suave mecerse de los visillos en las siestas de verano, la bocanada fresca que entra por la ventana cuando ventilamos una estancia largo tiempo cerrada. El aire que impulsa las velas de un barco, que insufla vida a la cometa y la hace surcar el cielo.
Y Vida; la vida pequeña que todos vivimos cada día sin darnos apenas cuenta, la que pasa por nuestro lado de puntillas y apenas la vemos si no miramos bien. La de los acontecimientos cotidianos y menudos que llenan nuestro mundo y nos hacen movernos, reaccionar, alegrarnos, llorar, enfadarnos, confundirnos, caer en falta y pedir perdón. La vida de verdad: la que late en nuestras venas y las de los que nos rodean y acompañan en ella.
 
 Aire y Vida que quiero compartir con vosotros, los que me habeis buscado y los que por casualidad hayais entrado en este rincón de reflexiones sobre lo más importante: lo que nunca parece importar a aquellos que deciden lo que para nosotros es vital o no.
 
 


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