"lo bien hecho..."

"Lo bien hecho, bien parece". Ese era uno de los muchísimos dichos que mi abuela, mi madre y otras mujeres que me rodearon en la infancia relataban de vez en cuando, si la ocasión lo requería o lo propiciaba, y que a fuerza de oirlos han pasado a formar parte de mi memoria inconsciente, de manera que yo también los utilizo, algunos habitualmente y otros rarísima vez. (Siempre hay alguno que mis hijos nunca habían escuchado antes de mi boca, ni de otra, y cuando me lo advierten yo me sorprendo mucho, ya que para mí es tan familiar como los demás; quizá no había surgido antes la ocasión). Me encanta apostillar cualquier hecho o conversación con estos ripios que me vienen de tan lejos y que me traen un olor añejo y casero a tradiciones antiguas de hogar. Me hace cierta gracia escucharme diciendo cosas que podría haber dicho mi abuela; de algún modo me acerca a ella a través del tiempo y el espacio.
El que quiero rescatar hoy se puede aplicar perfectamente a nuestro quehacer cotidiano, y sobre todo a las actividades que llevan a cabo muchas personas que nos rodean día a día. Cuando pienso en aquellas mujeres sentenciosas poniendo en sus labios ese refrán, mi mente le asocia enseguida un adjetivo que me encanta: "primoroso". Un bordado primoroso,  una letra primorosa,  un balcón  lleno de macetas primorosas. Siempre referido a una actividad manual hecha con cariño, con cuidado y dedicación, con limpieza y con afán, procurando que el resultado sea excelente, pero que además transmita el amor con el que se ha realizado. Aunque debo reconocer que todo esto suena algo antiguo (yo misma a veces me parezco muy antigua - y no es cuestión de edad-) e incluso cursi, la verdad es que echo en falta desde hace bastante tiempo ese "primor" y ese gusto por las cosas bien hechas en muchas de las que yo o los demás realizamos cada día.
Por ejemplo, me molesta sobremanera (quizá esto sea un poco injusto) que la persona que ayuda en las tareas de la casa no ponga cuidado o esmero en terminarlas, y queden cumplidas, pero no rematadas, o al menos no como yo querría, sino un poco al desgaire, como esperando que otra mano más atenta dé un tironcito a la colcha o gire un cenicero o ahueque un cojín. Otra mano que ponga amor a las cosas inanimadas para que ellas a su vez lo transmitan a quien las utilice. Ya comenté en otra entrada que me gusta que cada objeto esté en su sitio: hay que poner orden en las alacenas, en los cuberteros, en los armarios roperos, para que todo luzca con "primor". Evidentemente, las prisas con las que va esta mujer no son compatibles con la dedicación que precisa una labor bien hecha. Demasiado hace con acabar todos los cometidos que se le encomiendan, que son muchos y en un tiempo escaso. En otras épocas, en las que se iba más despacio y las mujeres que trabajaban en casa ajena eran poco más que esclavas, sí se exigía la perfección, so pena de repetir las veces que hiciera falta lo que la tirana "señora" de turno creía inacabado o mal hecho. (Eso tuvo no obstante una consecuencia positiva, entreverada en el cúmulo de sinsabores y desmayos: las chicas aprendían dentro de estas familias acomodadas un oficio, el de amas de casa, que en su mayoría iban a desempeñar cuando salieran de allí. Y así, en su vida personal aplicarían después el mismo ahínco que antes pusieron en tener un hogar ordenado y pulcro. También, pero este es otro tema, pudo contribuir esta experiencia doméstica del primer franquismo a crear una amplia clase media que repetiría en la medida de sus posibilidades los patrones aprendidos en las casas de la clase alta dirigente).

En esta falta de tiempo y en la premura con la que todos andamos trajinando veo yo la causa de la mediocridad que me repele: vamos todos azogados, queriendo acabar antes de haber empezado. Y así, el electricista anda rezongando mientras desatornilla las clemas porque piensa en el próximo trabajo que le espera y en las horas que se le harán; el albañil se marcha de casa dejando las baldosas renqueantes y la lechada desigual; el oficial de Correos pone el matasellos de cualquier modo y como caiga, aunque el sello sea de colección y el envío tenga un valor estético; la cajera del supermercado coloca los alimentos en las bolsas al buen tun tun, según van llegando en la cinta rodante, sin pensar si está mezclando la lejía con el pan; el estudiante amontona sus apuntes, o lo que es peor, los ajenos, arrugando y descolocando las  hojas en las que después tendrá que afanarse y estudiar; en los almacenes de ropa, las prendas que otros clientes seleccionaron en un principio y después desecharon se amontonan unas sobre otras en los parabanes como trapos viejos sin que nadie tenga cuidado de colocar donde estaba aquello que escogió para probarse; el camarero que nos atiende no limpia las migas que ha dejado el cliente anterior y trae la consumición confundida o  mal preparada; no se provee al cliente de aquello que con seguridad va a necesitar, sino que se espera a que éste lo reclame de malos modos, "porque le están haciendo perder tiempo".
Y así, mil y un ejemplos de lo que las prisas provocan a nuestro alrededor: una algarabía de desorden y manquedades que ensombrecen nuestra vida, le quitan color, virtud y bondad.

Tampoco es que yo ande sobrada de buenas hechuras, porque tampoco lo voy de tiempo. Pero últimamente tengo una manía: en mi trabajo, cuando me enfrento a un expediente algo complicado y no sé por dónde empezar, lo primero que hago es desgraparlo. Me tiro un buen rato desliando ese amasijo de alambre en que se convierten las grapas cuando caen unas sobre otras hoja tras hoja, a pique de pincharme y tener que inyectarme la vacuna del tétanos. Luego, a medida que los leo, ordeno los informes, los documentos, que van adquiriendo sentido al ocupar su sitio. Y así, cuando llego al final, ya tengo una visión clara de lo que habrá que resolver. Puede parecer una pérdida de tiempo o una tontería, pero me ayuda a ordenar mis ideas y a ponerme al tajo, que a veces se me hace tan cuesta arriba. Y es una forma de convertir un aburrido montón de papeles en un documento digno de representar, dentro de muchísimos años, parte de nuestra Historia.

El caso es introducir un poco de ese "primor" que tanto se echa en falta en lo que nos rodea. Pienso que si cada uno pusiéramos un granito de interés en lo que hacemos a diario la vida se nos haría más fácil a todos. No cuesta tanto y seguro que los demás nos lo agradecen con una sonrisa.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los Pasos de la Primavera

¿Tristeza del bien ajeno o pudor del propio?

Alimentarse, comer y "la tontería"