Es Jueves Santo, y acabo de terminar de preparar una fuente de torrijas con la ayuda de mi marido, mientras escuchamos en un radiocassette las canciones de los Payasos de la Tele, "Gaby, Fofó y Miliki con Fofito" (así lo decían ellos entonces) y las cantamos a dúo. ¿Puede haber mayor extravagancia? ("Frikada", dirían ahora...)
Este año me he decidido a ponerme manos a la obra y meterme en la cocina para pasar de esta agradable manera la primera tarde de las vacaciones de Semana Santa. Hacía ya bastante tiempo que no me animaba; demasiado cansancio, demasiado trabajo, demasiadas preocupaciones...no me sentía capaz de este pequeño esfuerzo.
Y sin embargo...¡cuántas veces he tenido en mi casa a mis queridos mayores, mis padres y mis suegros, disfrutando del dulce manjar salido de mis manos! Recuerdo una vez que, después de madrugar para dar el primer biberón de la mañana a mi hijo, yo sola en la cocina me arremangué y las preparé en un santiamén, mientras todos los demás dormían. Y tantas otras...en Cuenca, con Carmen y Bernardo (no necesitaban mucha ayuda, la verdad, entre los dos se arreglaban fenomenal); en mi casa, pensando en lo contentos que se iban a poner mis mayores cuando las probaran, y los elogios que iba a recibir de mi padre...Mi marido, con las manos embadurnadas de azúcar y canela, contento pues sabía que enseguida iba a poder probar ese postre que tanto le gusta...hoy, preparándolas con él, pensaba en sus padres, aquella pareja que tanto se quería, compenetrada en su cocina, y me hacía feliz creer que nosotros somos de algún modo sus continuadores, los dos cómplices entre el azúcar y el aceite, los dos poniendo nuestro mutuo cariño en el pan.
Las torrijas tienen para mí un significado que va más allá de su delicioso sabor. Forman parte de mi vida, de la tradición de mi casa; están impregnadas del amor que hemos puesto en ellas mi suegra y yo misma cada vez que las hemos hecho. Son una dedicatoria de cariño a los demás. Con ellas ofrecimos lo mejor de nosotras mismas: nuestro esmerado trabajo, los cinco sentidos que poníamos en que salieran perfectas. Son una forma de decirle a los que queremos que nos gusta cuidar de ellos. Por eso, cuando el lunes un pastelero amigo me sugirió que pasara estos días por su establecimiento a llevarme sus torrijas, le miré orgullosa y le dije; "¡ni hablar! Las torrijas en mi casa las hago yo". Y no sé por qué, se quedó parado y sorprendido. Será que puse una de esas "caras" mías que delatan lo que estoy sintiendo más allá de las palabras.
Este año ya no tengo mayores a los que cuidar (como no seamos mi marido y yo misma). El año pasado, después de estar toda la Semana Santa con nosotros, y llevarla a comer torrijas -pero de pastelería-, se nos fue mi suegra. Era la última de los cuatro. Ya no podemos disfrutar de la presencia de ninguno de ellos. No podemos ofrecerles esa dedicatoria dulce salida de nuestras manos. Pero sin embargo, hoy me apetecía hacer esta ofrenda, aunque sea con el pensamiento, a todos ellos, que tantas veces la disfrutaron. Volver a seguir la tradición es una manera de recordarlos. Ver contentos a mi marido y mi hijo es continuar alimentando el amor de familia. Recibir la llamada de mi hija desde Cuenca es seguir atando el lazo que nos une a aquellos que tanto quisimos y seguimos queriendo. Ella sí irá este año a ver las Turbas. Y estoy segura de que llorará pensando en todas las veces que nos acompañaron sus abuelos, como lo haría yo si estuviera en su lugar. Esos momentos, ese cariño no se va a marchar, aunque ellos se hayan ido. Sigue latiendo en nuestros corazones, sigue vivo en cada redoble de tambor y repique de clarines.
Y el sabor de las torrijas de casa será este año tan dulce como su recuerdo.
