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lunes, 10 de febrero de 2014

El carrusell de Mary Poppins

No soy una persona atrevida, ni me gustan las emociones fuertes. Quizá por eso no me ha hecho nunca mucha ilusión ir a los Parques de Atracciones. La única vez que me he montado en una montaña rusa fue por puro compromiso sentimental, y no creo que lo vuelva a hacer jamás. No me gusta pasar miedo; ni viendo películas, ni leyendo libros, ni experimentando sensaciones de vértigo. Soy una persona tranquila y las emociones fuertes prefiero sentirlas en la cabeza o el corazón que en el estómago.
Así y todo, hace unos años fui con mi familia a Eurodisney. Los chicos eran pequeños y era el momento adecuado para que ellos disfrutaran con los muñecos y toda la parafernalia del parque. Aparte de que me defraudó bastante, (el castillo de la Bella Durmiente no era tan grande como yo había imaginado), no me interesaba nada subirme en los trastos mecánicos que daban bandazos y giros y te ponían boca abajo, todo ello sumido en la más profunda oscuridad, con la inevitable consecuencia de adquirir un terrible color verdoso en el rostro una vez acabado el viaje.
Sin embargo, sí había una atracción que me apetecía probar porque siempre me ha encantado: los caballitos. El típico carrusell, con su musiquita metálica y repetitiva, los espejos poliédricos que van girando a la vez que la pista da vueltas, y esos preciosos caballos con sus barras talladas que suben y bajan al compás de la música. Pero soy tan patosa que todo el mundo se me colaba, y nunca llegaba a tiempo de montarme en un caballo bonito, y solo quedaban cerditos, barcas, carrozas...total, que desistí y perdí la oportunidad de sentirme como Mary Poppins en su fantástico carrusel.
Años después tuve la suerte de hacerlo en otro lugar privilegiado: una máquina antigua y restaurada situada en Brooklyn, frente al East River, con Manhattan al fondo, y la estatua de la Libertad recortándose en el anochecer. Me sentía en el séptimo cielo, en un lugar de ensueño y jinete de un precioso caballo que daba vueltas y vueltas.
Ayer recordé esto viendo la película "Saving Mr. Banks", en la que Emma Thompson en su papel de P.L. Travers se sube a ese mismo aparato que yo no pude disfrutar en Disney (aunque ella estaba en Los Angeles, no en París). Es una de las pocas escenas en que su personaje logra sonreír. Está claro que a ella también le seducían esos mecanismos tan simples y mágicos.
¿Por qué nos atrae un aparato que lo único que hace es dar vueltas y vueltas? Eso pensaba yo mientras veía la película. Y me puse a reflexionar sobre ello.
Cuando somos pequeños, subirnos a un tiovivo es emocionante, porque de repente nuestros padres desaparecen y estamos solos, en un lugar inseguro, que se mueve, rodeados de extraños y con la sensación de que vamos a perdernos en cualquier momento. Pero, ¡oh maravilla!, resulta que al girar, nuestra montura vuelve a pasar una y otra vez frente a los mayores, que nos saludan agitando la mano con una gran sonrisa, aliviados también de ver que su pequeño sigue allí y volverá junto a ellos cuando pare la música. En este sentido, el carrusell es como la vida misma: en algún momento nos alejaremos de nuestros padres, tendremos una vida independiente, que se nos presenta (aunque luego no lo llegue a ser), seductora, llena de emoción, música, colores, brillos, oropel...y el tiovivo nos da la
oportunidad de hacer un ensayo, una prueba, sin romper el cordón que nos une a nuestros padres, que siguen allí, saludando, sonriendo, cada vez que el aparato completa una vuelta entera. Y mientras tanto, podemos disfrutar de un mundo de fantasía, que no va a ninguna parte pero que en su continuo girar parece recorrer lugares lejanos y exóticos. Y cuando pasamos de nuevo frente a lo conocido, saludamos también contentos y emocionados, como diciendo: "mirad, soy capaz de hacer algo extraordinario, monto en un corcel de las mil y una noches, siento el vértigo de la libertad, pero soy aún vuestra, aún no me voy del todo, cuando pare la música subiréis a buscarme y seré la misma niña pequeña que hace unos minutos". 
Es esa extraña y doméstica sensación de libertad lo que me seduce cada vez que monto en un carrusell. Quizá sea porque soy una romántica, como dice la seguidora más fiel de este blog, que tan bien me conoce. O porque en efecto son artilugios mágicos, como piensa Cornelia Funke, cuando lo introduce en su novela "El Príncipe de los Ladrones", en la que se convierte en una máquina del tiempo que te rejuvenece o te hace mayor según tu deseo. Es seguro que ese girar y girar es una pequeña metáfora de nuestro mundo.
Sea lo que sea, volveré a subirme a uno de esos aparatos en cuanto tenga la oportunidad.

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