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lunes, 24 de diciembre de 2012

El espíritu de la Navidad

En el colegio, todos los años, unas semanas antes de que llegaran estas fechas, se nos ponía a los chavales el mismo ejercicio, ya fuera para clase de Religión o de Lengua: una redacción sobre el "auténtico sentido de la Navidad". Todos intentábamos ser muy originales, no hablar para nada de los regalos de Reyes (entonces Papá Noel no tenía a España en su ruta), de los polvorones, de las luces de colores y de los villancicos. Nos poníamos muy serios y devotos y centrábamos nuestros trabajos en la venida de Jesús y su mensaje de Paz y Amor. Luego, a cada uno le salía como podía: unos más acertados y otros insoportablemente ñoños y cursis.
 
Con el paso del tiempo y de las circunstancias personales, mi redacción sobre la Navidad ha ido transformándose, pero no por eso ha perdido profundidad ni ha restado importancia al asunto; al contrario, creo que al final he podido encontrar la clave oculta que los compañeros de clase intentábamos descubrir.
 
Son muchas ya las Navidades que he vivido. Y ha habido de todo: algunas muy felices, otras contrariadas, y una en concreto que reunió lo mejor y lo peor: la pérdida de un familiar muy querido y la entrada en mi vida del que desde entonces es mi compañero para siempre. Pero todas ellas tuvieron algo en común, la identidad que las hacía auténticas y especiales, un tiempo que no se parece a ningún otro.
 
Desde hace algunos años está muy de moda decir que se aborrece la Navidad; da casi un poco de apuro reconocer que nos gusta. Preguntan, ¿Cómo la pasas, "bien o en familia"? Vaya chiste barato. Vaya manera de desprestigiar una de las mejores cosas que ha construido el ser humano: un núcleo que nos protege incondicionalmente. Sí, es verdad que también las mayores broncas y disgustos proceden de los que más queremos, pero cuando hay problemas, ¿quién está ahí, sino nuestros seres queridos? Creo que a aquellos que no soportan estas fechas, no es la propia Navidad lo que les disgusta, sino una alegría que ellos consideran impuesta, los adornos, los brillos que se les hacen horteras, las canciones que les empalagan, el gasto extra en regalos o en comidas especiales...algo de lo que sin duda habrán participado en muchos momentos de sus vidas y que habrá llegado a empacharles o que rechazarán por asociación con alguna experiencia triste o negativa; quizá no son capaces de dejarse llevar y sentir por unos días como lo hacían cuando eran niños, no porque alguien nos lo mande, sino porque nos apetece volver a disfrutar de aquel modo. En estos días raro es quien no echa en falta a alguien; los puestos en las mesas van siendo menos con el paso del tiempo. Pero eso no debe hacernos estar tristes, sino al contrario, debemos alegrarnos recordando los buenos momentos vividos juntos.

Si quiero describir lo que para mí significan estas Fiestas tengo que echar mano de muchos y pequeños recuerdos.
Quizá el primero sea una habitación casi vacía, con un Belén lleno de personajes, que yo me encargué de romper uno a uno pensando que eran muñequitos con que jugar. Y años después, una tarde helada, ya oscurecido, subiendo la cuesta de mi calle hacia otra principal que la cruza, en la que se ve como  telón de fondo un montón de bombillas blancas adornando los árboles desnudos en las aceras. Luego está la excursión que junto a mi madre y mi hermana hacíamos al "Economato"; entonces que no existían  los supermercados aquella nave inmensa llena de alimentos festivos era el paraíso de los golosos. Más allá, recuerdo un Belén de plastilina para clase de religión que de camino al colegio se empeñó en cobrar vida propia y movimiento (o sea, que se me cayó entero)  y llegó en un estado tan lamentable que el cura de sotana negra me miró con una cara aún más adusta que la de costumbre. Puedo oír el timbre que anunciaba la visita del cartero o el repartidor del gas, pidiendo el aguinaldo. Veo a mi hermana pintando de purpurina plateada unas inmensas hojas de plátano que había recogido por la calle alfombrada del otoño siguiendo las instrucciones de una revista de decoración que daba ideas para adornar la casa. (Le quedaron fantásticas...) Y me veo con ella también, una tarde muy lluviosa, cogiendo el autobús para ir al centro a comprar figuritas del Belén y reponer las que yo rompí. (Poner los adornos era siempre tarea suya. Cuando tuvo su propia casa pasó a ser mi responsabilidad). Ante ese Belén rezaba y cantaba yo cuando estaba sola y no me veía nadie, muy recogida y emocionada. Recuerdo a mi abuela, siempre mi abuela, con sus adoradas manos como sarmientos, pero suaves como la seda, haciendo "turrón de pobre" y asomándose al salón donde mi hermano y yo veíamos en la tele el Torneo de Baloncesto de Navidad, en el que actuaba de árbitro mi profesor de matemáticas. Y recuerdo a mi padre, partiendo el turrón obedientemente mientras mi madre le daba instrucciones: "no tan pequeño, no tan grande, cuidado que se te desmiga todo...", y ella misma se afanaba del horno al fregadero. Pero en Nochevieja no se cocinaba, porque mis padres salían, y yo me conformaba con vestir mis Nancys de gala mientras veía a mi madre con los rulos puestos y a mi hermana probándose el traje de fiesta que iba a llevar. ¡Qué envidia, lo que hubiera dado por tener quince años más...! En casa no se hacían grandes reuniones, pero sí bajábamos a ver a mi abuelo que juntaba a sus hijos y nietos aunque fuera solo un rato para cantar algún villancico y comer un dulce. Otras veces nos visitaban tíos que en esa ocasión se sumaban a la Fiesta. ¡Y qué decir de la noche de Reyes...! No se dormía nada, anhelando que se hiciera una hora prudencial para levantarse y ver qué habían dejado...en una ocasión, al lado de mis zapatos había un paquete enorme, que no abrí pues lo consideraba excesivo para ser mío. Mi hermana me animó, ¿no lo abres? ¡Era un perchero con cabeza de león de peluche - un león inofensivo, gracioso, con un sombrerito-! Me encantó. Por cierto, nunca me echaron una bañera para las muñecas que yo pedía insistentemente todos los años aduciendo que los Reyes, que eran mágicos, seguro que me la traían...aunque mi hermana me miraba escéptica y aseguraba que ese regalo no iba a llegar.

Después de muchos años en los que la familia y también las Fiestas fueron transformándose, tuve una hija con la que compartir la ilusión de un tiempo de luz y de vida. Pues en su origen, y en la esencia misma de estas fechas,  eso es la Navidad: el solsticio de invierno, el momento en que las noches que se han ido alargando comienzan su retirada y el sol aparece débil como una promesa: por eso hay que atraerlo con luces, brillos y adornos que ya los antiguos druidas colgaban de los árboles...hay que conjurar la luz para que llegue y nos lleve poco a poco hasta el momento de la fecundidad de los campos y del retorno de la vida; esa es también la promesa de Jesús en el Pesebre: un Niño que nace con la misión de vencer a la muerte.
Luz, cambio, renovación, niños, vida: ese es el quid de la cuestión, es la esencia que cada uno vive a su manera en estas Fiestas. Y ya que es un Niño el que viene cada año a recordárnoslo, nuestro deber y nuestra alegría es convertirnos también en niños; si estamos rodeados de ellos es más fácil, pues su ilusión es contagiosa, pero aunque ya seamos adultos y parezca que toda esta algarabía no va con nosotros, si somos capaces de recordar cómo nos sentíamos años atrás, veremos que aún nos queda un rescoldo de ingenuidad, que aún podemos disfrutar escribiendo una felicitación a un amigo o a un familiar del que hace tiempo no sabemos, que los villancicos de toda la vida nos siguen alegrando el alma y que las calles iluminadas nos invitan a pasear por ellas con una sonrisa en la cara, quizá melancólica, pero muy emocionada.
Sí, es cierto que hay muchos anuncios, que todo nos incita a gastar y derrochar lo que no tenemos, que Papá Noel es un producto de la Coca Cola, que los grandes almacenes hacen su agosto y los chavales buscan desesperadamente un traje de fiesta que cueste dos duros. Que en la comida de trabajo a veces tenemos que aguantar a más de un plasta, pero ¿no habéis sentido a veces en estos ambientes tan difíciles la necesidad de pedir perdón a un compañero, de charlar con el que casi ni os saluda por la mañana? ¿No es relajante poder compartir risas con los que a diario compartimos problemas y ansiedades? Además, para aquellos que ven en la Navidad una época de consumo exacerbado, diré que desde los tiempos de mis redacciones escolares, y ya ha llovido mucho, se viene criticando lo mismo. Y que hacer regalos y sentirse por unos días más generosos tampoco es tan malo. Se trata de festejar, y la fiesta siempre es algo excesiva, algo fuera de lo común.

Por eso, creo que debemos mantener el espíritu de la Navidad: los más creyentes, con la alegría inmensa de la noticia del Nacimiento del Salvador; aquellos que estén alejados de sus convicciones de niños, con la buena voluntad de dar y recibir amor de sus semejantes; y todos, en la esperanza de  la renovación que nos trae el solsticio de invierno, adornando  nuestras casas con los destellos de plata y luz de las guirnaldas y festejando que un año más hemos vuelto por unos días a ser niños.

 

jueves, 6 de diciembre de 2012

"Elogia, que algo queda..."

Una boda. Cuando termina la cena, todas las chicas salimos escopetadas al baño, aunque sólo sea para estirar un poco las piernas, que se han quedado entumecidas después de casi dos horas de estar esperando el próximo plato. Y también a repasar el carmín...
En los lavabos somos multitud. Allí encuentro a gente de la familia, a mujeres que me suenan  de vista y a perfectas desconocidas. (¿Eres del novio o de la novia...?) Una de las últimas me ha llamado la atención ya en la ceremonia. Va preciosa: un vestido negro años cincuenta, moño estilo Audrey Hepburn, collar y pendientes de perlas que aunque siempre quedan serios no pueden ocultar lo jovencísima que es. Ahora que estoy frente a ella me fijo en otros detalles: pequeñas flores amarillas que adornan su pulsera y sus zapatos, a juego con un bolsito de fiesta estilo bombonera totalmente amarillo canario. (Qué mezcla tan atrevida, y tan alegre...) Una amiga la está admirando y le echa piropos, quizá esperando un elogio recíproco. Y yo no puedo evitarlo; me vuelvo y le digo: "No te conozco de nada, pero vas de diez; ya me he fijado en tí en la Boda y ahora te lo tengo que decir: estás genial; me encanta tu vestido, el bolso y las flores amarillas, y el fantástico moño con diadema."
La chica me mira atónita, y cuando reacciona me da efusivamente las gracias, muy contenta, y me pide que le permita darme un abrazo, a lo que por supuesto accedo de buena gana. "Usted también va muy elegante", me dice sin mucha convicción; más bien para agradecerme el detalle de haber ensalzado su look de fiesta.
A todos nos gusta que nos regalen de vez en cuando el oído, sobre todo si hay razones objetivas para ello: ropa nueva, unos kilos de menos, un cambio de peinado...llegamos al trabajo o a una reunión esperando que los que nos rodean (y suponemos que nos estiman) hagan grandes alharacas al comprobar un cambio a mejor en nuestra apariencia, cambio del que somos conscientes y en el que hemos puesto intención y empeño. Y la mayoría de las veces nos llevamos un buen chasco: sólo encontramos un silencio indiferente, y en ocasiones alguna tímida constatación de los hechos: "ah, te has dado mechas..."
Sin embargo, cuando uno sabe que ese cambio a mejor existe, porque todos tenemos ojos en la cara y espejos en las paredes que nos dicen si ese día estamos fantásticos o penosos, resulta chocante cuando no enojoso que nadie se fije (o parezca fijarse) en eso de positivo que nuestro aspecto presenta hoy. Y nos preguntamos, "¿pero cómo es posible que no se den cuenta de que los pantalones me quedan más sueltos?"  "¿Es que no ven que llevo una blusa nueva?"  "¿Será que mis zapatos son tan vulgares que pasan inadvertidos?" Por el contrario, en alguna ocasión califican como atractivo y novedoso  algo que de tan antiguo y usado ya ni uno mismo toma en cuenta.

Esta actitud tan generalizada (aunque a todo hay excepciones y en este caso siempre muy gratas) hace que uno intente explicarse cuál es la razón de un comportamiento tan caprichoso y aleatorio. En primer lugar, se piensa  en la envidia. Hay muchas personas que aun siendo fantásticas tienen tan baja estima de sí mismos que cualquier detalle significativo en los demás les sumen en la tristeza del bien ajeno. Y aunque estén viendo algo que les parece estupendo, como creen carecer de ello, prefieren no ponerlo de manifiesto para que su falta no sea evidente. Pero ese tipo de gente no es mayoritario, afortunadamente; aunque alguno siempre encontramos en todo grupo humano, no solemos vivir rodeados de envidiosos... En segundo lugar, están aquellos que aunque se dan cuenta del detalle novedoso se callan con intención de fastidiar. Esta actitud podría  ser  asimilable a la del anterior,  porque no produce beneficio al que se calla más que el de no dar una alegría al otro. Por otra parte está  la falta de atención. Hay personas muy poco observadoras que sin tener intención de hacer daño simplemente no reparan en lo nuestro. Esto sienta bastante mal a los que sí se fijan en lo bueno que tienen los demás. Y por último, hay a quienes les da pudor hacer comentarios elogiosos del resto, porque piensan que si lo hacen van a crear una situación embarazosa de la cual no sabrán salir airosos.

Todos estos motivos para el silencio son frecuentes, pero debería hacerse todo lo posible para no caer en ellos. ¿Qué trabajo cuesta decir lo que pensamos? (Siempre que sea algo bueno, claro está, no se trata aquí de denostar a nadie: lo que no nos gusta, mejor callarlo). Al que escucha le haremos sentir bien, y  nosotros también recibiremos de vuelta parte de ese bienestar. Si nos gusta que nos halaguen, ¿por qué no empezamos por dedicar alguna palabra bonita a los que tenemos más cerca, si realmente lo merecen? Perdamos el miedo a ser agradables; eso no nos va a hacer más vulnerables, ni menos respetables ni peores personas; todo lo contrario. Los que reciban el elogio que yo ahora aquí reivindico reaccionarán como la chica de la boda: al principio con cierta sorpresa, pero enseguida con gratitud y cordialidad recíproca.

Hagamos el mundo un poco más amable, un lugar en el que sentirse apreciado y valorado. Hagamos todo lo contrario de lo que aconseja el refrán, y siempre que surja la oportunidad cambiémoslo por este: "Elogia, que algo queda".





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