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sábado, 27 de octubre de 2012

Lo auténtico

Hace muchos años, caminaba un día cuesta arriba hacia la Laguna Negra. Acababa de dejar Covarrubias, era verano y llevaba puesto un vestidito de flores, un jersey de algodón y unas merceditas marrones, bastante machacadas porque me resultaban comódísimas para caminar y no me había calzado otra cosa desde que las compré a principio de temporada.
La mañana estaba tranquila y fresca. Los pinos altísimos parecían las columnas de una inmensa antesala, se oía cantar a los pájaros y el aire era limpio y quieto. Caminando por el sendero, parecía comulgar con una religión antiquísima y solemne, participar del misterio de un rito sagrado: la vida del bosque, que me acogía silencioso y secreto.
Y de repente...
De repente, una horda de excursionistas nos alcanzan a mi marido y a mí, perturbando la magia del momento, embutidos en sus chándales de colores y sus deportivas de última generación, corriendo más que andando por la empinada cuesta, a ver quién llega antes, sin detenerse a mirar a lo lejos el horizonte, o de cerca las cortezas, blancuzcas de liquen, de los árboles.
En ese instante pensé que toda esa gente estaba profanando un lugar único y auténtico con sus disfraces de domingueros. Yo no iba vestida para la ocasión; iba vestida de mí. Cómoda, integrada con todo lo que me rodeaba, porque me sentía tan única como las piedras, el cielo y los guijarros del suelo, sin pensar en más que en mi naturaleza de mujer adentrándose en un bosque.

Durante mucho tiempo guardé en el cajón de recuerdos esta imagen que tan gran impacto me causó. Y al cabo de los años la rescato, al hilo del último viaje familiar por Francia, porque me vuelve a asaltar el pensamiento de que no somos capaces de disfrutar de lo auténtico.
Visitando la Conciergerie en París, mi hija Paula se encuentra incómoda: le molesta la presencia de los turistas impertinentes en aquellas salas que contemplaron una vez el terror, la desesperanza y la desolación. ¿Cómo imaginar, recordar todo lo que estas paredes han vivido, rodeados de personas interesadas únicamente en recoger con su aparato de última generación una imagen para enviarla en tiempo real a montones de conocidos? Es necesario el silencio para que las piedras hablen. No pueden hacerlo entre gritos, carreras, sudor y empujones. Casi se las ve sufrir si uno se fija bien, porque su mensaje, lo que tienen que decirnos, no se escucha bajo el tremendo fragor del turista. No pueden expresar todo lo que llevan dentro, lo que ha estado calando su existencia, los olores antiguos y las palabras pronunciadas con amor o con odio o con ira o con miedo, los pasos resonantes en las losas y los roces de los vestidos en las esquinas. El vértigo del tiempo, de la Historia, no puede atravesar una fila de resignados visitantes que leen obedientemente el folleto editado por la Oficina de Turismo. En el calabozo de María Antonieta, siento que estamos profanando un lugar que debía haber sido conservado con sumo respeto para que todo el dolor que se vivió en él impregnara al que volviera a atravesar sus puertas.
Pienso en las pirámides de Egipto, que no he visitado, o en la Acrópolis de Atenas. Y casi me alegro de no haber estado allí, si para ello tenía que compartir el momento con cientos de personas que gritan y corretean entre las ruinas toqueteando las piedras como si visitaran un parque temático. Todo el misterio, toda la liturgia se habrá perdido. Y por mucho que se intente, ¡qué difícil resulta abstraerse de esa agitación desinhibida e ingenua que se apodera de los turistas cuando llegan a su destino!
¿Habrá que concluir entonces que es mejor mantener en secreto las maravillas que nos aguardan en cada rincón del mundo? Difundirlas equivaldría a mancillarlas, a ponerlas a los pies de los caballos...y perder así la ocasión de encontrarlas íntegras, puras, en su autenticidad; de poder pasear entre los bosques sin la incómoda presencia de los clientes de Decathlon que atraviesan los senderos sin mirar donde pisan ni qué sombra los refresca, y de escuchar lo que las paredes, las piedras, las telas o las ventanas nos cuentan sobre quién las construyó, las vivió, las tocó o miró a su través.
Pero seamos sinceros; si otros no nos hubieran advertido sobre la belleza de aquellos parajes o estancias, posiblemente nunca hubiéramos llegado a visitarlos, y quizá, con los tiempos que corren, si no dispusieran del importe que supone el pago de una entrada para su mantenimiento, estarían arruinados, rotos, olvidados y llenos de la pátina del abandono. Eso, ahora lo recuerdo, lo pude comprobar en Ribadeo, donde un bellísimo palacio modernista se desmoronaba triste y vencido por los años, sin que nadie lo habitara y le diera un hálito de vida.
 
¿Cómo compaginar entonces el ansia y la emoción de conocer, la generosidad de entregar un tesoro para su admiración por los que vendrán, con la vulgarización de lo más bello, de lo más trascendente? Creo que como siempre hay que buscar la clave en nosotros mismos. Debemos ser los visitantes los que con nuestra actitud respetuosa preservemos aquello que queremos, que admiramos. Con un silencio humilde y sobrecogido, que haga resaltar la importancia del lugar en el que estamos, ya sea una montaña, un río, un desierto o un palacio. 
 


Y sobre todo, como diría José Luis, "madrugando muchísimo..."

sábado, 13 de octubre de 2012

La caja de los hilos

Al término de un día difícil en el que la tristeza me ha estado asaltando en oleadas, subiendo a mi garganta desde algún sitio profundo que desconozco, oigo un ruidito metálico: un botón de mi chaqueta ha caído al suelo. Vaya; otro contratiempo más. Ahora tendré que ponerme a coser, qué pereza...
Pero venzo la pereza de la mejor manera que sé: poniéndome manos a la obra. Así que saco el costurero ("la caja de los hilos", nombre atávico y familiar de cuando todo el material necesario para la costura se guardaba en una lata de Cola-Cao verde con dibujos chinescos en blanco) y me dispongo a la tarea de enhebrar una aguja, harto difícil para mis pobres ojos que a estas alturas no ven bien de lejos ni de cerca. (Sin gafas, recuerdo por un momento a mi madre, con tan poca vista la pobre que como mejor ve es con sus ojos desnudos).
Buscando el color adecuado reparo en que sólo tengo una hebra que me sirva; está primorosamente enrolladita en un cartón que ella misma preparó cuando me casé: un cartoncito alargado, recortado con formas dentadas entre las que se aprietan hebras de los colores más necesarios, más usuales en la ropa de cualquiera. Y hete aquí que después de veintitantos años en los que este testimonio de cariño me ha acompañado, encuentro en él lo que ahora necesito.
Mientras desenrollo con cuidado el hilo, procurando no gastar del todo este regalo tan antiguo, me fijo en el pequeño desorden de mi costurero. Manos distintas abren y cierran de vez en cuando esta caja de los milagros, no precisamente buscando aguja e hilo con que reparar una prenda, sino tal vez las tijeras, la cinta métrica, hilo invisible de nylon... Aquí se amontonan los botones de repuesto que nunca se usarán, las coderas que repararán sietes en pantalones de uniforme, las cintas que nadie sabe de dónde han salido...Y animosa, resuelvo ordenar todo ese desbarajuste antes de coser el botón.
Como si de una mina se tratase, separo y extraigo primero los objetos que deberán trasladarse a otros continentes. Queda así la preciosa veta al descubierto: un buen puñado de bobinas de colores, de diferentes tamaños, que decido ordenar siguiendo el Arcoiris, como hace mi hijo con sus lapiceros. ¡No tengo rojo!, pero sí gran variedad de anaranjados, ocres, amarillos, dorados, verdes y azul celeste. Sólo un añil, pero muchos violetas, morados, púrpura y rosas. El blanco, negro y beige quedan desterrados a la superficie, junto con objetos prácticos, pero sin interés, como las agujas y el dedal: es el mundo de lo usual, de lo cotidiano. Lo más valioso queda resguardado en el fondo del costurero.
Esta inocente actividad me produce un gran placer: adoro la belleza del color.  Esa fue una de las causas de mi antigua afición al punto de cruz. Me encantaba comprar y guardar en una cajita las madejas de hilo satinado y sedoso que componían una gama infinita de graduaciones de color, y combinarlas en el panamá de modo que surgieran dibujos y formas según el esquema que yo iba siguiendo escrupulosamente. Ahora la falta de tiempo y de vista y mis cervicales protestonas me impiden seguir la labor hace años comenzada. (Quizá cuando sea viejecita pueda retomarla y revivir esa sensación de tener un pequeño tesoro entre las manos).
Pero no es sólo esa experiencia sensorial y estética la que está infundiendo calma y alivio a mi temperamento hoy un poco desquiciado. Abrir la caja de los hilos me ha traído un aroma de otro tiempo: el recuerdo, cálido como una caricia, de mi madre, que atenta a cuidar de su hija que volaba del nido, preparaba hacendosa aquello que consideraba de primera necesidad. Me enternece pensar en ella, ahora tan disminuída, tan diferente de aquellas otras, distintas a su vez y sucesivas en el tiempo, que me acompañaron durante mi juventud y mi niñez, siempre, eso sí, como ahora, valientes, totales, íntegras. Me dibuja una sonrisa de agradecimiento constatar el amor que está entrelazado en ese pequeño cartoncito, con sus colores ya algo desvaídos, y pienso que lo conservaré como un tesoro, como la prueba de la dedicación y el cariño de mi madre, alguna vez en otros tiempos pasados un poco escondido entre sus muestras de preocupación.
Pienso, mientras estoy sintiendo este calor de un hogar que se fue, cuánto repara mis emociones desordenadas poner orden en los objetos que me rodean. Siempre que me asalta el furor de "recoger" lo hace como consecuencia directa del batiburrillo interno que estoy sintiendo. Instalar cada elemento en su lugar me ayuda a recuperar el equilibrio perdido. Las cosas parecen  serenas en su sitio, tranquilas, elementales, auténticas. Una taza lo es más si reposa en su alacena, un bolígrafo adquiere toda su identidad metido en el bote de la mesa escritorio. Cuando todo vuelve a su ser, yo puedo respirar tranquila y decirme: todo está bien, todo guarda una lógica, el mundo gira como debe y mi vida sigue su curso.
Termino de coser el botón y me siento mucho mejor que al principio. Mi humilde caja de los hilos me ha hecho evocar sensaciones placenteras y reflexionar sobre mis pequeñas manías. Se oyen las llaves en la puerta. Es mi marido que llega. Me levanto de la silla, más ligera, dispuesta ya un día más a preparar la cena.

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