Poniendo el árbol

Otra Navidad más, y ya son siete, en este blog que abandono de vez en cuando, pero al que siempre acudo para contar cosas que ocurren a mi alrededor, y también para infundir un poco de optimismo en el ánimo de quienes lo leen.
Hoy, con motivo de estas Fiestas en las que siempre escribo una entrada especial, quiero hablar de las ganas de disfrutar de la vida y de aquellas personas que nos ponen a veces trabas para conseguirlo. La verdad es que llevo desde el año pasado con el borrador esperando a publicarse, o más bien con la idea en el magín; ha llegado la hora de desempolvarla.
Las navidades pasadas el día de la lotería me pilló, como casi siempre, trabajando. Aunque ya no creo que me vaya a tocar a mí, como en otros tiempos en que me arreglaba especialmente por si aparecía por la oficina la tele para grabarnos a todos en pleno desenfreno y descorchando champán, sí que me gusta poner desde primera hora la radio para escuchar de fondo el soniquete de los niños de San Ildefonso, que aunque ya no es el clásico "cien miiil pesetaaas" que sonaba tan madrileño y tan musical, acompaña lo mismo y crea la misma ilusión. Además suelo llevar los números que jugamos en la familia (los décimos están guardados en una cajita de madera donde atesoro todas las sorpresas de roscón que me van regalando, aunque no me hayan tocado a mí, porque me encanta coleccionarlas) apuntados en una hoja para comprobar de inmediato si realmente he tenido suerte y me ha tocado el Gordo. Evidentemente, eso no ha ocurrido nunca. Pero una no desespera... Bueno, el caso es que toda esa parafernalia significa para mí el comienzo de la Navidad, de las vacaciones, y ese día procuro hacer el vago todo lo que puedo, adornar la oficina como ya he hecho hace días con mi casa y procurar estar alegre y de buen humor. Así intenté hacerlo el año pasado, pero me encontré con multitud de obstáculos para conseguirlo.
Aunque el trabajo que tenía entonces no era realmente pesado, complicado, excesivo o apremiante, continuamente había alguien que venía a plantearme problemas ridículos, que cualquiera hubiera sabido solventar; más cuando mis compañeros eran personas mucho más expertas que yo. No había manera de ponerse a adornar el árbol o colocar las figuritas del Belén. Interrupción tras interrupción, caras de pocos amigos, intención de meter prisas en lo que no las hay y azuzar cuando no es necesario terminar en ese momento la tarea. Es como si mis ganas de pasarlo bien y festejar resultaran impropias o incómodas a la gente que me rodeaba. Como si ofendiera a los demás por querer estar contenta. Nada, no me dejaban. Pero yo seguí impertérrita con mi tarea navideña, y al final de la mañana conseguí escaparme por fin de ese lugar tan agobiante y hostil y salir a la vida libre y abierta que a mí me gusta. Por supuesto, habiendo puesto el árbol.
Desde ese día, "poner el árbol" es para mí una metáfora de lo que significa querer disfrutar de las cosas. Es querer estar alegre a pesar de que alrededor el mundo se empeñe en echar basurillas a los pies para que uno tropiece con ellas. Es no dejarse arrastrar por los ceños fruncidos y las malas caras, la "mala baba", los Mister Scrooge que aparecen por doquier en Navidad y en cualquier época del año con la intención de amargarnos la vida. Porque la felicidad ajena hace que se ponga más en evidencia su fastidio, su impertinencia, su intransigencia, su excesiva continencia.
Así que para terminar este 2018, lo que deseo a todo el que lea estas humildes notas es que hagan lo posible porque nadie les impida, ni en Navidades ni en el resto del año, "poner el árbol".

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