...Y quitando el Belén!
Aunque
las Navidades ya están lejos, y febrero asoma su carita fría a través de la
ventana, todavía no me he desprendido de este mes de enero agitado y nostálgico, ni de la gripe que últimamente casi
todos los años me ataca cuando terminan las Fiestas (prometo vacunarme el año
próximo), y me tiene varios días encerrada en casa.
Cuando
las toses y la fiebre me dejan un rato de tranquilidad, si no estoy muy
atontada me pongo a hacer cosas que normalmente no puedo, (no tengo remedio, no
sé estarme quieta) como por ejemplo leer de un tirón todos mis diarios. Esta
mañana he sacado la colección completa del baúl, pero son tantos que sólo he
podido hojear los dos primeros cuadernos. Y me he encontrado con unas páginas
que escribí hace siete años, antes de crear este blog, cuando no tenía esta tribuna a la que subirme para hacerme oir, o mejor dicho para
compartir con el que quisiera mis reflexiones sobre la vida. Y me ha gustado
tanto volverlas a leer que las quiero transcribir aquí y ahora:
“9/01/2012.
Se acabó la Navidad. En realidad, no sólo la Navidad; también un tiempo de
grandes emociones e ilusiones…El caso es que por fin se han apagado las luces.
Cando era pequeña y llegaban estos días de vuelta a la normalidad, y en casa se
quitaban los adornos y en la calle las bombillas de colores, me parecía que
todo adquiría un tono gris, triste, apagado, frío, sin el calor de la alegría
de las Fiestas. Así, volver era aún más pesado. Esa sensación me sigue llegando
el día de la vuelta al cole y al trabajo. No soy como esas personas que se alegran
de que acabe la Navidad…me dejo llevar por la luz, que conmemora el solsticio
de invierno, la huída de las tinieblas, la invocación del sol…por eso tanto
brillo, tantos adornos en el árbol, el Nacimiento de Dios como aquel que nos
librará de las tinieblas del pecado. La Navidad es algo más que polvorones,
cenas, comidas y gastos extras, pero también algo más que esas redacciones que
todos los años nos pedían en el cole sobre el verdadero sentido de la Navidad.
Esta época es de renacimiento, por eso la alegría y la luz, porque los días
vendrán más largos, y el oscuro equinoccio de otoño ya ha pasado. En invierno
se celebra la matanza, es tiempo de podar las plantas, y la tierra comienza a
despertarse bajo la corteza diaria de la escarcha. Hay que amasar bollos y
matar capones del corral. Hay que reunir a la familia para celebrar que no
estamos solos, que hay gente que nos apoya y nos quiere. La Navidad es la
venida de la Esperanza: el Mesías, la luz del Sol que crece de nuevo. (…) Me he
propuesto esta mañana, como propósito de Año Nuevo, que sea la literatura la
que me salve. Por eso me he puesto a escribir sobre lo que me inspira lo que me
rodea: la melancolía de la vuelta, cómo afrontar este trimestre…habrá que hacerlo
con alegría y con valentía. Buscar pequeñas cosas que me ilusionen: un paseo
con mi marido, una rica comida de domingo, ver que mi madre se alegra cuando la
llamo, salir al cine o al teatro si se puede, comer con alguna amiga, comenzar
un buen libro, y ¡por supuesto!, pedirme algún día libre para irme de rebajas o
para quedar con mi marido y hacer uno de esos días especiales.
Pero
quería también escribir algo que se me ocurrió hace unos días y no quería
olvidar: la importancia del olor de las casas. Cada una tiene el suyo propio,
que por añadidura es el de la familia que vive en ella. Aunque no nos damos
cuenta, por familiar, nuestra casa posee su propio olor, como las del resto. El
olor de una casa puede decir mucho sobre lo que hay dentro y cómo se vive (y no
precisamente me refiero a que huela a sucio; en absoluto). Pero hay casas que
huelen a tristeza y abatimiento (ese olor que desprenden algunos viejos aunque
se laven mucho); otras huelen a alegría y optimismo, a confort, a niño pequeño
(este es uno de los mejores). En el olor de una casa se mezclan los aromas del
jabón personal y el de limpieza; los productos para la ropa; la colonia que
usan sus moradores; el olor de las plantas, si las hay; el polvo de los libros;
las telas de cortinas y sofás; las sábanas y toallas recién planchadas; pero
sobre todo, el de la comida.
Y
este último, que la mayoría de las veces nos encanta oler en la cocina cuando
llega la hora de comer, es muy desagradable cuando impregna todo el espacio del
hogar y se mezcla con el resto de olores. Ese tufillo que nos recibe en la
escalera invitándonos a entrar y sentarnos a la mesa ya puesta se convierte en
pestucio si inunda los dormitorios, el pasillo y nuestro pelo. Sólo hay una
excepción a esto: y es el olor de las cenas navideñas. En Nochebuena, si
entramos en la casa de nuestra familia, el olor que sale de la cocina, por
mucho que nos hayamos empeñado en ventilar, nos recibe al abrir la puerta como
un abrazo cariñoso y acogedor que nos invita a entrar y participar en la fiesta
colectiva. El olor del asado es como la bienvenida a un ritual de abrazos y
saludos, trufado de villancicos que suenan en la cocina o en el salón. Ese vaho
húmedo que desprende el guiso no va a molestar a nadie, sino que es una
expresión de la atención y el mimo con que la cocinera y anfitriona quiere
agasajarnos. Por eso cuando se llega a una casa en Nochebuena, se dice: “¡qué
bien huele!”, como diciendo: “gracias por dedicarnos tu trabajo y tu cariño,
que ahora todos compartiremos en una comunión de buena voluntad”. Al olor del
asado se suma el del perfume de los invitados, que también así han querido
agradecer al anfitrión su amabilidad, presentando su mejor aspecto; y al de la
grasilla que desprenden la manteca, el aceite de almendra y los chocolates que
esperan resignados en las bandejas. Y también se suma el del ocre serrín del
Belén y los adornos, que han salido de su encierro anual pero conservan algo de
esa espera de meses guardados en viejas cajas de cartón.
Todo
esto es el olor de la Navidad; la Navidad que ya se ha ido. ¿cómo huele el
tiempo que comienza ahora…?”
Nuestra
vida, nuestras familias, cambian, evolucionan, van pasando por sucesivas fases
mientras transcurren los años. Y nuestras casas y sus adornos son un buen
testimonio de ello. Recuerdo la ilusión del primer año de casados, cuando
fuimos a la Plaza Mayor a comprar estas mismas figuras que ahora recojo, inaugurando
una Navidad como inaugurábamos el deseo de formar una nueva familia, la nuestra
propia. Fueron llegando los niños y las figuritas fueron aumentando cada año:
siempre el mismo ritual de ir al centro
y comprar un pastor, la lavandera, un castillo…el abuelo se encargaba de
convertir el belén en una granja, llenándola de animalitos inverosímiles. El
momento de sacar todos los adornos de sus cajas era un auténtico ritual, y
había que comprobar si teníamos papel para el fondo, musgo, serrín…todos participábamos
en esa algarabía que según fue pasando el tiempo, se convertía en un rifirrafe:
que las luces no están bien puestas, papá, que no pongas ahí esa figura, que el
camino está torcido… Según las circunstancias de cada año, el escenario se estiraba
o se encogía: unas veces decidíamos extenderlo y otras reducirlo y ponerlo en
otro sitio. Un año lo pintamos en la pared (¡qué bonito quedó…!)
Y
ahora, de repente, los chicos se han hecho mayores. Aunque les sigue gustando
esta parafernalia de los preparativos navideños, y hasta se enfadan si no contamos
con ellos y les dejamos participar, sus actividades y sus horarios hacen
difícil que puedan compartir con los mayores esta tarea anual. Así que este año
decidí (un poco egoístamente) no esperar a nadie y entregarme a ella yo sola en
la fecha que por tradición siempre lo he hecho. Como no estoy en mi mejor forma
física, decidí no poner el árbol grande porque me implica tirarme al suelo,
agacharme y levantarme una y otra vez, y acabar doblada. Así que compré un
árbol simbólico y le puse unos cuantos adornos de los de siempre. Y en cuanto
al belén, decidí seguir las imágenes de las revistas que guardo de otras
navidades y hacer algo muy decorativo y muy sencillo. La verdad es que no quedó
mal, una amiga incluso dijo que era muy bonito…es el cariño con el que ella lo
miró, desde luego, porque no tenía nada de especial. Bueno, sí; una tela que
encontré en casa de mi madre y que me lleva directa a mi infancia.
Así
que cuando me puse a recoger de nuevo todo, pensé que la decoración de este año
reflejaba claramente en qué momento de nuestras vidas estamos, de la evolución
de la familia, de nuestra edad y lo que más nos importa. En mi caso, este año, no
complicarme excesivamente y preparar una decoración sencilla y elegante.
Adaptarme a los nuevos tiempos. Aceptar de buen grado el modo en que cada
miembro de la familia quiera celebrar “su” Navidad, sin excesivas nostalgias y
sin alharacas. Siendo feliz viendo felices a los míos, que es lo que más me
importa.
Y
pensando en un futuro más o menos lejano, en el que entre todos (quizá más de
los que somos ahora) volvamos a instalar una granja en el Belén…
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