Calor, en cuerpo y alma
Agosto. Ya llevamos dos meses de caluroso verano (tautología repetida hasta la saciedad); eso, porque el mes de junio fue lluvioso y más bien fresco... si no, hubieran sido tres. Pero a estas alturas seguimos instalados en los treinta y tantos grados, (que tampoco estamos a cuarenta), lo que me permite escribir esta entrada que debería haberse publicado en julio... no tengo remedio. (Perdón, fieles lectores). Como casi cada año, para hacer una loa al calor. Y es que no soy la única que considera que el calor es sinónimo de algunas emociones intensamente positivas.
El verano pasado (desde entonces vengo alargando este artículo; qué manera de procrastinar...) leí en el periódico la columna de una mujer cuyas opiniones normalmente comparto, y que además siempre utiliza un cierto deje humorístico que me encanta. Se llama Luz Sánchez Mellado. En ella asociaba la estación que ya empezaba a llegar a nuestras vidas (era junio) con la pasión sentimental, a cuento de que una escritora famosa se había declarado recién enamorada a una edad provecta: "algo, o alguien, te hace entrar en calor aunque hiele fuera (...) Ese calor, ese anhelo, ese abandono. Que nos exciten los sentidos, que nos llenen los huecos, que nos acaricien el lomo. (...) ¿Soy yo, o ya huele a verano?" Cuando lo leí, pensé enseguida: una más de mi club. Para ella el verano (y por ende el calor) es sinónimo de bienestar, de plenitud sentimental, de exaltación de los sentidos. Asocia esa sensación térmica al confort emocional.
Fueron pasando los meses y por pereza o falta de tiempo no hice aquí la reflexión que me había sugerido ese artículo, aunque lo tenía bien guardado en mi recámara. Y de pronto me encuentro en Semana Santa, escuchando el sermón de la Misa de Jueves Santo. Un sacerdote joven comienza a pasearse arriba y abajo por el pasillo central de la iglesia (algo que yo no había visto antes; voy rara vez a Misa) y a explicarnos cuál es su visión del supuesto "infierno". Y nos dice que para él, como para muchos otros a lo largo de la Historia, ese espacio consagrado al padecimiento de todos los males no está hecho de fuego, sino todo lo contrario. Es un lugar helado, como el infierno de Dante (y añado yo, como el Polo de Mary Shelley en Frankenstein o de Poe en Arthur Gordon Pym). ¿Por qué? Porque la mayor desgracia es no albergar calor en el corazón. Que el corazón esté frío. Que no tenga el calor del amor hacia los demás y del amor recibido. Que sea insensible, rígido e inconmovible como un témpano. El infierno es la falta de amor, la falta de calor. El frío insoportable.
Dos profesiones distintas, dos maneras opuestas de ver el mundo: una apegada a los sentidos y otra apelando a la espiritualidad. Ambas, coincidiendo en asociar el calor al bienestar físico y emocional.
Me apunto a esta estela cálida y propongo encender una llama. Una llama de sensualidad y una llama de emocionado amor por lo que me rodea. Un rescoldo que mantenga mi espíritu en comunión con lo bueno que hay en los demás. El calor de los sentimientos más excelsos y generosos. La llama de la pasión por la vida.
¿Hace calor? ¡Disfrutémoslo!
Qué bonito! Yo también soy del verano y el calor. Comparto todo lo que has escrito. CLC
ResponderEliminar¡Vaya! curiosa reflexión la del cura, ¡y muy acertada!. El infierno helado, muy alejado de la iconografía tradicional de la iglesia, siempre representado con fuego: ¡arderéis en el infierno!. Voy a tener que empezar a ir a misa para escuchar esas interesantes reflexiones.
ResponderEliminarPor mi parte, a pesar de que tu interpretación del verano y el calor en el alma está maravillosamente expresada, mi cuerpo acomodaticio me pasa factura con los cambios de estación; del frío al calor y del calor al frío, siempre está ahí para decirme: ya que me había acostumbrado yo a ésto, ahora van y me lo cambian. Y claro, se rebela.