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jueves, 30 de octubre de 2014

Invasión Zombi

Llega el puente del 1 de noviembre. Todos los Santos, Difuntos, ¿Halloween? La polémica está servida. Para todos, menos para los padres que disfrazan entusiasmados a sus hijos y que enseñan sus fotos tan contentos de ver lo bien que se lo están pasando en el cole: para ellos es un día de fiesta.
 
Hace muchos años, en España, estas fechas eran tristísimas. Y sobrecogedoras. Pero con miedo de verdad, no con este de pacotilla que se esconde en los disfraces. Los niños pequeños (a poco que fuéramos un poco miedosos) nos asustábamos con pensar en algo tan lúgubre: la muerte, pero además concretada en nuestros antepasados, a los que se iba a visitar al cementerio, previa compra de flores, siempre las mismas (no sé si es que son propias de esta época o simplemente que por tradición se han utilizado para este fín): crisantemos, pálidos como sus destinatarios; y crestas de gallo, de un intenso rojo sangre y un tacto aterciopelado y mórbido. Y por si fuera poco, la víspera nos ponían en la única cadena de televisión el Tenorio de Zorrilla, auténtica obra maestra en la que los elementos teatrales van incrementando la tensión y el escalofrío hasta llegar al final y que a mi juicio deja a Psicosis en pañales. Vamos, que te acostabas encogido con los fantasmas dando vueltas en la cabeza.
Así que la "fiesta" no tenía nada de tal. La única cosa buena para los golosos era comer buñuelos y huesos de santo, tan dulces y tentadores. Por lo demás, cuanto antes se pasaran estos días, mejor.
 
La primera vez que mi hija se tuvo que disfrazar en el cole para celebrar Halloween se me ocurrió buscar el origen de esa fiesta extranjera que aún no era muy común en nuestro país y que la mayoría de la gente veía con escepticismo y bastante rechazo. Y encontré que proviene de Europa, de los celtas que también poblaron nuestra tierra, y que se celebraba mucho antes de que existiera la Iglesia Católica, como una transición del verano al invierno, en la que los espíritus, las hadas y las brujas pueden ir y venir de su mundo al nuestro y en que se festeja el final de una cosecha y el principio de otra: la de manzanas y castañas, muy presentes también en estas fechas (el magosto que se celebra en el Norte de España) junto con el resto de dulces. (Aún recuerdo las castañas cocidas en anís que hacía por los Santos mi tía Isabel).
Con toda esta información, (hay que ver lo útil que es la Wikipedia), decidí disfrutar de los nuevos tiempos, y ya que esta celebración "importada" procura tanta alegría y diversión entre los críos, (hoy en día también entre los mayores), la acepté de buenísima gana, porque para mi suponía cambiar los malos ratos que pasé en mi infancia por un auténtico festival de color y de risas que vivirían mis hijos.
Si pensamos que casi todas nuestras fiestas, alrededor del mundo y de la Historia, marcan el paso de las estaciones o las labores agrícolas, y que cada civilización ha querido solemnizar estos momentos de una manera distinta pero siempre con una connotación parecida, según lo que viniera fuera la luz o las tinieblas, la cosecha o el barbecho, ¿por qué aborrecer esta nueva forma de dar la bienvenida al invierno, tan pícaramente alegre? Sí, seguimos viviendo unas fechas fantasmagóricas, pero con un tinte made in USA que las dulcifica y las convierte en un juego de niños.
Bendito juego de niños que nos tiene  a los padres tan contentos de verlos felices entre calabazas y colmillos de vampiro.
Eso sí; no renuncio a los buñuelos, a los huesos de santo, ni siquiera a estas alturas al gran Tenorio, que con el paso del tiempo he aprendido a apreciar.
¿por qué no quedarnos con lo mejor de cada cultura? Vivamos lo mejor de cada tradición, y hagámosla nuestra adaptándola a nuestra forma de ser.

domingo, 26 de octubre de 2014

El álbum de cromos

Cuando era pequeña, entre mi madre y mi abuela me enseñaron a hacer calceta, punto de media. Primero una estrecha y larga tira de lana roja, que se combaba por los bordes, toda del derecho. Luego la cosa se fue complicando: derecho y revés. Y menguando, aumentando, punto de arroz, ochos, y otras filigranas que venían explicadas en unos esquemas que traían las revistas de labores de la época y que yo seguía fielmente para "sacar" el punto de los jerseys más modernos. Hice montones: aún recuerdo uno en tonos teja, sin manga, de verano, con escote de pico por delante  y detrás que estrené en Cuenca; otro azul y blanco de cintas muy cortito...otro rosado que le tejí a mi cuñada, entonces una niña, y hasta un jersey de bebé que hice para una de mis sobrinas y no sé si se llegó a poner, porque salió enorme...pero el punto estaba perfecto, eh?
Bueno; el caso es que me encantaba ponerme a hacer punto por la tarde, después de comer, mientras escuchaba la radio. La radio, siempre conmigo. En aquella época ya no existía el consultorio de Elena Francis, ni los cuentos para niños, pero tampoco era como ahora un continuo runrún de tertulias políticas y noticias repetidas. La verdad es que era la auténtica radio de entretenimiento. A mí me encantaba escucharla porque era variada y siempre se aprendían cosas curiosas. Sobre todo, en los programas de la SER con Carmen Pérez de Lama. Traía cantidad de colaboradores, entre ellos la inefable Simone Ortega con la que aprendí a cocinar, -aquí iría la broma familiar de la siempre presente galleta María; cosas nuestras-; estaba también Aileen Serrano, con sus trucos para cualquier cosa que se necesitara en el hogar (limpieza, bricolaje, de todo); y una psicóloga que no recuerdo como se llamaba: Maribel, Isabel...algo así. Yo escuchaba embobada todo lo que decían. Y una tarde que recuerdo como si fuera ahora mismo, sentada en el sofá del cuarto de estar, esta persona cuyo nombre se me ha borrado me dio una idea maravillosa que siempre he tenido en cuenta: hacer un bonito álbum de cromos para poder ir mirándolo a través del tiempo cuando me hiciera falta.
¿Cromos de qué? ¿Pegados en qué álbum? Cromos de recuerdos, de cosas bellas que hayan ido sucediendo en mi vida, y que pueda rememorar cuando me haga falta. El álbum es mi cabeza, o mi alma o mi corazón, como se quiera. Y cuantos más cromos tenga, mucho mejor. Estos no se cambian en el rastro por otros "repes", ni se compran en la pipera ni vienen con el Bony, el Bucanero, el Tigretón o el "Chicle Niña". Se consiguen viviendo. Y todos los tenemos, cada uno los nuestros. A poco que lo intentemos, enseguida surgirán de nuestra mente numerosas imágenes que podamos ir recopilando en esta colección de lo sublime: olores, sabores, el roce de una piel, una imagen como una foto instantánea, sentimientos, emociones, placeres, palabras. Hay que ir guardándolos bien uno a uno para que no se pierdan, y sacarlos de vez en cuando para que no se enmohezcan y se estropeen, o se nos olviden.
Afortunadamente mi álbum es muy gordo. Pero hacía tiempo que no me acordaba de él. (Para mi perjuicio, porque en las horas negras es muy útil volver sus páginas, aunque a veces provoquen lágrimas de melancolía, pero esas lágrimas son un bálsamo reparador y reconfortante). Hasta esta tarde.
Hoy he vivido una experiencia maravillosa, sublime, nueva, de las que sabes que no se van a repetir en mucho tiempo. Y sin darme cuenta le he pedido a mi marido que me recordara este día cuando me vea triste o mal. Entonces he pensado, no es él quien tiene que recordármelo; soy yo la que debo guardarlo en el álbum y tenerlo siempre presente, junto con otro montón de cosas que lo rellenan desde hace muchísimos años: la toquilla de mi abuela, su sonrisa y sus manos sarmentosas; el brazo tierno y mullido de mi madre sobre el que dormía en los viajes en coche; el olor de la hortelana del Espinar; la colonia Maderas de Oriente que mi madre se ponía con su abrigo negro de piel y que me hacía marear; el perfume Patrichs de mi novio en su jersey verde de pico; los piropos de mi padre; la felicidad inmensa tras el parto de mi hija; los paseos a la orilla del mar; el cielo restallando de azul cualquier domingo por la mañana...y momentos de felicidad como el que he vivido hoy y que hacen que la vida merezca la pena.

 

domingo, 5 de octubre de 2014

Madres nuestras que os mereceis los cielos

Afortunadamente para los que la rodean, mi madre todavía vive. Una mujer fantástica, como tantas otras de generaciones pasadas pero que han dejado su sello en todas nosotras.
 
Este verano he tenido ocasión de reflexionar mucho sobre la manera en que estas mujeres manejan sus propias vidas y ayudan a los demás a vivir mejor. He podido ver cómo organizan sus casas, solucionan los problemas que surgen de improviso y atienden a toda su familia. Y siempre, con sus intereses personales en un segundo plano.

Hace ya bastantes años, en la posguerra y hasta casi los años 60, las mujeres en nuestro país tenían como meta casarse. Eran muy pocas, y de unos ambientes minoritarios tanto económica como culturalmente, las que podían estudiar y labrarse una carrera dedicándose a una profesión liberal. El resto estudiaba lo básico, y cuando tenía edad suficiente trabajaba en lo que más a mano le venía para ayudar a la familia y para ir ahorrando algún dinerillo que le permitiera salir del pueblo y de casa de los padres y emigrar quizá a la gran ciudad, donde sin duda encontrarían más oportunidades. Trabajaban en lo que sabían hacer, lo que les habían enseñado sus madres: cuidando niños o como doncellas en casas de dinero, cosiendo para tiendas, tejiendo en máquinas domésticas... labores propias de mujeres, de esas mujeres y de esa época. 
Pero antes o después (más bien antes) encontrarían al hombre de sus sueños. O quizá no exactamente al de sus sueños, pero sí a un buen hombre, honrado, más o menos cariñoso, más o menos situado, que les proporcionaría la oportunidad de llevar a cabo su misión fundamental: crear un hogar, tener hijos y dedicarse a ellos y a sus maridos.
 
Desde la perspectiva de los años que han pasado todo esto puede parecer leyenda o el argumento de alguna película antigua, puede dar pena o rabia. Pero es absolutamente real. Y como he dicho, aún están entre nosotros las protagonistas de estas historias, de estas vidas.
Estas mujeres valientes formaron hogares y familias basados en su sacrificio y en su esfuerzo, porque eso era lo que se esperaba de ellas. Durante toda su niñez y adolescencia fueron haciéndose a la idea de que les esperaba un futuro en el que su papel sería el de cuidadoras: de sus hijos, de sus padres, de sus maridos. Y asumieron ese papel totalmente, con la alegría y la satisfacción de tener una razón de ser en este mundo, algo propio, algo suyo, que les permitiera ser libres (o por lo menos creer que lo eran, porque podían decidir sobre asuntos trascendentales: la economía doméstica, la educación de sus hijos, el modo en el que debía ordenarse el hogar). Se volcaron en la tarea y fueron felices realizándola, porque  veían cumplido su sueño. Aunque de vez en cuando echaran de menos otras cosas: otras formas de vivir, otros destinos, otros quehaceres, otros ambientes. Pero esta nostalgia duraba poco, porque a su alrededor tenían el fruto de sus desvelos: sus hijos, que las llenaban de orgullo porque pertenecían ya a otro mundo más moderno, más confortable, más rico. Y llegó también el IMSERSO y sus viajes, que les dio la oportunidad de ir a lugares exóticos, (a algunas más desfavorecidas incluso les permitió  conocer el mar), y de sentirse por unos días como auténticas reinas, liberadas del delantal y las cacerolas. Qué gran invento este: ofreció a las mujeres la ocasión de vivir la alegría, la chispa de la vida junto a sus parejas, mucho más relajadas en este ambiente de ocio y de disfrute.
Pero los años van pasando, y llega un día en que ese hombre que se sienta a su lado y comparte su cama se ha convertido en un anciano. El drama es que ellas aún no lo son. No sé porqué misterioso orden natural, las parejas que se formaron en los años 40, 50 e incluso los 60, estaban descompensadas en edad: el hombre siempre debía ser bastante mayor que la mujer. Se decía que la mujer envejece antes, que siendo más joven seguiría atractiva para su marido aun cuando éste envejeciera. El caso es que al marido ya no le apetece bailar, ni viajar al extranjero. De repente el calendario se llena de anotaciones con citas para el médico. Y la cocina se llena de recetas y apuntes sobre cómo administrar las medicinas. Y esos hombres que hace años eran cabezotas, egoístas y mandones y a los que había que regañar a menudo, ahora tienen el miedo al final agarrado a su corazón, lo que les hace más cabezotas, más egoístas y más mandones, pero ellas los ven frágiles y ya no les regañan tanto, sino que los miran con preocupación y tristeza.
¿Y qué es de sus vidas, de sus esperanzas, de sus ilusiones? Se han quedado enterradas en la casa, bajo ese montón de medicinas que ocupa el centro de la mesa. Ellas, que aún tienen ganas de salir, de disfrutar, de sentir la alegría de una vida cumplida; que han conseguido al final una estabilidad y una posición que les permite regalarse algunos lujos, ahora no pueden hacerlo. ¿No pueden hacerlo?
Esto es lo más triste de todo. Sí pueden, pero no se lo permiten ellas mismas. Están tan acostumbradas, su educación ha sido tan insistente, que son incapaces de vivir al margen de su deber de cuidadoras. Y se vuelcan en este trabajo penoso y casi siempre fuera del alcance de sus fuerzas (porque tampoco ellas son ya jóvenes, sino que se acercan también a la vejez), y se sienten culpables si por un momento salen solas, o con sus hijos, dejando a sus maridos sentados en un sillón. Como cuando tenían a sus bebés y eran incapaces de dejarlos al cuidado de otros.
Pobres, pobres y adoradas madres, que toda su vida han estado dedicadas a los demás, y a las que nadie ha enseñado a cuidarse a ellas mismas. Viven la tristeza del paso de los años, la amenaza de la enfermedad y la muerte, y no pueden escapar de su destino porque tienen los pies pegados al suelo de sus casas. Quisieran volar, disfrutar de los últimos coletazos de sus energías, pero los sacrifican cuidando de aquellos que compartieron con ellas toda una vida de esfuerzo, un largo viaje que les ha llevado hasta aquí.
Por mucho que nos empeñemos no podemos convencerlas. No van a dejar a un lado su misión, su deber. Sólo nos queda acompañarlas, escucharlas, darles de vuelta todo el amor y el sacrificio que han puesto en nosotros. Todo el amor para esas madres que se merecen el cielo.
 
(Yo me creo muy lejos de ese modelo. Todas las mujeres de mi generación creemos que ya hemos superado esa forma de vivir, que somos dueñas de nosotras mismas y que tenemos suficiente independencia para que cuando llegue el momento podamos vivir nuestra vida además de ayudar al otro a vivir la suya. Pero a veces me pregunto qué pasará entonces. ¿Realmente somos tan libres, tan independientes, tan autosuficientes? ¿O habrá calado en nuestra conciencia el modelo de nuestras madres, y acabaremos por repetirlo? ¿Seremos capaces de borrar el cargo de nuestra conciencia si apuramos nuestra vida disfrutándola en la medida de nuestras posibilidades? No lo sé. Seguramente tendré que esperar a que llegue esa circunstancia, y no hablar con seguridad antes de tiempo; últimamente me estoy dando cuenta de que se habla muy fácilmente desde la lejanía de cosas que uno aún no ha vivido. Y cuando llegan, a menudo la opinión cambia radicalmente...)

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